LOS
CANTOS DE MALDOROR
CIENTODECIMOSEGUNDA ENTREGA
(Barral Editores / Barcelona 1970)
CANTO CUARTO
8 (1)
Noche tras noche,
hundiendo la envergadura de mis alas en mi memoria agonizante, yo evocaba el
recuerdo de Falmer… noche tras noche. Sus cabellos rubios, su cara oval, sus
rasgos majestuosos estaban todavía impresos en mi imaginación… indeleblemente…
en especial sus cabellos rubios. Apartad, apartad, por lo tanto, esa cabeza sin
cabello, lisa como el caparazón de la tortuga. Él tenía catorce años, y yo sólo
un año más. Que se calle esa voz lúgubre. ¿Por qué viene a denunciarme? Pero
¡si el que habla soy yo mismo! Sirviéndome de mi propia lengua para enunciar mi
pensamiento compruebo que mis labios se mueven y que soy yo mismo el que habla.
Soy yo mismo el que, relatando una historia de mi juventud y sintiendo el
remordimiento penetrar en mi corazón… soy yo mismo, a menos que me equivoque…
soy yo mismo el que habla. Yo sólo tenía un año más. ¿Quién es finalmente ese a
quien aludo? Es un amigo que tuve en otros tiempos, según creo. Sí, sí, ya he
dicho cómo se llama… no quiero volver a deletrear esas seis letras, no, no.
Tampoco es útil repetir que yo tenía un año más. ¿Quién sabe? Repitámoslo, a
pesar de todo, pero con un penoso murmullo, yo tenía sólo un año más. Aun
entonces el predominio de mi fuerza física era más un motivo para servir de
apoyo, por el áspero sendero de mi vida, a aquel que se había entregado a mí,
que para maltratar a un ser evidentemente más débil. Pues creo, en efecto, que
era más débil… aun entonces. Es un amigo que tuve en otros tiempos, según creo.
El predominio de mi fuerza física… noche tras noche… En especial sus cabellos
rubios. Hay más de un ser humano que ha visto cabezas calvas: la vejez, la
enfermedad, el dolor (juntas las tres o consideradas separadamente) explican
ese fenómeno negativo de modo satisfactorio. Tal es, por lo menos, la respuesta
que me daría un sabio si yo lo interrogara sobre el asunto. La vejez, la
enfermedad, el dolor. Pero no ignoro (yo también soy sabio) que un día, porque
detuvo mi mano en el momento en que levantaba mi puñal para clavarlo en el seno
de una mujer, lo tomé por los cabellos con brazo de hierro, y lo hice girar en
el aire con tal velocidad que su cabellera se quedó en mi mano, y su cuerpo,
impulsado por la fuerza centrífuga, fue a estrellarse contra el tronco de una
encina… No ignoro que un día su cabellera se quedó en mi mano. Yo también soy
sabio. Sí, sí, ya he dicho cómo se llama. No ignoro que un día ejecuté un acto
infame, mientras su cuerpo era impulsado por la fuerza centrífuga. Tenía
catorce años.
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