FERMÍN HONTOU
OMBÚ, LAS CUATRO LETRAS DEL DIBUJO
por Matías Castro
(Revista Dossier /
5-10-2017)
Hace
aproximadamente un año, Femín Hontou (Ombú) se encontró con uno de sus dibujos
más famosos un domingo de mañana, cuando el dibujante fue a pasear por la feria
de Tristán Narvaja junto a su pareja. Entre los puestos de frutas y verduras,
especias, videojuegos pirateados, libros de segunda mano, gallinas, conejos y
mascotas, estaba uno que vendía remeras con estampas de figuras de la música.
Entre todas las remeras, ilustradas con fotos de Bob Marley, John Lennon y Jimi
Hendrix, una llevaba su célebre caricatura de Eduardo Mateo.
-¿Cuánto cuesta
esta remera? -le preguntó al vendedor mientras su ira iba en ascenso.
-400 pesos -contestó
el desprevenido comerciante.
-¿Y de dónde
sacaron el dibujo de Mateo?
-La hija del
dibujante nos dio permiso.
-Mirá… Porque
resulta que el dibujante soy yo.
Ombú no pudo evitar
levantar el tono de voz.
-Además de que no
me pidieron permiso, ¡le borraron mi firma!
-Pero… –intentó
argumentar el vendedor.
-Te voy a decir una
cosa -el enojo de Ombú se escuchaba a varios metros de distancia-. Mateo llegó
a vivir como un paria por la calle y como ya se murió no tiene forma de
defenderse. Pero yo no.
La pareja de Ombú
trataba de aplacar los ánimos, porque el tono seguía en ascenso. Sin embargo,
él sabía hasta dónde quería ir con su argumento.
-Hacé lo que
quieras con la remera! -remató-. Pero por lo menos dejale mi firma.
Y así se cerró la
discusión.
Pocos días después,
Ombú estaba en el Centro haciendo gestiones y se encontró con su hija, Cecilia.
Iba acompañada por algunos amigos. Uno de ellos había llegado desde Argentina.
Se presentaron, hablaron un poco y Ombú vio que el argentino tenía un tatuaje
en el brazo. Era su dibujo de Mateo, el mismo de la remera en Tristán Narvaja.
Al menos, esta
reproducción llevaba su firma
.
Tiempo después, descubrió que el colectivo de músicos Mateo x 6 usaba su caricatura como imagen de perfil en Facebook. También le había eliminado la firma. Se lo reclamó y lo corrigieron.
Tiempo después, descubrió que el colectivo de músicos Mateo x 6 usaba su caricatura como imagen de perfil en Facebook. También le había eliminado la firma. Se lo reclamó y lo corrigieron.
Si en Uruguay un
dibujante quiere convertir su arte en su medio de vida, tiene pocas chances de
defender su obra y comercializarla. Los espacios en la prensa se han reducido
con el paso de las décadas hasta que en la actualidad son probablemente menos
de cinco los dibujantes que publican regularmente y viven de ello. Entre estos,
Ombú y Arotxa son los únicos que tienen una larga carrera, a medio camino entre
la caricatura editorial y las artes plásticas. A pesar de esto, no tienen forma
de controlar el uso de su obra.
Más allá de
posibles ilícitos por la reproducción, las anécdotas sobre su dibujo de Mateo
hablan de que, sin buscarlo, creó una imagen que lo trascendió, como si fuera
un sello que se estampa mil veces con independencia de quien lo diseñó.
“No me calentó tanto
que vendiera las remeras -dice Ombú-, pero sí que les borrara la firma. No es
que sea vital, pero para un dibujante, un dibujo va con la firma. Lo lindo es
que apareció la camiseta. Yo me acuerdo de las calaveras de José Guadalupe Posada,
que era un gran grabador. Diego Rivera decía que Posada iba a llegar a ser tan
popular que nadie sabría su nombre. Cuando una obra de arte pega de una manera
especial en la gente, el autor pasa a un segundo plano. Acá a veces uno se
calienta porque lo ve en la chiquita, pero también lo podés ver desde el lado
del reconocimiento a Mateo”.
La firma del
dibujante y caricaturista es más que una cuestión de ego: implica
responsabilidad sobre lo que se expresa. No en vano el espacio semanal que Ombú
tiene en Brecha se llama ‘El Hojo de Ombú’, y en cada número de El País
Cultural una de sus caricaturas ilustra alguna nota destacada sobre un
personaje importante. Porque, en definitiva, lo que hace que un caricaturista
sea reconocido como dibujante editorial y artista gráfico no es su capacidad
para exagerar rasgos, sino las ideas que expresa y su capacidad plástica para
hacerlo. La firma, entonces, es la expresión pública de que el artista se hace
cargo de lo que expresó en su dibujo. Gracias a sus ideas y sus virtudes
plásticas, Ombú trascendió medios sin romper con sus propias convicciones
éticas ni transar con las tentaciones del mercado del arte de galerías.
Inesperadamente,
todo esto que se dice con tanta pompa empezó hace muchas décadas gracias a una
estación de servicio.
Historia de
familias
Fermín Hontou nació
en Montevideo en 1956. Su madre era dibujante. Su padre era vendedor de nafta y
trabajaba para la Shell, visitando clientes por todo el país, hasta que recibió
una oferta para formar una sociedad y establecer una estación de servicio en
Melo. Por eso Ombú cursó algunos años de escuela allí y descubrió dos cosas: la
gente del medio rural y los cuadros del dibujante y pintor argentino Florencio
Molina Campos. Con toques humorísticos y deformaciones caricaturescas, los
cuadros de Molina retrataban escenas de la Pampa argentina que al pequeño Ombú
(quien todavía era Fermín para todos) se le hacían sorpresivamente familiares.
“Miraba esos cuadros y después a la gente en Melo y era casi como estar frente
a lo mismo”, recuerda entre risas.
Ese fue su primer
acercamiento al mundo de la plástica y la caricatura profesional; también a su
potencial para reflejar una realidad procesada en la mente de un artista. Y
aunque no lo sabía entonces, Molina Campos era un ejemplo de cómo se podía
cruzar desde el mundo de la alta cultura al del entretenimiento y el arte
popular: por un lado, su obra fue comparada con la de Ricardo Güiraldes; por el
otro, había asesorado en persona a Walt Disney para varias de sus películas.
A los nueve años,
Hontou volvió a Montevideo con su familia y con la semilla del amor por el
dibujo. En la década de 1970 se dedicó a estudiar dibujo, pintura y artes
visuales, con referentes como los artistas Esteban Garino, Pepe Montes, Julio
Alpuy y Guillermo Fernández.
Con Garino estudió
en la Continental Schools, una institución de origen estadounidense que aún
sigue activa en Uruguay, conocida por sus rigurosos métodos de enseñanza. Los
cursos por correspondencia funcionaban muy bien. “La Continental en ese
entonces tenía una publicidad que prometía éxito y riquezas con un dibujo que
mostraba al dibujante en una piscina con mujeres. El método que usaban
consistía básicamente en copiar dibujos”, recuerda en el living de su pequeño
apartamento en la Ciudad Vieja.
Las paredes del living exhiben muchísimos dibujos de todas las etapas de su
carrera; también hay en los pasillos, ya encuadrados, sobre la mesa y
archivados dentro de los muebles. El cuarto de visitantes también acumula
dibujos, como si Ombú viviera dentro de su obra. En esos pocos metros cuadrados
se acomodan más de cuarenta y cinco años de vida entre papeles. En el living,
en un lugar muy visible, hay dos retratos suyos firmados por otros: uno hecho
por su madre a lápiz, el otro pintado por Pepe Montes. Aquellos primeros años
de formación y acercamiento al dibujo siguen presentes en medio de esa galería
de su memoria artística.
“Cada generación
tiene sus ídolos. A mis viejos, que eran gente de izquierda, no les gustaban
tanto The Beatles”, dice. Cuenta que sus alumnos de dibujo se impresionaron
poco cuando les mostró la película El
submarino amarillo (George Dunning, Al Brodax, Robert Balser, Jack Stokes,
1968). “Creo que lo que falta es que las generaciones más jóvenes tengan
curiosidad por las más viejas. Mis maestros me contagiaban el interés por
maestros o figuras anteriores”.
En los primeros
años de formación durante su adolescencia, apareció su nombre artístico casi
por casualidad. Un compañero del liceo lo apodó Jazmín Ombú, sólo por hacer un
juego fonético. La flor desapareció con el tiempo y quedaron las cuatro letras
del árbol, sencillas de recordar, fáciles de estampar en un dibujo como si
fuera un sello, y también indisolublemente ligadas al paisaje uruguayo. Esas
cuatro letras demorarían todavía más de una década en ser popularmente
asociadas a sus dibujos.
Durante los setenta
descubrió a Julio E. Suárez, más conocido como Peloduro, maestro de la
caricatura y el humor en la prensa uruguaya. Había muerto en 1965 y el tiempo
de oro de su obra había transcurrido aun antes. En su gran habilidad e ingenio
para manejar el lenguaje escrito y a la vez la ilustración y la historieta,
descubrió el potencial de cruzar esos elementos para llegar al gran público por
medio de la prensa.
Sus primeros años
de trabajo profesional se sucedieron entre la publicidad, con la que ganaba
bastante dinero, y la prensa, donde no se pagaba tanto. En 1982 el editor
Antonio Dabezies formó un equipo para lanzar la revista de humor El Dedo. Una de las tareas que le
tocaron a Ombú fue diseñar una suerte de mascota, un dedo con pies y
alpargatas, para lo que aceptó recibir un porcentaje de la ganancia por las
ventas. La revista empezó con un tiraje discreto para la época de tres mil
ejemplares y llegó a vender cuarenta y tres mil cuando cerró, en el séptimo número.
El arreglo resultó ser un golazo inesperado.
Con ese dinero
viajó a México junto a su pareja, para probar suerte. Apenas llegaron, él
golpeó las puertas de varias publicaciones, hasta que salió su primer dibujo en
el suplemento dominical del diario Unomásuno.
Al día siguiente lo llamaron de agencias de publicidad y de la revista de una
aerolínea con ofertas de trabajo. “Estuve sólo tres años en México, que fueron
muy provechosos. Me dieron laburo, conocí grandes dibujantes. Y en lo económico
fue muy importante, porque ganaba más guita que ahora. Y no me quejo, porque he
tenido suerte”.
Volvió a Uruguay en
enero de 1985 y recién al año siguiente empezó a firmar regularmente sus
dibujos como Ombú. En adelante fue conocido por ese seudónimo. Trabajó primero
en el desaparecido semanario Jaque,
también en la revista Guambia, que
continuaba la línea de El Dedo con
mucho éxito, y luego en Brecha. “Me
gustaba laburar en esto, pero me torturaba demasiado haciéndolo”, cuenta. Le
dedicaba días enteros a cada dibujo, casi sin descanso, preocupado por pulir
cada uno hasta la perfección.
Por esos años
nacieron sus dos hijos mayores: Miguel, que tiene 31 años, vive en México y
trabaja como fotógrafo en cine y audiovisual en general; y Cecilia, que tiene
28 años y es psicóloga. El tercero, Augusto, nació en 1997 y estudia
arquitectura como Ombú alguna vez lo hizo.
El credo del dibujo
Cuando nació
Augusto, Ombú ya había pasado por una experiencia que le dio una nueva
dimensión a su forma de trabajar y percibir lo que hacía. Había viajado a
Italia en 1994 gracias a una beca para estudiar grabado. Lo aprendido en ese
taller, sumado a lo que vio de primera mano al recorrer bastiones de la
historia del arte, como la Capilla Sixtina, le permitió replantearse su modo de
trabajo y afirmarse en lo que buscaba.
Por un lado, el estrés y la presión que ejercía sobre sí mismo para cada dibujo
empezaron a desaparecer. Por el otro se dio cuenta de que, más allá de que
había hecho historietas como la recordada ‘El Manicero’, la caricatura e
ilustración seguirían siendo su foco. “La imagen fija tiene su poder porque te
permite concentrarte cuando mirás, y apreciás el cuadro de una forma distinta
de la atención que ponés a lo que se mueve. Pensá en cómo es apreciar un Brueghel,
por ejemplo”.
Y además, iba a
seguir trabajando en un medio popular, sin coquetear con los circuitos de arte
que prometían más dinero. “Yo sigo haciendo dibujo y caricatura porque creo en
eso, porque lo ve mucha gente. Sé que con la pintura tal vez podría hacer más
plata, pero esto es lo que me interesa”.
Cuando Ombú habla
es capaz de cruzar las referencias más variadas a todas las artes: desde la
literatura, hasta la música, la historieta, la pintura y el cine. Jean-Luc
Godard, Jorge Luis Borges, Frank Miller, José Muñoz, Fernando Cabrera e
infinidad de otras figuras atraviesan su discurso del mismo modo en que lo
hacen con su obra, sin ínfulas intelectuales e incluso con respeto por el
interlocutor.
“La historia del
audiovisual se complejiza. Por eso importa la conceptualización y no sólo lo
que se hace con las manos”, dice, y se refiere a la serie Los desastres de la guerra como una posible prehistorieta. “[Pablo]
Picasso se nutrió de otros, pero dejó una obra tan vasta que excede a un simple
pintor. Hasta hizo lo que se llamarían historietas, no clásicas pero secuencias
al fin. Es que los lenguajes no están cerrados”.
