LOS
CANTOS DE MALDOROR
CIENTODECIMOCTAVA ENTREGA
(Barral Editores / Barcelona 1970)
CANTO QUINTO
2 (3)
Reanudó sus maniobras y
se alejó, empujando la bola hacia adelante. Cuando estuvo lejos, el pelícano
exclamó: “Esa mujer mediante su poder mágico me ha provisto una cabeza de
palmípedo, y ha transformado a mi hermano en escarabajo; puede ser que merezca
tratos todavía peores que los que termino de enumerar.” Y yo que no me sentía
seguro de no estar soñando, al adivinar por lo que había oído, la naturaleza de
las relaciones hostiles que reunían, por encima de mí, en un combate
sanguinario, al buitre de los corderos y al gran duque de Virginia, eché atrás
mi cabeza como una capucha a fin de permitir la soltura y elasticidad
conveniente a la actividad de mis pulmones, y les grité dirigiendo mi vista
hacia lo alto: “Cesad vosotros en vuestra discordia. Los dos tenéis razón, pues
ella había prometido su amor a cada uno de vosotros; por lo tanto os ha
engañado a ambos. Pero no sois los únicos. Además os arrebató vuestra forma
humana, jugando cruelmente con vuestros más sagrados dolores. ¡Y vacilaríais en
creerme! Por otra parte ella está muerta, y el escarabajo le ha hecho sufrir un
castigo de rastro imborrable a pesar de la conmiseración del primer engañado.”
Al oír estas palabras pusieron término a su querella, y ya no se arrancaron
plumas ni trozos de carne: era razonable que obraran así. El gran duque de
Virginia, bello como un recuerdo sobre la curva descrita por un perro al correr
detrás de su amo, se introdujo en las grietas de un convento en ruinas. El
buitre de los corderos, bello como la ley que detiene el desarrollo del pecho
en los adultos, cuya propensión al crecimiento no es proporcional a la cantidad
de moléculas que su organismo asimila, se perdió en las altas capas de la
atmósfera. El pelícano cuyo generoso perdón me había impresionado grandemente
por no encontrarlo natural, recobrando sobre el cerro la impasibilidad
majestuosa de un faro, como para llamar la atención de los navegantes humanos
con su ejemplo, y preservarlos del amor de las hechiceras sombrías, miraba
siempre ante sí. El escarabajo, bello como el temblor de las manos en el
alcoholismo, desaparecía en el horizonte. Cuatro existencias más que se podían
tachar del libro de la vida. Me arranqué un músculo entero del brazo izquierdo,
pues la emoción no me permitía saber lo que hacía ante aquel cuádruple
infortunio. Y yo que creía que eran materias excrementicias. ¡Qué admirable
estúpido soy!
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