LA
CARRETA
Prólogo
de Wilfredo Penco
Montevideo
2004
QUINCUAGESIMOSEGUNDA ENTREGA
XIII
(3)
La convicción de
Carlitos llenó de fantasmas la noche de los carreros revolucionarios. Iban
tirando sus cueros para echarse a dormir, cuando oyeron pasos. La perrada, que
había reconocido al caminante, hacía un círculo amistoso a su alrededor. Era
Matacabayo. Se acercaba a pedir tabaco, a pesar de que nunca le escaseaba.
Pretexto suyo para hacer una visita de sorpresa.
Resobando una chala,
dio la orden:
-Mañana me dejan ir
adelante, ¿eh? Tengo que campear unos fogones, que son las señales convenidas
con nuestro hombre.
“Nuestro hombre” era la
primera mención del jefe revolucionario para el que portaban la carga de las
tres carretas y la supuesta pólvora o las armas de la carreta solitaria.
-Como le mande
-contestó Jerónimo secamente.
Matacabayo olfateó el
altercado. La velada de sus secuaces carecía de la alegría habitual. Buscó los
tres rostros. No pudo explorar el de Carlitos, oculto bajo el ala del
chambergo. Y se alejó contando los pasos.
No había despuntado el
alba, cuando se adelantó la carreta solitaria. Iba remolona, desperezándose. El
farol todavía con lumbre bamboleaba entre los ejes. Para Carlitos no pasó
inadvertido un detalle: en la jaula donde llevaban gallinas, tan sólo alardeaba
un gallo bataraz.
-Ahí va gato encerrau
-dijo Manolo con ánimo de provocar al muchacho-. ¿No te parece?
-¿Gato?... Sí, tenés
razón, gato de los finos, de esos que comen gallinas… carnecita tierna
-contestó lamiéndose los labios.
No era momento para
pensar en mujeres. La escarcha cubría los pastos. La imaginación debía de estar
aletargada. No obstante, Manolo los tranquilizó con una versión muy de tener en
cuenta. En la carreta de Matacabayo viajaba un señorón de la ciudad, un
fugitivo. Y metió espuelas su fantasía revolucionaria.
-Debe de ser maula el
hombre pa ir así encerrau, sea quien sea -opinó ajustándose el poncho arrollado
en el pescuezo-. Pa mí que vos sabés quién va escondido allí, decís que es una
paica p’ayudarlo a juir…
Sujetó su caballo. Se
disponía a montar, y el pingo, de lomo duro, caracoleaba.
Carlitos, en respuesta
a la sospecha del petiso, le hizo una confidencia.
Recostados a un buey
manso que les daba calor mientras el sol luchaba por romper la escarcha, le
contó que tenía una novia en el pueblo a la que no había podido ver antes de su
partida, porque la madre quería entregársela a un caudillo revolucionario que
le había prometido cuando ganase la partida.
El relato resultó inverosímil
para Manolo. Incrédulo, no le dio ninguna importancia. Montó a caballo por todo
comentario. Pero por la noche, calculando que era una de las últimas que le
quedaban, pensó a su vez en una mujer, en la suya. Pensó en su suerte si perdía
la batalla. Se lo dijo a Jerónimo y se lo contó a Eduardo, y los cuatro hombres
no conciliaron el sueño como otras noches, preocupados con el destino de sus
mujeres.
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