EL OFICIO DE VIVIR: EL DIARIO
ÍNTIMO DE CESARE PAVESE
por Carlos Javier
González Serrano
(El vuelo de la lechuza)
Literato convencido,
filósofo ocasional, genio prematuro, víctima de una personalidad –que fue
también su verdugo– tan oscura como esclarecedora, Cesare Pavese nace en Santo Stefano de Belbo en
1908. En 1950, con apenas cuarenta y dos años,
decide quitarse la vida en la ciudad de Turín, una vida a la
que desde muy joven consideró un “vicio absurdo”.
Sin duda, Pavese fue una de las
plumas más privilegiadas del siglo XX, cuya imparable actividad cultural y
humanística le convirtió no sólo en escritor de novelas (quizás
su faceta más conocida), sino también en traductor de autores de la talla
de Melville, Dickens, Joyce o Hesíodo, e incluso, en dramaturgo, poeta y
filósofo. Vertientes distintas todas ellas, pero comunes en un sentido muy
determinado, a su juicio: y es que tanto la literatura novelística, la
poesía, la dramaturgia, la traducción o la filosofía son producidas
por el “ansia de realidades espirituales desconocidas,
presentidas como posibles”.
Producto de su ahínco por desentrañar los más hondos secretos de una vida
que desde muy joven se le hizo muy cuesta arriba, redacta uno de los textos
autobiográficos más imponentes de la historia de la literatura, El oficio de vivir (Il
mestiere di vivere), que podemos leer, disfrutar y estudiar en
español a través de la laudable traducción de Ángel Crespo en Seix Barral, que se
corresponde con la primera edición original en italiano,
publicada originariamente en 1990 en la editorial Einaudi.
El oficio de vivir abarca un
amplio arco temporal: desde el 6 de octubre de 1935 (cuando Pavese sobrepasaba
apenas los 27 años y comenzaba a ser plenamente consciente no sólo de su
vocación artística, sino de la radicalidad de algunos de los problemas
existenciales que llevaba arrastrando durante algunos años) hasta el 18 de
agosto de 1950, nueve días antes de quitarse la vida. Tres lustros, por
tanto, en los que asistimos como privilegiados espectadores al
taller de trabajo de Pavese, en el que no faltarán las
–escasas– alegrías o –insuficientes– satisfacciones, tampoco
los –amargos y numerosos– sinsabores, las –constantes– angustias
y el –omnipresente– terror sobre la veleidad de cuanto existe.
Si bien Pavese realiza todo tipo de digresiones (a modo de ensayo, de breves e
incipientes investigaciones) sobre muy diversos temas, son los avatares de su
vida personal y más íntima los que sin duda cobran más relevancia a lo largo
de El oficio de vivir.
Un título que, de por sí, ya
despierta nuestro interés. Referirse a la vida, la propia y la ajena, como un
“oficio” por cumplir, es síntoma de un ánimo aletargado, apesadumbrado bajo la
permanente obligación de llevar a cabo ese mismo oficio, esa tarea, esa
ímproba imposición. El propio Pavese escribe: “Sufrir, sufrir, sufrir. ¿Y por
qué? La vida, yo no la he pedido”. O en otra anotación: “Es mi alma:
no puedo hacer nada por levantarla de su postración enferma de sueño […]
[S]iento una zozobra resignada y triste, el destino más secreto e inexorable de
mi vida […]. [S]ólo estoy cansado, horriblemente cansado”. Un cansancio que
tiene que ver, por otro lado, con una inacabable dilación, relacionada
con la llegada de lo Absoluto, de lo no fragmentario, de lo
Uno en lo que no sea posible verse desamparado, triste, desgajado, incompleto.
Pero, por esa misma razón, suspira Pavese, “mi corazón está anhelante de
espera, tan anhelante que está cansado, cansado”. Sentimientos que
en mucho se asemejan a los expresados por otra de las lumbreras del pasado
siglo, Fernando Pessoa: “Llevo conmigo la
conciencia de la derrota como un pendón de victoria.”. Así, escribe Pavese:
Pero no es la vida lo que juzgo, es a mí mismo. Yo sé, por convicción,
por certeza matemática que ninguna alma puede cambiar de naturaleza y tal como
uno ha nacido, así se arrastra hasta la tumba. Nadie puede huir de sí mismo. Si
audaz, audaz; si débil, débil. Y yo siempre, en todas las cosas, yo estoy
condenado a buscar así el sufrimiento. Es mi miseria, ser tan débil y tan
cobarde.
En El oficio de vivir Pavese
realiza lo que él denomina un completo “examen de
conciencia”, pues “cuando un hombre se encuentra en mi estado” no le
queda otra opción que intentar desenterrar los motivos que le hacen hundirse de
continuo. En esta tierra de traiciones y capítulos efímeros
de felicidad nada se puede sentir sin que haya que pagarlo.
Sólo una conclusión cabe, en este sentido: vivir trágicamente, bajo la espada
de Damocles del deseo a la autodestrucción. Como ya dejara escrito el filósofo
y poeta Philipp Mainländer
en sus poemas, “el hilo de la vida está dañado” desde su mismo comienzo.
