7/7/17

LOS CANTOS DE MALDOROR            

CIENTODECIMOCTAVA ENTREGA

(Barral Editores / Barcelona 1970)



CANTO QUINTO



2 (3)




Reanudó sus maniobras y se alejó, empujando la bola hacia adelante. Cuando estuvo lejos, el pelícano exclamó: “Esa mujer mediante su poder mágico me ha provisto una cabeza de palmípedo, y ha transformado a mi hermano en escarabajo; puede ser que merezca tratos todavía peores que los que termino de enumerar.” Y yo que no me sentía seguro de no estar soñando, al adivinar por lo que había oído, la naturaleza de las relaciones hostiles que reunían, por encima de mí, en un combate sanguinario, al buitre de los corderos y al gran duque de Virginia, eché atrás mi cabeza como una capucha a fin de permitir la soltura y elasticidad conveniente a la actividad de mis pulmones, y les grité dirigiendo mi vista hacia lo alto: “Cesad vosotros en vuestra discordia. Los dos tenéis razón, pues ella había prometido su amor a cada uno de vosotros; por lo tanto os ha engañado a ambos. Pero no sois los únicos. Además os arrebató vuestra forma humana, jugando cruelmente con vuestros más sagrados dolores. ¡Y vacilaríais en creerme! Por otra parte ella está muerta, y el escarabajo le ha hecho sufrir un castigo de rastro imborrable a pesar de la conmiseración del primer engañado.” Al oír estas palabras pusieron término a su querella, y ya no se arrancaron plumas ni trozos de carne: era razonable que obraran así. El gran duque de Virginia, bello como un recuerdo sobre la curva descrita por un perro al correr detrás de su amo, se introdujo en las grietas de un convento en ruinas. El buitre de los corderos, bello como la ley que detiene el desarrollo del pecho en los adultos, cuya propensión al crecimiento no es proporcional a la cantidad de moléculas que su organismo asimila, se perdió en las altas capas de la atmósfera. El pelícano cuyo generoso perdón me había impresionado grandemente por no encontrarlo natural, recobrando sobre el cerro la impasibilidad majestuosa de un faro, como para llamar la atención de los navegantes humanos con su ejemplo, y preservarlos del amor de las hechiceras sombrías, miraba siempre ante sí. El escarabajo, bello como el temblor de las manos en el alcoholismo, desaparecía en el horizonte. Cuatro existencias más que se podían tachar del libro de la vida. Me arranqué un músculo entero del brazo izquierdo, pues la emoción no me permitía saber lo que hacía ante aquel cuádruple infortunio. Y yo que creía que eran materias excrementicias. ¡Qué admirable estúpido soy!

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