DANIEL MELLA
“NO QUERÍA SER MÁS ESCRITOR: ERA UN ALIVIO NO
SERLO”
por Valeria Tentoni
(Eterna Cadencia /
17-7-2017)
Daniel Mella
publicó su primera novela, Pogo, con tan sólo 21 años. El
reconocimiento no tardó en alcanzarlo, pero para cuando llegó a su tercer
título en librerías ya estaba harto. Tardó más de una década en sacar Lava ―con
el que obtuvo el premio Bartolomé Hidalgo― y recién después se decidió por
intentar la autoficción con El hermano mayor, que acaba de
publicar Eterna Cadencia editora para el público argentino.
La novela narra la
muerte de su joven hermano, un salvavidas al que alcanza un rayo en la casilla
costera en la que dormía, en medio del sueño. "Tenía fe en esa casilla.
Dejó el cuerpo en un lugar donde tenía fe", dice el narrador a poco de
comenzar. También dice que "los que se mueren antes de tiempo siempre son
los más felices de todos". Pero en estas páginas, además, hay una trama
paralela: la que tiene en su nudo al escritor y su tironeo privadísimo con la
voluntad y el permiso de contar la historia.
Hubo en tu obra un
primer tirón grande de libros -Pogo, Derretimiento y Noviembre-,
y luego una pausa. ¿Qué ocurrió en esa pausa?
En esa pausa me fui
a vivir a Nueva York casi tres años con la intención de perderme, de olvidarme
de mi futuro, de desestructurarme. Luego volví. Empecé a interesarme nuevamente
por Dios, por el espíritu. Me enamoré y tuve dos hijas. Conocí algunas plantas
de poder: la ayahuasca, el sanpedro, el peyote. Viví en un intento de
comunidad. En esos diez años no quise escribir. No quería ser más escritor. Era
un alivio no serlo. Haberlo sido era muy extraño, un sueño lejano. Haber
pertenecido a esa calaña de gente que se rompen el corazón ellos solitos.
Viviendo en sus cabezas. Con esas locas ambiciones demoníacas de dejar huella,
de crear una obra que los reemplace en el tejido del tiempo. Siempre
insatisfechos. Siempre pensando en el próximo libro. Toda la estima de uno
puesta ahí. Creyendo que la literatura es la vida. Viviendo como si la vida
valiera solamente para ser puesta luego en palabras. Generalizo, pero hablo de
mí mismo. En esa clase de escritor me había convertido. Leía, pero ya no tanto.
Mi biblioteca se redujo. Quería desaprender todo. Dejé de estar al tanto de las
novedades. Me perdí el auge de Bolaño y el de Vila-Matas. Leí, sin embargo, por
primera vez, a Shakespeare y a Anne Carson y a todo un cosmos de místicos.
Cuando leí a Shakespeare sentí que volvía a encenderse aquel viejo fuego. Lo
apagué en seguida. Me sentía mejor sin esa ansiedad. Esa ansiedad no era lo
mío, o la escritura no era lo mío. No me dejaba de sorprender que pudiera
sentirme bien sin escribir cuando antes, si no escribía una buena página, se me
arruinaba el día.
¿Cómo saliste de
esa pausa como escritor?
Comencé Lava bajo
el influjo de Carson, hacia el final de la relación con la madre de mis nenas.
Me sumergí en ese libro. Volvía a empezar y no me acordaba de nada. Primero fue
una novela de 150 páginas. Una novela horrible, blanda, de la que sobrevivieron
25 páginas que luego se convertirían en La esperanza de ver y Bocanada.
Ya había recibido un impulso antes, cuando Martín Fernández, de la editorial
HUM, se había largado hasta mi casa con el propósito de contratar las
reediciones de Pogo y de Derretimiento. Diez años
después de su publicación original, iban a volver a salir a la calle. Martín me
dio plata, me regaló una computadora. Se nos complicaba para llegar a fin de
mes durante esa época y fue un aire fresco y fue cuando empecé a preguntarme si
no valdría la pena ponerse a reflexionar. Al poco tiempo apareció Gabriel Sosa,
de la editorial Irrupciones,y él reeditó Noviembre, también diez
años después de su primera edición, y él también me dio plata y me regaló una
computadora para reemplazar la anterior, que ya se me había roto. Era como si
el pibe que había sido viniera a darme una mano a través del tiempo.
¿Cómo fue con Pogo?
¿Cómo fue terminar de escribir un libro por primera vez?
Fue extraño porque
no me lo había propuesto. Yo tenía diecinueve y estaba mal. Estudiando
comunicación en una universidad privada, sintiendo que ya no me interesaba el
periodismo y que me estafaban. Venía de una adolescencia muy deportista, surf y
básquetbol. El año anterior había jugado un sudamericano con la selección en
Bolivia. Terminamos cuartos atrás de Brasil, Venezuela y Argentina. Al año
siguiente, el año que dejé el basquetbol y terminé escribiendo Pogo,
mi club cambió de entrenador y el tipo me sentó en el banco. El club no quería
darme el pase a otro cuadro. Tenía que esperar un año sin jugar para volverme
independiente. Me deprimí. Un día me compré un cuaderno y empecé a escribir.
Cuatro días después había llenado el cuaderno. No tenía nada claro, pero al
menos se me habían pasado las ganas de morirme. Lo pasé a computadora y se lo
di a Christian Kupchik, mi profesor de redacción. A él le pareció notable. Lo
llevó a un editorial muy pequeña, poco después firmábamos contrato. Dejé la
universidad. Ya no quería ser periodista. Quería escribir libros.
¿Cuándo se disparó
en vos la escritura? ¿Recordás alguna escena fundante?
Recuerdo el
cuaderno verde que me regalaron mis padres a los seis años para que llevara un
diario personal, en parte por recomendación de la iglesia mormona. Es la
primera imagen en la que me recuerdo escribiendo con placer y pensando en la
posteridad. La idea era que, como santos de los últimos días, dejáramos un
registro de nuestra vida, de nuestras tribulaciones, para las generaciones
venideras.
¿En tu casa había
biblioteca?
Había, sí. Mi padre
conservaba algunos libros que había leído en su infancia: Robin Hood,
Guillermo Tell, Sandokan. Tom Sawyer fue el primer libro que me hizo
perder la noción del tiempo, a los siete u ocho, en la cochera de casa. Cuando
empecé era de día, cuando terminé todo estaba oscuro. Mi padre es profesor de
educación física, mi madre de artes plásticas. Desde que puedo recordar, me
regalaban libros para mis cumpleaños, las fiestas, el día del niño. Les gustaba
que fuera lector, me lo estimulaban. Luego estaban, por supuesto, las
escrituras sagradas. El libro de Mormón, La biblia, Doctrinas y Convenios, los
himnarios de la iglesia. Me fascinaba ver a los misioneros yendo por la calle
portando los libros en la mano. Siempre me gustó eso de llevar un libro en la
mano. Hasta el día de hoy lo hago. Del libro de Mormón me inflamaba la
imaginación el hecho de que fuera un libro inspirado por Dios, y por el que su
autor, José Smith, hubiera terminado perdiendo la vida. Esa fue mi pimera
noción de que había libros peligrosos.
¿Cuáles fueron los
primeros libros que te conmocionaron, los que te propulsaron a escribir?
De adolescente,
cuando escribía poemas: Rimas y Leyendas de Bécquer, Poeta
en Nueva York de García Lorca, Hojas de hierba de
Whitman. Después, a los 19: Menos que cero de Easton
Ellis, El pájaro pintado de Jerzy Kosinski, Luna
halcón de Sam Shepard, Héroes de Ray Loriga, El
pozo de Onetti.
Sobre tu libro de
cuentos Lava, en entrevistas, decís que la percepción de los
lectores es más oscura que la tuya al escribirlos, que los lectores encuentran
más oscuridad ahí que la que vos invertiste voluntariamente.
La mirada del
lector es un misterio para mí. En consideración al lector solo puedo intentar
que se entienda lo que estoy diciendo, frase por frase. Hubo un tiempo en que
me preocupó la supuesta negrura de mis textos. Supuestamente, mis libros eran
crueles. Se los llevé a mi sicoanalista. El tipo no me dijo nada. Yo creía que
la negrura de mi escritura tenía que ver con un estado depresivo, con un
temperamento morboso. Me preguntaba si podía zafar de eso. Si la escritura, que
me salía bien, no iba a terminar sumiéndome aun más hondo en todo aquello, que
empezaba a ver como una enfermedad. Me preguntaba si no era posible usar la
escritura para curarme de lo que sea que tenía. Nunca encontré la respuesta. No
creo que la escritura llegue a curar nada. A lo sumo puede llegar a iluminar
ciertas zonas. Pero iluminar pareciera ser solamente un comienzo. Con la
escritura de Lava tuve que reconciliarme con todo eso. La
literatura, como la vida, parece necesitar conflicto, tristeza, violencia, y mi
ojo está entrenado para percibirlas. En vez de atormentarme por eso, puedo
empezar a sentirme agradecido.
¿Cómo ha sido la
recepción de El hermano mayor?
Pocos días atrás,
una alumna de taller me dijo que quería regalarle un libro mío a su madre para
el cumpleaños. Tiemblo cuando me piden que les recomiende algún libro mío. Me
da la impresión de que todos pueden terminar asustándolos. Parece que la madre
de ella había leído El hermano mayor y le había encantado. Y
es algo que viene sucediendo. Yo creía que El hermano mayor iba
a ser demasiado triste, y la gente percibió otra cosa. Percibió, incluso, algo
esperanzador, algo positivo. Es la última prueba de que hay que soltar toda
expectativa sobre los efectos que pueda tener lo que uno escribe. El lector
ideal que tengo en mente estos últimos tiempos es ese: una señora con mucha
vida a sus espaldas. A esas señoras no hay nada que las espante. Ya han visto
todo, lo han sufrido todo.
El tema de la
muerte reaparece en tus textos, en una entrevista de El País la llaman más bien
una "fascinación" tuya. ¿Irías tan lejos?
Mi conciencia dio
un vuelco cuando se murió mi abuelo Washington y yo era todavía chico. Supongo
que ahí se encuentra el origen de mi fascinación con ella: la muerte como
dadora de conciencia. A partir de ese momento la he visto en todas partes.
¿Cómo no iba a convocarme si mires donde mires, donde haya vida, está ella? A
veces la siento como una novia, otras como un cazador. Algunas de sus caras -la
muerte de un amor, la muerte de una creencia, la de un ser querido- me han aterrado,
otras me han entristecido y encolerizado. Otras me han hecho reír o postrarme a
sus pies de pura admiración.
¿Cómo tomaste la
decisión de escribir El hermano mayor?
La decisión se tomó
sola durante esos primeros días luego de que mi hermano Sebastián se murió. Yo
veía la fuerza con que bullían mis sentimientos, y al mismo tiempo veía cómo
iba cobrando forma una historia. Hay ocasiones en la vigilia que son como esos
sueños en los que sabés, mientras los soñás, que nunca te los vas a olvidar,
que de tanto en los vas a revisitar. Así fue con la muerte de Seba. Luego fue
cuestión de paciencia, de darme el permiso de hablar no solo de él sino de mí
también, de darme el permiso, como hermano suyo, de competir con él por el
protagonismo en ese libro.
¿Cuáles fueron los
libros que leíste en mismo tren que te decidieron a hacerlo?
No me inspiré en
otros libros del estilo mientras escribía El hermano mayor. Sin
embargo, más tarde me di cuenta de que había dos textos que habían tenido una
influencia subterránea. Uno era A Heartbreaking Work of Staggering
Genius, de Dave Eggers, que había leído en Nueva York. Es el recuento que
hace Eggers de cómo tuvo que encargarse de su hermano menor luego de que sus
padres murieran de cáncer con pocos meses de diferencia. Es un libro muy
hermoso y sorprendente. El tipo cuenta todo ese periplo, que podría haber sido
deprimente, con una ternura, pero más que nada con una ironía y un sentido del
humor tan desbordantes, tan desesperados en un punto, que todo se potencia a un
nivel que yo nunca hubiera creído posible. Después está La historia de
tu vida, el cuento de Ted Chiang, que hace un tratamiento del tiempo que se
me debió de haber metido en las venas. Es un cuento cuya lectura suelo proponer
en mis talleres, y fue un alumno de taller el que me hizo dar cuenta, pocos
meses después de que el libro se hubiese publicado, de que había algo de La
historia de tu vida en El hermano mayor.
¿Cómo trabajaste la
materia prima, con qué distancia?
La distancia me la
dio el famoso lésprit de l'escalier, o el ingenio de la escalera.
Así le llaman los franceses a cuando tenés una discusión con alguien, te vas
del apartamento y bajando las escaleras se te ocurre la réplica perfecta que no
se te ocurrió mientras discutías y pensás: la concha de la lora, tendría que
haberle dicho esto, si tan solo pudiese volver en el tiempo y decírselo. La
madre del narrador en el libro dice lo mismo que dijo mi madre la mañana de la
muerte de mi hermano: “¿Por qué tenía que haberse muerto Seba, con lo que gustaba
la vida, mientras que hay otros que se pasan quejando de todo?” Yo estaba
sentado con ella en ese momento y no dije nada. Meses después, se me ocurrió
que podía haberle respondido: “Tendría que haber sido yo el que se muriera.”
Ahí, a partir de lo no dicho, de lo que podría haber ocurrido pero no ocurrió,
se me abrió la narración. Se volatilizó la diferencia entre realidad y ficción
y quedé libre.
¿Quién fue la
primera persona que la leyó y qué te dijo?
Martín Fernández,
de HUM. Dijo que se había sentido un voyeur. Que la foto de tapa tenía que ser
la de una familia en bolas. Eso me dio un poco de miedo. Estuve un rato
pensando si no debía mostrarles el libro a mis familiares antes de que se
publicara, pero no lo hice. Ya no les muestro mis textos a nadie. Van derecho a
la editorial.
¿Dirías que este es
un libro de amor?
Desde un punto de
vista, sí. Detrás de todo gran dolor hay un gran amor. De algún modo, la muerte
viene a poner al amor en jaque.
Este es tu libro
más autobiográfico: ¿Cómo te sentiste al publicarlo?
Me sentí ansioso,
inseguro. En ese sentido, me tranquilizó la lectura de mi círculo más cercano,
que lo abrazó con cariño.
¿Y vas a seguir en
este camino?
No sé qué voy a escribir ahora. Después de cada libro continúo un poco
prendido de la inercia del anterior, luego eso me abandona por completo y paso
un rato en la nada, leyendo, viviendo. A veces me vienen ganas de hacer algo
totalmente opuesto a lo último que hice, pero esas son cuestiones mentales. No
puedo planear para dónde voy a ir. La actitud es la de estar lo más abierto y
atento posible, y cuando la cosa llegue, vemos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario