CLARITA Y SUS 800
NAZIS
por Tereixa
Constenla
(El País / Madrid / 26-8-2017)
Almudena Grandes ahonda en la red Stauffer que
ayudó a criminales de guerra en ‘Los pacientes del doctor García’, una
desbordante novela donde interactúan historia y ficción.
Clara Stauffer
parece una mentira. Y no lo es. Con dinero, con energía, con contactos, con
ideología, con dobleces (española y alemana; nazi y falangista; deportista
competitiva y propagandista de la opresión de la Sección Femenina; dadivosa con
los suyos e implacable con el resto de la humanidad), dirigió desde su piso
madrileño una red clandestina, que ayudó a 800 criminales de guerra a burlar la
justicia internacional a partir de 1945. Un ardor justiciero, que fue
aminorándose conforme se calentaba la Guerra
Fría y se enfriaba la Segunda
Guerra Mundial, y que llegó a salpicar a la propia Clara, a veces
Clarita. Ella fue la única mujer que figuró en la Lista de los 104 reclamados
en 1947 por el Consejo de Control Aliado al ministro de Asuntos Exteriores,
Alberto Martín-Artajo. Ni uno solo, tampoco Clara, hija del director de la
cervecera Mahou e íntima amiga y correligionaria de Pilar Primo de Rivera,
fueron entregados por el régimen de Franco, que protegió a lo más granado de la
industria del exterminio que desató el Tercer Reich, desde el croata Ante
Pavelic al belga León Degrelle.
Todos ellos
desfilan por Los pacientes del doctor García (Tusquets),
la nueva novela de Almudena Grandes (Madrid, 1960), que se publicará
el próximo 12 de septiembre y que constituye la cuarta entrega de los Episodios de una Guerra Interminable, la serie que
arrancó en 2010 con una factura similar, con capítulos históricos intercalados
entre los de ficción, con personajes y acontecimientos tan desconocidos como
asombrosos. Sirva de ejemplo Johannes Bernhardt, el empresario que viaja hasta
Bayreuth el 25 de julio de 1936 para entregar a Hitler
la carta en la que Franco reclama músculo bélico. Al día siguiente,
el Führer ordena que se envíen a España 20 Junkers, que transportarán 15.000
soldados de Marruecos a Sevilla. A Franco le cambia la vida, a Bernhardt
también.
Franco fue generoso
con los amigos de sus amigos. Al genocida Ante Pavelic, fundador del movimiento
fascista ustacha y dictador títere del Tercer Reich en Croacia, le proporcionó
un país donde vivir y morir sin ser molestado por fiscales agresivos (Pavelic
está enterrado en el cementerio madrileño de San Isidro). A la actriz Maria
Petacci, de nombre artístico Miriam di San Servolo, le facilitó una estancia
cómoda en Madrid y el acceso a las películas de Cifesa cuando las cosas se
pusieron feas en Roma para todo lo que olía a Mussolini, que acabaría colgado
boca abajo en una gasolinera de Milán junto a su amante Clara Petacci, hermana
de la actriz.
A León Degrelle, fundador del movimiento fascista belga
Rex y oficial de las SS, le dio dinero —vía adjudicaciones de obra pública a su
empresa— y tanta seguridad que a menudo ni se molestaba en camuflarse bajo la
identidad facilitada por el franquismo para cubrirle ante las peticiones de
extradición de Bélgica. Degrelle, condecorado por Hitler con cruces y palabras
(le elogió como el hijo que le habría gustado tener), aterrizó de urgencia en
1945 en aguas de la Concha en el avión de Albert Speer, ministro y arquitecto del
Tercer Reich.
Se podría opinar
que la novela es un ajuste de cuentas con la historiadora que no fue, pero
Almudena Grandes voltea el argumento: “Esta serie me ha devuelto al proyecto de
historiadora que fui. La que ha ajustado cuentas es la historia conmigo. Un
montón de años después me ha demostrado hasta qué punto es importante lo que
estudié. Probablemente yo no la habría escrito igual si no fuera historiadora”.
Por esta obra de ambición galdosiana van y vienen 207 personajes, incluidas 45
criaturas que en su día fueron de carne y hueso. La cadena de acontecimientos,
que discurren en escenarios de nueve países (del campo nazi de Klooga en
Estonia a un despacho demócrata del Capitolio), arranca en 1936, mientras
Hitler escucha a Wagner en Bayreauth, y colea hasta 1976, cuando tres militares
toman el poder en Buenos Aires. De golpe a golpe. Entre ambos, personajes que
se mueven por la retaguardia, las trincheras y los rescoldos de la matanza que
pespuntean Europa durante la primera mitad del siglo XX.
