7/6/17

ESCRITOS DE HORACIO QUIROGA



TRIGESIMOPRIMERA ENTREGA



La inmoralidad de “La Garçonne” (*) (2)



Los hombres, piensa la heroína, han impuesto las leyes morales en provecho particular suyo. Por su parte, ella se considera un hombre en punto a independencia. No pudo  obtener de ellos su femenina felicidad cuando aun era tiempo; irá ahora a conquistársela a ellos mismos. Conviértese así en un muchacho, sin límites en el usufructo de su libertad. Usa y abusa de los placeres en toda forma y bajo todos sus aspectos. Llega a pulsar con sus manos, indiferentemente femeninas o masculinas, las siete cuerdas del pecado. Pero cuando está a punto de perder en las náuseas del opio sus últimas ilusiones que su libre vida de varón le ha negado, sarcásticamente, halla por fin un “hombre”, un simple hombre de buena fe, cuyos brazos reencuentran, solamente entenebrecida en aquel pingajo humano, la frescura de la muchacha de antaño.


Nada más sobre el argumento. Veamos ahora el asunto de obscenidad, culpa exclusiva de La Garçonne ante el Consejo de la Legión de Honor.


Ciertamente la novela posee algunas escenas crudísimas, airosamente salvadas por el arte del escritor, pero crudas de buena fe. Nada cabría en su descargo, si dichos cuadros no tuvieran otra finalidad que su simple exhibición. Pero muy otra cosa es lo que busca el autor con esas puntas de fuego, las mismas a que recurrieron y han recurrido todos los pintores de sociedades de decadencia -Juvenal, Voltaire, Zola-, para no citar sino tres nombres. No se corre a los mercaderes del templo con florecillas.


En arte -no en devocionarios, claro está- la pretendida obscenidad de La Garçonne es cosa vieja. Probablemente su lectura no es recomendable a las damas que aun no la han leído, pues contadas veces los moralistas exasperados han escrito para solaz del bello sexo.


La literatura actual -nadie lo ignora tampoco-, está ahíta de libros exclusivamente pornográficos que parecen no haber alcanzado la felicidad de indignar a Supremo Consejo alguno. ¿Por qué, pues, este ensañamiento con una novela altamente moral, cuyas páginas no son otra cosa, como lo hemos dicho, que el relato de una desesperada lucha por hallar en una libertad absoluta, la claridad de vida que no encuentra en sus cortas polleras?


He aquí la razón: lo que las finanzas y la industria gobernantes no perdonan al novelista, lo dice este mismo: es el “haber pintado las costumbres de las altas clases tales como son, y el haber denunciado al día siguiente de la guerra, en Au bord du Gouffre, a los responsables de los primeros desastres”.



En efecto, no hay otros motivos. Y debió pasar ratos amargos el consejo antes de encontrar un pretexto plausible pata vengarse de aquel libre escritor. No pesó la literatura un adarme en el ánimo de los delegados del gobierno; lo que se castigó fue la denuncia del nuevo estado social creado en los países que sufrieron directamente la guerra, por sus impulsores y sus usufructuantes, desde el almacenero del frente que ante su cajón repleto oraba con su mujer todas las noches para que la guerra no concluyera, hasta el financista hinchado de millones, que ahora sus hijas liquidan en insolentes kermeses pro-mutilados, con sus profesores sudamericanos de baile, entre dos quebradas de tango a la cocaína y de shimmys al jazz band.

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