LOS
CANTOS DE MALDOROR
CIENTODECIMOSEXTA ENTREGA
(Barral Editores / Barcelona 1970)
CANTO QUINTO
2 (1)
Veía ante mí una cosa
erguida sobre un cerro. No distinguía claramente su cabeza, pero, con
todo, adivinaba que su forma no era
común, sin precisar no obstante la disposición exacta de sus contornos. No me
atrevía a acercarme a esa columna inmóvil, y aun cuando hubiera tenido a mi
disposición las patas ambulatorias de más de tres mil cangrejos (ni siquiera
menciono las que sirven para la aprehensión de los alimentos y para la
masticación) habría permanecido en el mismo sitio, si un incidente,
insignificante en sí, no hubiese exigido un considerable tributo de mi
curiosidad, que reventaba sus diques. Un escarabajo que hacía rodar por el
suelo con sus mandíbulas y antenas una bola, compuesta principalmente de
elementos excrementicios, avanzaba a paso rápido hacia el mencionado cerro,
procurando hacer ostensible el propósito que lo animaba de tomar aquella
dirección. ¡Aquel animal articulado no excedía en mucho el tamaño de una vaca!
Si alguien duda de lo que digo que se me presente, y dejaré satisfecho al más
incrédulo con la declaración de excelentes testigos. Lo seguí de lejos,
manifiestamente intrigado. ¿Qué pensaba hacer con aquella voluminosa bola
negra? ¡Oh lector! Tú que te vanaglorias permanentemente de tu perspicacia (y
no sin razón), ¿serías capaz de decírmelo? Pero no quiero someter a ruda prueba
tu conocida pasión por los enigmas. Confórmate con saber que el castigo menos
severo que pueda infligirte es hacerte comprender nuevamente que ese misterio
no te será revelado (te será revelado) sino más tarde, al final de tu vida,
cuando entables discusiones filosóficas con la agonía al borde de tu cabecera…
y hasta puede ser que al final de esta estrofa. El escarabajo había llegado al
pie del cerro. Ajusté mi paso a sus huellas, y todavía me encontraba a gran
distancia del lugar de la escena; pues así como los estercorarios, aves
inquietas como si estuviesen siempre hambrientas, se encuentran a gusto en los
mares que bañan los dos polos, y no penetran sino accidentalmente en las zonas
templadas, de igual modo yo no me sentía tranquilo y avanzaba mis piernas con
gran lentitud. ¿Pero hacia qué sustancia corporal yo avanzaba? Sabía que la
familia de los pelícanos comprende cuatro géneros diferentes: el pájaro bobo,
el pelícano, el cormorán, y la fragata. La forma grisácea que se encontraba
ante mí, no era un pájaro bobo. El bloque plástico que yo distinguía no era una
fragata. La carne cristalizada que yo observaba no era un cormorán. ¡Ahora lo
veía al hombre con encéfalo carente de protuberancia anular! Escudriñaba de un
modo confuso en los repliegues de mi memoria, buscando en qué comarca tórrida o
glacial había visto yo ese pico larguísimo, ancho, convexo, abovedado, de
arista saliente, ungular, abultado y muy ganchudo en su extremidad; esos bordes
dentados, rectilíneos, esa quijada inferior de ramas divergentes hasta la
proximidad de la punta; ese vacío relleno de una piel membranosa; esa amplia
bolsa amarilla y sacciforme que ocupa totalmente el cuello, y que podría
dilatarse desmesuradamente; y esos orificios nasales muy angostos,
longitudinales, casi imperceptibles, abiertos en un surco basal. Si aquel ser
vivo de simple respiración pulmonar, de cuerpo guarnecido de pelos, hubiera
sido un ave completa hasta la punta de los pies, y no sólo hasta los hombros,
no habría tenido tanta dificultad en reconocerlo: cosa más bien fácil de hacer
como comprobaréis vosotros mismos. Sólo que por esta vez me eximo; para la
claridad de mi demostración, necesitaría que una de esas aves estuviera sobre
mi mesa de trabajo, aunque fuera disecada. Pero no soy lo bastante rico para
procurármela. Siguiendo paso a paso una hipótesis previa habría señalado en
primer término su verdadera naturaleza, y luego, habría descubierto un sitio,
en los cuadros de la historia natural, a aquel a quien admiraba la nobleza de
su aspecto enfermizo. ¡Con qué satisfacción de no ser totalmente ignorante de
los secretos de su doble organismo, y con qué avidez por saber aun más, lo
contemplaba yo en su persistente metamorfosis! ¡Aun sin poseer un rostro
humano, me parecía tan bello como los dos largos filamentos tentaculiformes de
un insecto, o mejor, como la ley de reconstrucción de los órganos mutilados, y,
sobre todo, como un líquido eminentemente putrescible! Pero sin prestar ninguna
atención a lo que pasaba a su alrededor, el extranjero miraba siempre ante sí,
con su cabeza de pelícano. Otro día retomaré el final de esta historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario