LA
CARRETA
Prólogo
de Wilfredo Penco
Montevideo
2004
TRIGESIMONOVENA ENTREGA
X
(1)
Gruñían ásperamente en
el chiquero diez cerdos negros. Pasada la tormenta, los animales, famélicos,
hozaban el barro, rezongando en pesado andar de un lado para otro. El cerco de
piedra que limitaba el encierro oponíase a las bestias ansiosas de espacio.
Llevaban dos semanas sin un solo bocado. Ya aparecían dos ejemplares maltrechos
fuera de combate, luego de feroces peleas. En estado miserable pero aun con
fuerzas, quedaban cinco. El resto, tres hembras de tetas flacas, se hallaban
echadas en una esquina. Gruñían lúgubres de la mañana a la noche. Se quejaban
durante el temporal como si pidiesen al cielo lo que les estaba negando desde
hacía tiempo. Con los hocicos rojos de sangre levantaban barro, absorbían el
agua densa de aquel pantano pavoroso. Husmeaban en las piedras, miraban el
cielo.
Nadie se acercaba al
chiquero. No lo permitía Chiquiño desde hacía tres semanas. En la alta noche se
oía el lamento de los cerdos. A veces no se podía dormir, la mujer de Chiquiño,
sufriendo a la par que las bestias y reclamando en vano, las razones de aquel
suplicio.
Chiquiño no respondía.
Taciturno, ambulaba, seguido de su perro, un mastín barroso que iba recogiendo
la cólera que al andar dejaba caer su dueño.
El rancho aparecía envuelto
en una atmósfera asfixiante. Nadie aguantaba allí más de una hora. Chiquiño
salía al campo, iba al boliche y volvía siempre cabizbajo, enmudecido. Se
arrimaba al chiquero, distante unos cien metros del rancho, y volvía
maldiciendo. Su fuente de recursos era precisamente la cría de porcinos. Los
vendía muy bien y antes cuidaba de aquella piara con atención y recelo. Temía
que le robasen, y más de una noche su mujer lo sorprendió con el revólver en la
mano.
Una vez había oído el
rezongo de los chanchos. Descubrió que su mujer andaba por el chiquero. Por el
camino un jinete se alejaba al trotecito. Buen conocedor, no le fue difícil
descubrir al alazán de un vecino, Pedro Alfaro. Si no era este quien acababa de
verse con su mujer, era alguien que había utilizado aquel animal. Desde esa
noche no le dio sosiego a su sombra.
A la mañana siguiente
anduvo por la pulpería preguntando por Alfaro.
-¿Tiene siempre el
alazán marca cruz?
-Hoy se habló de que lo
vendían a Fagundes -respondió el interpelado.
A Chiquiño le bastó.
Volvió a su rancho y le aplicó una soberana paliza a su mujer. No le dio
explicaciones ni recriminó la acción. Ella creyó que estaba borracho y se dejó
azotar.
Chiquiño esperó tres
semanas. Y Alfaro no pasaba por el camino. Una noche, sábado de borrachera,
encontró a su enemigo en la carpa de las quitanderas. En la francachela y la
jarana, Chiquiño parecía más bien sereno. Acarició a las dos mujeres que venían
en la carreta y al enemigo le dio toda clase de seguridades:
-¡Las mujeres son pa
todos, canejo!... ¡Tuitas debían ser como estas!... -decía para que Alfaro no
sospechara.
Mirando la carreta,
Chiquiño retrocedió a sus días lejanos. Bajo la carreta había tenido el primer
encuentro con la quitandera Leopoldina, allá por las inmediaciones de “La
Lechuza”. Aquel vehículo le recordó su mocedad y le hizo crecer el impulso de
la venganza. Mirándola de reojo evocó su pasado. Había en sus ojos un algo
misterioso que atrajo a su lado a una de las carperas. Se le acercó con
zalamerías, preguntándole cosas sin importancia. Con ella cayó a la carpa,
donde conversó en voz baja. Entre las miradas corría una ráfaga helada. Pedro
Alfaro, con la cabeza baja, articulaba una que otra palabra, receloso e
intranquilo. Nadie sabía por qué no se animaba al diálogo. En vano las
quitanderas intentaban bromas y chanzas. Tanto Chiquiño como Alfaro y dos
troperos que habían caído a la rueda, se iban sintiendo incapaces de separarse
deñ extraño círculo. Rondaba por allí un huésped desconocido. Los hombres de
campo presienten los crímenes, como los animales las tormentas. Bebían para
separar aquella idea de su mente. Les roía un presentimiento de reyerta, un
anuncio de armas blancas.
El alcohol por momentos
parecía acercarlos. Pero era una falsa escaramuza. Alfaro le pasó la botella a
Chiquiño.
Bebieron al fin
amistosamente y, cuando amanecía, al tranco iban juntos cruzando un potrero.
-No la tengo más a la
Leopoldina… La muy rastrera se jué con el sargento… -dijo Chiquiño al enfrentar
su rancho.
Pedro Alfaro pensó que
no sospechaba de él. Confiado, le tendió la mano para despedirse. Y, en lugar
de saludo, le asestó la puñalada que tumbó a Alfaro del caballo..
Los animales no se
asustaron. Chiquiño, con un tajo de oreja a oreja, separó del cuerpo la cabeza
de su enemigo.
En el barro fresco, a
pocos pasos de su rancho, quedó tendido el cuerpo de Alfaro.
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