23/8/17

ANTONIN ARTAUD

EL TEATRO Y SU DOBLE

Traducción de Enrique Alonso y Francisco Abelenda


PREFACIO (4)



EL TEATRO Y LA CULTURA



Cuando todo nos impulsa a dormir, y miramos con ojos fijos y conscientes, es difícil despertar y mirar como en sueños, con ojos que no saben ya para qué sirven, con una mirada que se ha vuelto hacia adentro.


Así se abre paso la extraña idea de una acción desinteresada, y más violenta aun porque bordea la tentación del reposo.


Toda efigie verdadera tiene su sombra que la dobla; y el arte decae a partir del momento en que el escultor cree liberar una especie de sombra, cuya existencia destruirá su propio reposo.


Al igual que toda cultura mágica expresada por jeroglíficos apropiados, el verdadero teatro tiene también sus sombras; y entre todos los lenguajes y todas las artes es el único cuyas sombras han roto sus propias limitaciones. Y desde el principio puede decirse que esas sombras no toleraban ninguna limitación.


Nuestra idea petrificada del arte se suma a nuestra idea petrificada de una cultura sin sombras, y donde, no importa a qué lado se vuelva, nuestro espíritu no encuentra sino vacío, cuando en cambio el espacio está lleno.


Pero el teatro verdadero, ya que se mueve y utiliza instrumentos vivientes, continúa agitando sombras en las que siempre ha tropezado la vida. El actor que no repite dos veces el mismo gesto, pero que gesticula, se mueve, y por cierto maltrata las formas, detrás de esas formas y por su destrucción recobra aquello que sobrevive a las formas y las continúa.


El teatro que no está en nada, pero que se vale de todos los lenguajes: gestos, sonidos, palabras, fuego, gritos, vuelve a encontrar su camino precisamente en el punto en que el espíritu, para manifestarse, siente necesidad de un lenguaje.


Y la fijación del teatro en un lenguaje: palabras escritas, música, luces, ruidos, indica su ruina a breve plazo, pues la elección de un lenguaje revela cierto gusto por los efectos especiales de ese lenguaje; y el desecamiento del lenguaje acompaña a su desecación.


El problema, tanto para el teatro como para la cultura, sigue siendo el de nombrar y dirigir sombras: y el teatro, que no se afirma en el lenguaje ni en las formas, destruye así las sombras falsas, pero prepara el camino a otro nacimiento de sombras, y al su alrededor se congrega el verdadero espectáculo de la vida.


Destruir el lenguaje para alcanzar la vida es crear o recrear el teatro. Lo importante no es suponer que este acto deba ser siempre sagrado, es decir reservado; lo importante es creer que no cualquiera puede hacerlo, y que una preparación es necesaria.


Esto conduce a rechazar las limitaciones habituales del hombre y de los poderes del hombre, y a extender infinitamente las fronteras de la llamada realidad.


Ha de creerse en un sentido de la vida renovado por el teatro, y donde el hombre se adueñe impávidamente de lo que aun no existe, y lo haga nacer. Y todo cuanto no ha nacido puede nacer aun si no nos contentamos como hasta ahora con ser meros instrumentos de registro.



Por otra parte, cuando pronunciamos la palabra vida, debe entenderse que no hablamos de la vida tal como se nos revela en la superficie de los hechos, sino de esa especie de centro frágil e inquieto que las formas no alcanzan. Si hay aun algo infernal y verdaderamente maldito en nuestro tiempo es esa complacencia artística con que nos detenemos en las formas, en vez de ser como hombres condenados al suplicio del fuego, que hacen señas sobre sus hogueras.

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