ESCRITOS
DE HORACIO QUIROGA
TRIGESIMOPRIMERA
ENTREGA
La inmoralidad de “La Garçonne” (*)
(2)
Los
hombres, piensa la heroína, han impuesto las leyes morales en provecho
particular suyo. Por su parte, ella se considera un hombre en punto a
independencia. No pudo obtener de ellos
su femenina felicidad cuando aun era tiempo; irá ahora a conquistársela a ellos
mismos. Conviértese así en un muchacho, sin límites en el usufructo de su libertad.
Usa y abusa de los placeres en toda forma y bajo todos sus aspectos. Llega a
pulsar con sus manos, indiferentemente femeninas o masculinas, las siete
cuerdas del pecado. Pero cuando está a punto de perder en las náuseas del opio
sus últimas ilusiones que su libre vida de varón le ha negado, sarcásticamente,
halla por fin un “hombre”, un simple hombre de buena fe, cuyos brazos
reencuentran, solamente entenebrecida en aquel pingajo humano, la frescura de
la muchacha de antaño.
Nada
más sobre el argumento. Veamos ahora el asunto de obscenidad, culpa exclusiva
de La Garçonne ante el Consejo de la
Legión de Honor.
Ciertamente
la novela posee algunas escenas crudísimas, airosamente salvadas por el arte
del escritor, pero crudas de buena fe. Nada cabría en su descargo, si dichos
cuadros no tuvieran otra finalidad que su simple exhibición. Pero muy otra cosa
es lo que busca el autor con esas puntas de fuego, las mismas a que recurrieron
y han recurrido todos los pintores de sociedades de decadencia -Juvenal,
Voltaire, Zola-, para no citar sino tres nombres. No se corre a los mercaderes
del templo con florecillas.
En
arte -no en devocionarios, claro está- la pretendida obscenidad de La Garçonne es cosa vieja. Probablemente
su lectura no es recomendable a las damas que aun no la han leído, pues
contadas veces los moralistas exasperados han escrito para solaz del bello
sexo.
La
literatura actual -nadie lo ignora tampoco-, está ahíta de libros exclusivamente
pornográficos que parecen no haber alcanzado la felicidad de indignar a Supremo
Consejo alguno. ¿Por qué, pues, este ensañamiento con una novela altamente
moral, cuyas páginas no son otra cosa, como lo hemos dicho, que el relato de
una desesperada lucha por hallar en una libertad absoluta, la claridad de vida
que no encuentra en sus cortas polleras?
He
aquí la razón: lo que las finanzas y la industria gobernantes no perdonan al
novelista, lo dice este mismo: es el “haber pintado las costumbres de las altas
clases tales como son, y el haber denunciado al día siguiente de la guerra, en Au bord du Gouffre, a los responsables
de los primeros desastres”.
En
efecto, no hay otros motivos. Y debió pasar ratos amargos el consejo antes de
encontrar un pretexto plausible pata vengarse de aquel libre escritor. No pesó
la literatura un adarme en el ánimo de los delegados del gobierno; lo que se
castigó fue la denuncia del nuevo estado social creado en los países que
sufrieron directamente la guerra, por sus impulsores y sus usufructuantes,
desde el almacenero del frente que ante su cajón repleto oraba con su mujer
todas las noches para que la guerra no concluyera, hasta el financista hinchado
de millones, que ahora sus hijas liquidan en insolentes kermeses pro-mutilados,
con sus profesores sudamericanos de baile, entre dos quebradas de tango a la
cocaína y de shimmys al jazz band.
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