23/8/17

LA CARRETA                     

Prólogo de Wilfredo Penco

Montevideo 2004



QUINCUAGESIMOSEGUNDA ENTREGA



XIII (3)



La convicción de Carlitos llenó de fantasmas la noche de los carreros revolucionarios. Iban tirando sus cueros para echarse a dormir, cuando oyeron pasos. La perrada, que había reconocido al caminante, hacía un círculo amistoso a su alrededor. Era Matacabayo. Se acercaba a pedir tabaco, a pesar de que nunca le escaseaba. Pretexto suyo para hacer una visita de sorpresa.


Resobando una chala, dio la orden:


-Mañana me dejan ir adelante, ¿eh? Tengo que campear unos fogones, que son las señales convenidas con nuestro hombre.


“Nuestro hombre” era la primera mención del jefe revolucionario para el que portaban la carga de las tres carretas y la supuesta pólvora o las armas de la carreta solitaria.


-Como le mande -contestó Jerónimo secamente.


Matacabayo olfateó el altercado. La velada de sus secuaces carecía de la alegría habitual. Buscó los tres rostros. No pudo explorar el de Carlitos, oculto bajo el ala del chambergo. Y se alejó contando los pasos.


No había despuntado el alba, cuando se adelantó la carreta solitaria. Iba remolona, desperezándose. El farol todavía con lumbre bamboleaba entre los ejes. Para Carlitos no pasó inadvertido un detalle: en la jaula donde llevaban gallinas, tan sólo alardeaba un gallo bataraz.


-Ahí va gato encerrau -dijo Manolo con ánimo de provocar al muchacho-. ¿No te parece?


-¿Gato?... Sí, tenés razón, gato de los finos, de esos que comen gallinas… carnecita tierna -contestó lamiéndose los labios.


No era momento para pensar en mujeres. La escarcha cubría los pastos. La imaginación debía de estar aletargada. No obstante, Manolo los tranquilizó con una versión muy de tener en cuenta. En la carreta de Matacabayo viajaba un señorón de la ciudad, un fugitivo. Y metió espuelas su fantasía revolucionaria.


-Debe de ser maula el hombre pa ir así encerrau, sea quien sea -opinó ajustándose el poncho arrollado en el pescuezo-. Pa mí que vos sabés quién va escondido allí, decís que es una paica p’ayudarlo a juir…


Sujetó su caballo. Se disponía a montar, y el pingo, de lomo duro, caracoleaba.


Carlitos, en respuesta a la sospecha del petiso, le hizo una confidencia.


Recostados a un buey manso que les daba calor mientras el sol luchaba por romper la escarcha, le contó que tenía una novia en el pueblo a la que no había podido ver antes de su partida, porque la madre quería entregársela a un caudillo revolucionario que le había prometido cuando ganase la partida.



El relato resultó inverosímil para Manolo. Incrédulo, no le dio ninguna importancia. Montó a caballo por todo comentario. Pero por la noche, calculando que era una de las últimas que le quedaban, pensó a su vez en una mujer, en la suya. Pensó en su suerte si perdía la batalla. Se lo dijo a Jerónimo y se lo contó a Eduardo, y los cuatro hombres no conciliaron el sueño como otras noches, preocupados con el destino de sus mujeres.

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