LA
CARRETA
Prólogo
de Wilfredo Penco
Montevideo
2004
CUADRAGESIMOPRIMERA ENTREGA
XI
(1)
Cándido, el loco de
Paso de las Piedras, suele salir al encuentro de los forasteros. Descamisado,
sucio y en patas, responde invariablemente a todo aquel que le dirige la
palabra:
-El lau flaco, ¿sabe?
El lau flaco.
Muy pocos procuran
explicarse las razones que mueven a hablar en forma incoherente a Cándido, el
loco descamisado. Sólo les entretiene el hacerle tragar piedras redondas por
una copa de “caxassa brasileira”… Se agacha, elige las piedras, se las echa a
la boca una tras otra, hace unas muecas, pestañea y su garganta deja pasar, una
por una, las piedras redondas… Sonríe después, comprendiendo que ha hecho una
gracia, y reclama la prometida copa de caña.
Mientras la bebe -por
lo general de un sorbo- se golpea con la otra mano la boca del estómago. Quince
o veinte piedras recién llegan a afectar su estómago, y es cuando el loco cree
que ha hecho una cosa seria.
Suelen preguntarle los
viajeros:
-Che, Cándido, loco
sucio; ¿está abierta la tranquera para ir a la balsa?... -O, muy
frecuentemente-: ¿No sabés si andan por aquí las quitanderas?
El loco, que camina
agachado, mirando el suelo, al parecer eligiendo piedras para su colección
responde:
-El lau flaco,
¿sabe?...
Esas son las únicas
palabras desde hace mucho tiempo.
Cándido parece buscar
algo.
-¿Qué perdiste,
Cándido?
-¡El lau flaco!, ¿sabe?
-Bueno, voy a
preguntarle otra cosa: ¿Tienes hambre, Cándido?
-¡El lau flaco, el lau
flaco!... ¿Sabe?
Si se lo observa, impresionan
sus nublados ojos que más bien miran para adentro.
Pero aparece de pronto
un nuevo personaje.
Se trata de un curioso
holgazán conocido y apreciado por las quitanderas, mezcla de vagabundo y
payador.
Lo llaman “el cuentero”.
Es un tipo apuesto, fuerte, bien formado. Usa melena. Tiene una voz firme y de
timbre sonoro. Al momento de entrar en el rancho, se forma una rueda de
curiosos que celebra las gracias del habilísimo sujeto. Narra anécdotas, cuenta
historias, habla de aventuras picarescas y, entre sorbo y sorbo, entretiene a
los parroquianos, sin que decaiga un solo momento la atención de los
circunstantes. Jamás comete la indiscreción de hablar en primera persona -y atribuirse
así alguno de los “casos”-. Mañoso y despierto vagabundo, vividor de sobrados
recursos.
Aquel auditorio festeja
los cuentos, porque no significa ningún orgullo para el que los dice. Ellos no
podrían tolerar la manifiesta superioridad del cuentero.
Es grande el dominio
suyo en el auditorio. Maneja los ocultos resortes de la risa y la sorpresa, del
espanto y de la duda. Siempre sabe a qué altura del cuento arrancará una
carcajada y cuándo hará abrir la boca a
sus oyentes.
Pero llega la noche y
comienza a garuar.
En la vieja carpa de
las quitanderas entró, casi al mismo tiempo que Cándido, un desconocido.
Es el recién llegado un
tropero, de fina figura, moreno, nariz correctamente perfilada, ojos pequeños y
recios, ademanes nerviosos, pero sin desperdicio, como si a cada movimiento de
sus manos tirase certeras puñaladas a un enemigo invisible.
Su figura esbelta se
destaca en el grupo. A la hora de la comida cesa de llover. En el fogón, “el
cuentero” continúa sus historias de las últimas patriadas revolucionarias, como
si estuviese pagado expresamente para entretener. Consiguió dominar a todos con
sus chispeantes narraciones.
-¡Salí, loco’e
porquería! -grita uno de los oyentes, dándole un recio empellón a Cándido.
Este se limita a contestar:
-El lau flaco… el lau
flaco… ¿sabe?
-¡Qué flaco ni qué ocho
cuartos! -grita nuevamente el hombre-. ¡Salí de aquí!
La voz ronca del “cuentero”
comienza la historia de “un caso’e ráirse”:
-Cuando el hombre dentró
por la ventana, la vieja en camisa empezó a gritar…
El forastero no ha
sonreído ni una sola vez. Una dura rigidez sostiene los músculos de su rostro.
Su actitud es la nota discordante en el ambiente.
Cuando “el cuentero”
termina su relato, uno de los oyentes sale afuera, arqueado por la risa. Junto
con él, a mojarse con la lluvia torrencial, una bandada de carcajadas como
pájaros en libertad.
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