CARLOS
CASTANEDA
LAS
ENSEÑANZAS DE DON JUAN
(Una
forma yaqui de conocimiento)
VIGESIMOTERCERA ENTREGA
PRIMERA
PARTE
“LAS
ENSEÑANZAS”
III
(7)
Domingo,
1º de setiembre, 1961 (3)
Nos sentamos a comer, y
durante la comida me preguntó tres veces cómo me sentía. Siendo esto una
rareza, terminé por preguntar:
-¿Por qué le preocupa
cómo me siento, don Juan? ¿Espera que tenga una mala reacción por haber tomado
el jugo?
Rio. Pensé que se
estaba portando como un niño travieso que ha armado una jugarreta e investiga
los resultados de vez en cuando. Todavía riendo, dijo:
-No pareces enfermo.
Hace rato hasta me hablaste mal.
-No es cierto, don Juan
-protesté. -No recuerdo haberle hablado nunca así.
Tomé muy en serio ese
punto porque no recordaba haberme sentido molesto con él.
-Saliste en su defensa -dijo.
-¿En defensa de quién?
-Estabas defendiendo a
la yerba del diablo. Ya parecías su amante.
Yo iba a protestar aun
más vigorosamente, pero me contuve.
-De veras no me di
cuenta que estaba defendiéndola.
-Claro que no. Ni
siquiera te acuerdas de lo que dijiste, ¿verdad?
-No, no me acuerdo.
Tengo que admitirlo.
-Ya ves. Así es la
yerba del diablo. Se te cuela como una mujer. Ni siquiera te das cuenta. Todo
lo que sabes es que te hace sentirte bien y con poder: los músculos se hinchan
de vigor, los puños dan comezón, las plantas de los pies arden por perseguir a
alguien. Cuando un hombre la conoce es cuando de veras se llena de ansias. Mi
benefactor decía que la yerba del diablo se queda con los hombres que quieren
poder y se deshacen de los que no pueden con ella. Pero el poder era más común
entonces, se buscaba con más ganas. Mi benefactor era un hombre poderoso y,
según lo que me dijo, su benefactor era todavía más dado a buscar poder. Pero
en esos días había razón para ser poderoso.
-¿Piensa usted que ya
no hay razón para el poder en estos días?
-El poder está bien
para ti, ahora. Eres joven. No eres indio. Acaso la yerba del diablo sea buena
en tus manos. Parece que te gustó. Te hizo sentirte fuerte. Yo mismo sentí todo
eso. Y sin embargo no me gustó.
-¿Puede decirme por qué,
don Juan?
-¡No me gusta su poder!
Ya no sirve de nada. En otros tiempos, como aquellos de los que mi benefactor
me contaba, había razón para buscar poder. Los hombres realizaban hazañas
fenomenales, eran admirados por su fuerza y temidos y respetados por su saber.
Mi benefactor me contaba historias de hazañas verdaderamente fenomenales que se
realizaron hace mucho, mucho. Pero ahora nosotros, los indios, ya no buscamos
ese poder. Hoy en día, los indios usan la yerba para darse friegas. Usan las
hojas y las flores para otras cosas; hasta dicen que les curan los granos. Pero
no buscan su poder: un poder que actúa como un imán, más potente y más
peligroso de manejar cuanto más se ahonda en la raíz de la tierra. Cuando uno
llega a los cuatro metros -dicen que algunos han llegado- encuentra el sitio
del poder permanente, poder sin fin. Muy pocos seres humanos han hecho esto en
el pasado, y nadie lo hace hoy. Te lo digo, nosotros los indios ya no
necesitamos el poder de la fuerza del diablo. Creo que poco a poco hemos perdido
el interés, y ahora el poder ya no importa. Yo mismo no lo busco, y sin embargo
una vez, cuando tenía tu edad, también sentía por dentro su hinchazón. Me
sentía como tú te sentiste hoy, sólo que quinientas veces más fuerte. Maté a un
hombre con un solo golpe de mi brazo. Podía aventar peñascos, peñascos enormes
que ni veinte hombres podían mover. Una vez salté tan alto que tronché las
copas de los árboles más altos. ¡Pero todo eso fue de balde! Lo único que hacía
era asustar a los indios: nada más que a los indios. Los demás, que no sabían
nada de eso, no lo creían. Veían un indio loco, o bien algo que se movía en las
copas de los árboles.
Estuvimos callados
largo tiempo. Yo necesitaba decir algo.
-Era distinto cuando
había gente en el mundo -prosiguió-, gente que sabía que un hombre podía
convertirse en león de montaña o en pájaro, o que un hombre podía volar así
nomás. Por eso ya no uso la yerba del diablo. ¿Para qué? ¿Para asustar a los
indios?
Y lo vi triste, y una
honda simpatía me llenó. Quise decir algo, aunque fuera sólo una perogrullada.
-Tal vez, don Juan, ese
sea el destino de todos los hombres que quieren saber.
-Tal vez -dijo suavemente.
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