18/7/17

GUILLERMO ENRIQUE HUDSON

LA TIERRA PURPÚREA


CIENTODIECISIETEAVA ENTREGA



XXIX /  DE VUELTA A BUENOS AIRES (3)



-¡La pregunta suya! -exclamó-. Usté es un francés o alemán del otro lado del mar y no entiende de estas cosas. ¿Habré cargao armas en el servicio de mi país cuarenta años pa no conocer a un Peralta? Aquí en este mundo están conmigo; si me voy al otro, ay también los encontraré y si no, los veré en el infierno: ¿pues cuándo en mi perra vida he cargao yo al enemigo ande la lucha estaba más reñida, sin encontrar ay a un Peralta antes de mí? Pero señor, yo hablo del pasao; pues aura yo también soy como esos a quienes han dejao olvidao en el campo de batalla… pa que se lo coman los zorros y caranchos. Ya no los encontrará andando en el mundo; sólo ande se han apiñao los hombres con sable en mano, hallará usté sus güesos. ¡Ay, amigo! -y aquí, abrumado por sus tristes recuerdos, el viejo guerrero empinó otra vez la botella.


-Pero no es posible que estén todos muertos -dije-, si como usted se ha imaginado, esa señorita que viaja con nosotros es una Peralta.


-¿Cómo yo me he imaginao? -repitió desdeñosamente. -¿No sabré yo, patroncito, lo que estoy diciendo? Están tuitos muertos, le digo, muertos como el pasao, muertos como la independencia y el honor oriental. ¿No tomaría yo parte en la batalla de Gil de los Médanos con el último Peralta, como el mesmo Calisto, cuando recibió su bautismo de sangre? ¡De quince años señor! Ese muchacho sólo tenía quince años cuando galopió su pingo en medio de la pelea! Pues, señor, Calisto tenía el corazón liviano, y el arrojo y la mano rápida de un Peralta pa dar sablazos. Y después de la pelea, nuestro coronel Santa Coloma, a quien mataron el otro día en San Pablo, abrazó al muchacho delante tuita la tropa. Está muerto, señor, y con Calisto se acabó la familia Peralta.


-¿Entonces usted conoció a Santa Coloma? -pregunté-. Pero usted está equivocado, amigo, pues no lo mataron en San Pablo: ¡se escapó!


-Así dicen los… inorantes -repuso-, pero yo le digo que está muerto, porque amaba a su país, y tuitos los que amaban a su país están muertos. ¿Cómo podría haberse escapado él?


-Pues yo le aseguro que no está muerto -repetí fastidiado con su porfía-. Yo también lo conocí, viejo, y estuve con él en San Pablo.


Me miró un buen rato y entonces empinó otra vez la botella.


-¡Señor! -dijo-, no me gusta hacer bromas de estas cosas. Mejor será que hablemos de otro asunto. Lo que yo me pregunto es: ¿qué estará haciendo aquí a bordo la hermana de Calisto? ¿Por qué ha dejao ella a su país?


No recibiendo respuesta a su pregunta, prosiguió:


-¿No tiene ella hacienda? ¡Cómo no! Tiene una gran estancia, arruinada si usté quiere, pero de todos modos tiene mucha estensión. Cuando el enemigo ya no nos teme, entonces deja de perseguirnos. ¡A un pobre viejo loco… con siguridá que no lo estorbarán! ¡No! Debe de estar dejando el país por otros motivos. ¡Ha de haber alguna conspiración contra ella; tal vez algún intento de arrancarse con ella, o aun de matarla y agarrarle su propiedá. Claro que en el tal caso ella se iría a Buenos Aires pa que la protegieran, donde vive un caballero, pariente suyo, que puede protegerla a ella y su hacienda.


Me sorprendió mucho oírle hablar de esa manera, y me intrigaron sus últimas palabras.


-No hay nadie en Buenos Aires que la proteja -dije-; sólo estaré yo para protegerla, y si como usted cree, tiene algún enemigo, tendrá que habérselas conmigo…, con uno que, como aquel Calisto de quien habló usted, también tiene una mano rápida para pegar.


-¡Ay habló el corazón de un Blanco! -dijo, agarrándome el brazo al estremecerse el buque en ese momento, y casi arrastrándome al suelo en sus esfuerzos por mantener el equilibrio. Después de tomar otro trago de caña, continuó: -Pero, ¿quiere decirme quién es usté, señor, si no es una indiscreción? ¿Es usté rico, tiene amigos poderosos pa que pueda hacerse cargo de esta señorita? ¿Tiene usté juerza suficiente pa poder frustrar y aplastar a su enemigo o enemigos, pa proteger no sólo su persona, sino también su hacienda, que estando ella ausente, le robarán?


-¿Y quién es usted, viejo? -le pregunté, no pudiendo contestar satisfactoriamente ninguna de sus preguntas-. ¿Y por qué me hace usted esas preguntas? ¿y quién es esta persona influyente en Buenos Aires, pariente suyo, a quien ella no parece conocer?



Meneó la cabeza en silencio y luego sacó deliberadamente el cigarrillo del bolsillo y lo encendió. Fumó con un apacible solaz que me hizo pensar que el haber rehusado mi cigarro y el quejarse tan amargamente de los malos efectos que le producía el movimiento del buque sólo había sido un pretexto para sacarme la botella de caña y nada más. Evidentemente, era veterano en más de un sentido, y hallando ahora que no iba decirle más secretos, se negó a contestar mis preguntas. Pensando que ya había sido demasiado indiscreto al contarle todo eso, por último lo dejé y me fui a mi camarote.

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