LA
CARRETA
Prólogo
de Wilfredo Penco
Montevideo
2004
CUADRAGESIMOQUINTA ENTREGA
XII
(2)
El encuentro quedó
combinado para un lunes por la noche. La carreta de las quitanderas quedaría
sola y tranquila, para que don Caseros dispusiese de ella. Allí lo iba a
esperar la “gurisa”. Pero el hombre se adelantó y al atardecer apareció por el
rancho de los protectores de la muchacha.
Cuchicheó con el
matrimonio y pudo quedarse solo con la Flora, frente a frente. Quería tantear
el terreno, para evitar el fracaso.
Florita había estado
llorando momentos antes. Al ser castigada por su protector se había “retobado”
y fue más grande la tunda.
Al verse sola ante don
Caseros, al verle el mate en las manos, le ordenó que lo dejase encima del
lavatorio. Luego la cogió por las muñecas sin más decir, acercándola con cierto
cuidado.
Florita lo miraba desde
abajo, con la barbilla apoyada en el último botón del chaleco.
Temiendo que la
muchacha opusiese resistencia, la tuvo entre sus brazos hasta dejarse caer en
una silla.
-¿Venís conmigo? ¿Vamos
a la carreta?
Como Florita no
contestaba, repartió sus besos torpes entre la cabellera, las mejillas y el
pescuezo. Pero su futura poseída no cambiaba lo más mínimo ante aquella
irrupción de caricias y besos.
A las repetidas
preguntas de don Caseros, la “gurisa” respondía con un silencio vegetal y
salvaje. Ni una sola palabra de contrariedad. Ni un solo gesto de aceptación. A
veces sonreía u ocultaba la cara con vergüenza. En realidad, la chica comprendía
que no era tan terrible como pensaba. Don Caseros le pareció menos cruel que su
protector.
-Bueno -dijo
repentinamente el hombre, como si terminase de esquilar una oveja-. Bueno, andá
nomás a cebar mate. Pero antes dame un beso en la boquita.
Cedió Florita
maquinalmente. Cuando tuvo los ojos cerca de don Caseros, se le puso la piel de
gallina. Pero, al sentir miedo y, al mismo tiempo, fuerzas para rechazarlo, el
hombre la empujó hacia la puerta, obligándola a salir.
Don Caseros se puso de
pie y se subió los pantalones, corriendo un ojal del cinto.
Dio unos pasos sin
sentido. Levantó los ojos y detuvo la mirada en un retrato encajado en la luna
de un espejo. Era el de una criatura de seis a nueve años, sonriente, de rulos
cuidadosos, caídos, ocultando las orejas. En lo alto de la cabeza, un moño de
seda exageradamente abierto.
Al topar con la
fotografía, don Caseros se quedó pensativo y, rascándose atrás de la oreja con
el índice estirado, bajó la vista.
Aquel encuentro, aquel
descubrimiento, aquel sonreír de la criatura del retrato, lo perturbó. Era de
mal agüero.
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