Con esa misma
capacidad para cruzar universos artísticos se asoció con su amigo Tunda Prada
para fundar en 1996 un taller de caricaturas e historietas que marcó un punto
de inflexión en la historia de estas dos disciplinas en Uruguay. Enseñaban
sobre proporción áurea, exhibían películas de animación de vanguardia y también
invitaban a profesionales como el fallecido Eduardo Barreto. Allí se formaron
la mayoría de los autores reconocidos de la actualidad, como el historietista
Matías Bergara, el animador Alejo Schettini, el humorista gráfico Troche, el
ilustrador Federico Murro y muchos otros.
Sin embargo, la
generación de humoristas gráficos a la que perteneció Ombú con todos sus
colegas de El Dedo y Guambia no tuvo un recambio, salvo por
unas poquísimas excepciones. “Si no hay una continuidad de dibujantes es en
parte por lo que se llama mainstream, o lo que la gente quiere hacer”, opina.
“Hay grandes talentos que se dedican a una sola cosa, trabajando para [las
editoriales estadounidenses de historietas] Dark
Horse o Marvel. Está bien, te dan
de comer. Y lo digo con respeto por Eduardo Barreto, del que fui amigo. Porque
lo difícil es no hacer algo obvio, dar una mirada desde donde estás. Mirá los
dibujos de [el historietista argentino] Mandrafina; él dibuja cosas que nacen
de su cabeza. La macana de lo del trabajo para el exterior, por lo que veo, es
que a veces se exige un estilo impersonal”.
El timbre de Lennon
En los últimos dos
años Ombú tuvo oportunidad de repasar su carrera y pasar raya a su trabajo de
dos modos distintos. Por un lado, editó el libro Me Río de la Plata, en el que recopila una gran variedad de caricaturas
de artistas de ambas orillas del río, hechas en distintas épocas. El libro,
además, ofició de catálogo para una muestra de exposiciones de originales. En
su prólogo expresa que tras toda una vida de ver artistas de ambos países
cruzando el charco, sentía que terminaban por ser igualmente cercanos a las dos
orillas; así, Alfredo Zitarrosa era tan nuestro como suyo, del mismo modo que
Atahualpa Yupanqui. Más recientemente, dio otro paso para revisar su carrera
cuando instaló una exposición llamada De
la grey que aspira a ser oscura, en la que reunió ilustraciones eróticas de
muchas épocas. Nació de una galería de imágenes que publicó en Facebook y que,
gracias a la asistencia de la poetisa y gestora Isabel de la Fuente,
comercializó a precios razonables, bajo sus criterios y lejos de la
especulación de los marchands del arte.
“Las exposiciones
me sirven para ver lo que hago. Porque guardo cosas muy viejas y casi nunca
tiro nada. Me sirve rescatar obras viejas para buscar ideas nuevas. A veces las
cosas que al principio te parecen una mierda decantan, pero con los años
rescatás algo”.
Sobre su mesa de
trabajo, precisamente, tiene dos dibujos de Fernando Cabrera. Los empezó a
trabajar para regalárselos al músico, amigo suyo desde hace años, quien se mostró
disconforme con una caricatura que le había hecho para un afiche. En este caso
la revisión de un trabajo suyo nació por su amigo, pero él accedió a reverlo.
Ensaya los dibujos de a poco y los deja descansar tanto como sea necesario, sin
presiones.
De un modo muy parecido trabaja sus obras para Brecha y El País Cultural,
donde tiene plazos semanales y mensuales de entrega, respetivamente. “El
dibujante también conceptualiza. Un dibujante tiene que nutrirse de todas las
cosas, porque si no tiene inquietudes, no va a lograr nada. La técnica es
importante. Por otro lado, defiendo el papel, por la mano, por el error en el
papel, la gota de tinta que se te cae; eso es importante”.
Y es verdad, porque
después de un par de horas en su apartamento, uno se da cuenta de que no hay
computadora. Sólo papeles, libros y un celular con conexión a internet. Tuvo
dos computadoras, pero tras un robo reafirmó su idea de que el trabajo digital
no era lo suyo, y hasta ahora no se arrepiente. Después de todo, empezó del mismo
modo e hizo una carrera con pluma, papel, tinta china y acuarelas.
“El estilo no se
busca, es la suma de los errores que uno tiene y de lo que aprendió”,
reflexiona. “No busco ser reconocido, porque si mirás vas a ver cosas distintas
en cada dibujo aunque haya una línea. Creo que sos lo que podés ser, y si no
tenés el timbre de voz de John Lennon, no podés ser Lennon”.
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