GUILLERMO
ENRIQUE HUDSON
LA
TIERRA PURPÚREA
CIENTODIECISIETEAVA ENTREGA
XXIX
/ DE VUELTA A BUENOS AIRES (3)
-¡La pregunta suya!
-exclamó-. Usté es un francés o alemán del otro lado del mar y no entiende de
estas cosas. ¿Habré cargao armas en el servicio de mi país cuarenta años pa no
conocer a un Peralta? Aquí en este mundo están conmigo; si me voy al otro, ay
también los encontraré y si no, los veré en el infierno: ¿pues cuándo en mi
perra vida he cargao yo al enemigo ande la lucha estaba más reñida, sin
encontrar ay a un Peralta antes de mí? Pero señor, yo hablo del pasao; pues
aura yo también soy como esos a quienes han dejao olvidao en el campo de
batalla… pa que se lo coman los zorros y caranchos. Ya no los encontrará
andando en el mundo; sólo ande se han apiñao los hombres con sable en mano,
hallará usté sus güesos. ¡Ay, amigo! -y aquí, abrumado por sus tristes
recuerdos, el viejo guerrero empinó otra vez la botella.
-Pero no es posible que
estén todos muertos -dije-, si como usted se ha imaginado, esa señorita que
viaja con nosotros es una Peralta.
-¿Cómo yo me he
imaginao? -repitió desdeñosamente. -¿No sabré yo, patroncito, lo que estoy
diciendo? Están tuitos muertos, le digo, muertos como el pasao, muertos como la
independencia y el honor oriental. ¿No tomaría yo parte en la batalla de Gil de
los Médanos con el último Peralta, como el mesmo Calisto, cuando recibió su
bautismo de sangre? ¡De quince años señor! Ese muchacho sólo tenía quince años
cuando galopió su pingo en medio de la pelea! Pues, señor, Calisto tenía el
corazón liviano, y el arrojo y la mano rápida de un Peralta pa dar sablazos. Y
después de la pelea, nuestro coronel Santa Coloma, a quien mataron el otro día
en San Pablo, abrazó al muchacho delante tuita la tropa. Está muerto, señor, y
con Calisto se acabó la familia Peralta.
-¿Entonces usted
conoció a Santa Coloma? -pregunté-. Pero usted está equivocado, amigo, pues no
lo mataron en San Pablo: ¡se escapó!
-Así dicen los…
inorantes -repuso-, pero yo le digo que está muerto, porque amaba a su país, y
tuitos los que amaban a su país están muertos. ¿Cómo podría haberse escapado
él?
-Pues yo le aseguro que
no está muerto -repetí fastidiado con su porfía-. Yo también lo conocí, viejo,
y estuve con él en San Pablo.
Me miró un buen rato y
entonces empinó otra vez la botella.
-¡Señor! -dijo-, no me
gusta hacer bromas de estas cosas. Mejor será que hablemos de otro asunto. Lo
que yo me pregunto es: ¿qué estará haciendo aquí a bordo la hermana de Calisto?
¿Por qué ha dejao ella a su país?
No recibiendo respuesta
a su pregunta, prosiguió:
-¿No tiene ella
hacienda? ¡Cómo no! Tiene una gran estancia, arruinada si usté quiere, pero de
todos modos tiene mucha estensión. Cuando el enemigo ya no nos teme, entonces
deja de perseguirnos. ¡A un pobre viejo loco… con siguridá que no lo
estorbarán! ¡No! Debe de estar dejando el país por otros motivos. ¡Ha de haber
alguna conspiración contra ella; tal vez algún intento de arrancarse con ella,
o aun de matarla y agarrarle su propiedá. Claro que en el tal caso ella se iría
a Buenos Aires pa que la protegieran, donde vive un caballero, pariente suyo,
que puede protegerla a ella y su hacienda.
Me sorprendió mucho
oírle hablar de esa manera, y me intrigaron sus últimas palabras.
-No hay nadie en Buenos
Aires que la proteja -dije-; sólo estaré yo para protegerla, y si como usted cree,
tiene algún enemigo, tendrá que habérselas conmigo…, con uno que, como aquel
Calisto de quien habló usted, también tiene una mano rápida para pegar.
-¡Ay habló el corazón
de un Blanco! -dijo, agarrándome el brazo al estremecerse el buque en ese
momento, y casi arrastrándome al suelo en sus esfuerzos por mantener el
equilibrio. Después de tomar otro trago de caña, continuó: -Pero, ¿quiere
decirme quién es usté, señor, si no es una indiscreción? ¿Es usté rico, tiene
amigos poderosos pa que pueda hacerse cargo de esta señorita? ¿Tiene usté
juerza suficiente pa poder frustrar y aplastar a su enemigo o enemigos, pa
proteger no sólo su persona, sino también su hacienda, que estando ella
ausente, le robarán?
-¿Y quién es usted,
viejo? -le pregunté, no pudiendo contestar satisfactoriamente ninguna de sus
preguntas-. ¿Y por qué me hace usted esas preguntas? ¿y quién es esta persona
influyente en Buenos Aires, pariente suyo, a quien ella no parece conocer?
Meneó la cabeza en
silencio y luego sacó deliberadamente el cigarrillo del bolsillo y lo encendió.
Fumó con un apacible solaz que me hizo pensar que el haber rehusado mi cigarro
y el quejarse tan amargamente de los malos efectos que le producía el movimiento
del buque sólo había sido un pretexto para sacarme la botella de caña y nada
más. Evidentemente, era veterano en más de un sentido, y hallando ahora que no iba
decirle más secretos, se negó a contestar mis preguntas. Pensando que ya había
sido demasiado indiscreto al contarle todo eso, por último lo dejé y me fui a
mi camarote.
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