Por eso Pavese considera el suicidio
no un hacer, sino un padecer: “el suicidio es un modo de desaparecer, se comete
tímidamente, silenciosamente, anonadadamente”. El único aprendizaje real que
cabe en el mundo es el proveniente de dirigir nuestra mirada hacia el
abismo, observarlo, medirlo, sondarlo y, finalmente,
descender a él.
La vida, de este modo, constituye a
ojos de nuestro protagonista un eterno error que
adornamos de maneras muy variadas: “Se descubre así que en la vida casi todo es
pasatiempo”, “que lo real es una reclusión donde se vegeta y siempre se
vegetará, y que todo lo demás, el pensamiento, la acción, es pasatiempo, tanto
dentro como fuera”. El suicida asediado por estos pensamientos no siente culpa
por la propia vida, sino por tener pensamientos suicidas y no cometerlos, pues
“nada es más abyecto que el estado de desintegración moral que comporta la idea –la
costumbre de la idea– del suicidio. Responsabilidad, conciencia, fuerza, todo
flota a la deriva en ese mar muerto, y se hunde y sube a flote, para ludibrio
de todos los estímulos”. Y es que “la gran, la tremenda verdad es esta: sufrir no sirve para nada“.
Todos los hombres tienen un cáncer
que les roe, un excremento cotidiano, un mal a plazos: su insatisfacción; el
punto de choque entre su ser real, esquelético, y la infinita complejidad de la
vida. Y todos, antes o después, se dan cuenta. De cada uno habrá que
indagar, imaginar el lento darse cuenta o el fulminante intuir. […] Contemplar
sin pausa este horror: lo que ha sido, será.
Aunque la oscuridad no es absoluta,
como ya adujo Lucrecio en su De rerum natura: nos
constituimos como seres errantes, portadores de una
mínima luz que intenta iluminar las vastas tinieblas que rodean cada vértice de
la existencia. Esa luz supone, a la vez, una esperanza y una condena. Una
esperanza porque esa misma luz hace posible el perdón (“El arte de vivir es el
arte de saber creerse las mentiras”) y, en ocasiones, un
particular olvido de la reinante vacuidad, que nos permite pensar que
es posible comenzar de nuevo, reemprender la tarea de vivir, este fastidioso
oficio que es la vida: “La única alegría del mundo –escribe Pavese– es
comenzar. Es bello vivir porque vivir es comenzar, siempre, a cada instante.
Cuando falta este sentimiento –prisión, enfermedad, costumbre, estupidez–,
querríamos morirnos”. Aunque también es condena, como apuntábamos, en tanto que
la consciencia del comienzo queda trasnochada muy rápidamente por la certeza del dolor y de su gratuidad, de su estupidez:
“Olvidas siempre que has nacido esclavo. Te parece siempre que sufres
injusticias. ¿Pero puede un esclavo sufrir injusticias?”.
En un camino muy similar al trazado
por Nietzsche en su Zaratustra, cuando el filósofo alemán se refiere a
saber poner fin a la propia vida en el momento adecuado, Pavese asegura que, si
bien no puede dejar de temblar ante la idea de la muerte, de un fin que vendrá irremediablemente, infalible y silencioso,
tan natural como el caer de la lluvia, no quiere, sin embargo, resignarse a tal
fatalidad: “¿por qué no se busca la muerte voluntaria, que sea una afirmación
de libre elección, que exprese algo, en vez de dejarse morir? ¿Por qué? […]
Llegará el día de la muerte natural. Y habremos perdido la gran ocasión de
realizar por una razón el acto más importante de nuestra vida”. Así, en El caminante y su sombra (§ 185) asegura Nietzsche
que “La muerte natural es la muerte independiente de toda voluntad, la muerte
propiamente irracional. […] Fuera de la
religión, la muerte natural no tiene nada de gloriosa. Adoptar una sabia
postura ante la muerte es algo que pertenece a la moral que hoy nos parece
inalcanzable e inmoral [la moral del superhombre], pero cuya aurora nos ha de
producir un goce indescriptible”. O también en El
crepúsculo de los ídolos (§ 36), donde leemos: “La muerte
elegida libremente, la muerte realizada a tiempo, con lucidez y alegría, entre hijos
y testigos; de modo que aun resulte posible una despedida real, a la que asista todavía aquel que se despide, así como una
tasación real de lo conseguido y querido, una suma de la
vida”.
En El oficio de vivir asistimos
al despliegue biográfico completo de Pavese, en el que, libre y
conscientemente, elige la vía del (aparente) no ser, teniendo en cuenta que el
sufrimiento se convierte en el autor italiano en un camino no sólo de
afectación, sino también y sobre todo de conocimiento, pues todo sufrir que “no
sea conjuntamente conocimiento es inútil […]. Contemplar hasta el último
momento sin pestañear es aún el sistema más práctico“. “Todo
esto da asco. No palabras. Un gesto. No escribiré más”: de esta manera finaliza
Pavese su diario, uno de los documentos más bellos y prístinos
de la historia de la literatura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario