EL
RAT-PICK
JOSÉ
ENRIQUE RODÓ
(Una
profética denuncia de la crueldad espectacularista y consumista que campea en
la actual barbarie posmodernista, escrita hace 117 años.)
SEGUNDA ENTREGA
Algo semejante cabe
decir, guardando distancias, de algunos de los espectáculos que todavía duran.
Las corridas de toros son fiestas de brutal barbarie; pero el sentimiento
artístico encuentra en ellas dónde detenerse. Prescindo de que exista un arte
de torear, que tiene su técnica y sus entendidos. Quiero sólo ver en la lidia
de toros la fiesta circense, el espectáculo de decoración grandiosa y ruda,
pintoresca epifanía de un ambiente y
de una imaginación y una sensibilidad colectivas; el espectáculo en que
naturaleza y público entran por tanta parte como lo que ocurre en la arena; en
que el prestigio fluye, en suma sinfónica, del sol y el cielo abierto; de los
colores y marchas de la cuadrilla; de la alegre música y el clamor popular; del
valor temerario, la agilidad y la destreza; de los ojos negros, las mantillas y
las rosas; y acaso también de la relación dionisíaca,
si recordamos a Nietzsche, entre el desborde de tanta sensualidad y tanta vida
y el vaho embriagador de la sangre. Y digo que, para quien no tenga alma de
cuákero o anabaptista, este encierra un interés estético, y que no hay que
extrañar que, vencidas las primeras repugnancias, la sugestión del espectáculo
llegue, si no a sobreponerse absolutamente al recto juicio, sí a producir una
escisión de la personalidad, en que la conciencia moral, que reprueba, quede de
una parte, y de la otra la imaginación fascinada se incorpore al himno
triunfal, al coro estrepitoso y ardiente, que estalla, en música de Bizet, como
la sangre que salta de la arteria rota: “La
voici, la voici la quadrille!”
En las riñas de gallos
no falta su migaja de estética, y ello se concibe con sólo recordar al
gallardísimo animal, como modelado plásticamente para el alarde y el combate.
El aspecto armado y soberbio; la reluciente pluma; el ojo centelleante; la cola
que se alza en arco pomposo; la pata todo nervio con que dar empuje al espolón,
y en la altanera cabeza la roja insignia heráldica, vuelta más roja por la ira:
todo esto compone un admirable conjunto, al que la actividad del combate
agrega, en actitudes, ímpetus y acometimientos, un arte gladiatorio capaz de
interesar a la mirada que atesora belleza. Cuando Temístocles, en víspera de la
batalla, quiere excitar la bravura de la juventud, en aquel mundo donde el
sentido de la belleza plástica no se apartó jamás de ninguna manera de
pensamiento o acción, la imagen que pone ante sus ojos es la del gallo de
pelea, apercibido y vibrante.
En cambio, este
abominable rat-pick no se ilumina con
el más tenue rayo de gracia o hermosura. En tanto bajo espectáculo, todo es
feo, todo es desagradable, todo es ruin. Fea es la víctima, feo el victimario,
feo el aspecto de la lucha, o más exactamente, de la caza. Y la inferioridad
estética no está compensada por ninguna ventaja de orden moral. En las lidias
de toros no es posible negar que la barbarie tiene cierta atenuación de
nobleza, que consiste en la exposición que el hombre hace de su vida.
Cualesquiera que sean la vulgaridad y el insufrible amaneramiento del lidiador
de toros, considerado fuera de la arena, como arquetipo chulesco, como modelo que polariza, con sugestiones de
gustos y costumbres, la admiración popular, es indudable que el desafío oficioso
del peligro, la voluntaria vecindad con la muerte, reflejan sobre él alguna luz
de simpatía, cierto prestigio marcial, cierta elegancia heroica, que en
antiguos tiempos tentó a que se probasen en el hoy plebeyo ejercicio los brazos
más capaces de sublimes empresas, desde Rodrigo de Vivar, si hemos de creer a
la fama, hasta el propio César Carlos V. Y con un poco de imaginación, cabe
percibir en el arte del toreo un valor significativo o representativo de se
triunfo de la destreza humana sobre la fuerza bestial, que inspira, cuando el
despertar de las energías y potencias del hombre, las leyendas de las victorias
de Herakles sobre el jabalí de Erimanto y el león de Nemea. En las riñas de
gallos el hombre es pasivo espectador, sanguinario a mansalva, y esto contribuye
a envilecerlas; pero, cuando menos, la competencia se entabla allí entre
fuerzas proporcionadas por naturaleza y por ley de juego. Al apolón se opone el
espolón; al pico, el pico; y el mismo interés venal del deporte interviene para
que, antes de la riña, se comparen cuidadosamente las fuerzas de los
combatientes y se depure, en lo posible, la decisiva superioridad de mérito o
fortuna.
Pero en la lucha entre
los dientes ratoniles y la mandíbula del fox-terrier,
la víctima está indicada de antemano. Es la inmolación del débil por el
fuerte; del condenado, por el verdugo; es decir: lo más antipático que cabe
como objetivo del sentido moral. Y quien arguya que en este caso el débil es
una alimaña repulsiva y dañosa, demostrará no darse cuenta del carácter de la inmoralidad,
la cual procede, no del exterminio en sí mismo, que puede ser necesario o útil,
sino del exterminio abstraído de la utilidad y convertido en juego; de la
indignidad del goce que se obtiene en la contemplación del exterminio. Aun
ateniéndonos a la pura consideración con que nos autorizamos a tildar de
repulsiva a la rata, más repulsivo y de perverso gusto es el espectáculo de su
sacrificio. Por lo demás, en esto de distribuir repugnancias y reprobaciones
entre los seres que tripulan, junto con nuestra aristocrática especie, la nave
del mundo, ha de andarse con tiento. La víbora, que nos repugna, era el animal
mimado de Goethe; el escarabajo pelotero tuvo en Egipto admiradores; las orejas
del asno fueron, durante siglos, en Oriente, el venerando emblema de la
sabiduría…
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