“GALDÓS NOS ENSEÑA A CONTAR LA HISTORIA DESDE
ABAJO”
La saga literaria
de Almudena Grandes mira bajo la alfombra de la guerra y la dictadura para
rescatar héroes minúsculos, malos de buen corazón, hazañas anónimas, vidas
perras, incluso emociones clandestinas en personajes sobreexpuestos como
Dolores Ibárruri, cuya pasión por Francisco Antón, escondida por el PCE para
proteger la imagen icónica de Pasionaria, se narra en Inés y
la alegría (2010, 13 ediciones). Entonces la novelista revivió un episodio apenas
conocido y asombroso: la invasión del valle de Arán en 1944 para tumbar a
Franco. En El lector de Julio Verne
(2012, nueve ediciones) rescata la lucha de los maquis de la Sierra Sur de Jaén
durante un trienio de plomo. Y en Las tres bodas de
Manolita (2014, ocho ediciones) se sumerge en el Madrid de
estómagos vacíos y cárceles llenas de la posguerra, además de destapar la
siniestra explotación laboral de menores, hijos de rojos, por órdenes
religiosas como los Ángeles Custodios. Un camino narrativo que tiene un maestro.
“Galdós”, sostiene la escritora, “nos enseña a contar la historia desde abajo,
desde la gente corriente”.
El fresco histórico
arropa una trama de espionaje orquestada desde Inglaterra por el presidente Juan Negrín y el embajador Pablo
Azcárate, que pretenden devolver por vía diplomática la democracia que se
perdió por las armas. Desenmascarar la complicidad de la dictadura con prófugos
del nazismo, refugiados en España o Argentina, se convierte en su última
esperanza para lograr un cambio político. Será la misión de dos espías de
ficción, el médico Guillermo García Medina y el diplomático Manuel Arroyo
Benítez, a quienes la escritora zarandea con sucesivas identidades y a quienes
regala noches de dicha.
“Para escribir una
novela así hay que llegar un equilibrio perfecto entre la libertad creativa y
la lealtad a la verdad histórica”, reflexiona Almudena Grandes por teléfono
desde Rota (Cádiz), donde apura los últimos días de vacaciones antes de
sumergirse en la promoción de una novela costosa. La que más. Cuatro años ha
necesitado para sacar adelante este proyecto, que también le ha proporcionado
pequeños placeres (introducir un español mexicano) y alguna que otra preocupación.
“No puedo traicionar a los personajes reales. Tengo que poner en su cabeza y en
su boca cosas que ellos habrían podido decir si se encontraran en esa
situación. Como ya tengo confianza, me voy embalando y ya tengo a Negrín y
Azcárate de personajes, pero procuro estar segura de que si ellos leyeran la
novela, no se extrañarían. Esa es mi barrera”.
Parapetada tras
horas de documentación, Grandes recurre a historiadores —como Enrique
Moradiellos, biógrafo de Negrín— cuando algo la inquieta. “Para mí es más
importante que para otros. En este momento me he convertido en una escritora
antisistema. No lo parezco porque no llevo rastas pero en la medida en que mi
relato no contribuye a afianzar la versión de la equidistancia, soy consciente
de que mantengo una versión disidente en el contexto de la literatura
contemporánea”.
En esa visión disidente se encuadra una activa defensa de los valores de
la Segunda República y una reivindicación de aquellos
secundarios de la historia que lucharon por ellos. Con armas, letras o
bisturíes. Como Norman Bethune, el médico canadiense que movilizó
fondos hasta lograr trasladar un equipo a España que salvó vidas de milicianos
en el frente de Madrid y de civiles en la carretera de Málaga a Almería. Por
más que se le racanee, Bethune tiene un lugar en la historia. Su método para
conservar la sangre permitió por vez primera realizar transfusiones sin
necesidad de que receptor y donante estuviesen juntos.
El segundo homenaje
de la escritora se dirige a los estudiantes que se movilizan en Madrid con más
idealismo que eficacia para tratar de hundir al régimen al mismo tiempo que la
ONU. “Los tenía que meter en alguna novela”, señala Grandes, que se conmovió
con la lectura de El fin de la esperanza, testimonio
publicado en 1949 en Les Temps Modernes,
la revista de Sartre y Beauvoir, con un seudónimo que ocultaba la identidad de
Marcelo Saporta, uno de aquellos jóvenes, que en enero de 1946 escribió en
Madrid: “Un puñado continúa luchando. Caen todos los días. Daos prisa o
llegareis demasiado tarde, cuando hayamos caído todos, uno después de otro, sin
esperanza”.
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