EL PALACIO SALVO
HISTORIAS A SALVO
El coloso de cemento es, desde casi siempre, la referencia inevitable de
la mirada de quien sea que en Montevideo otea el horizonte o intenta ubicarse
en una ciudad que desconoce. En sus casi 400 apartamentos, 26 pisos, escaleras,
ascensores, torres, mirador y 1001 recovecos, se esconden tantas historias como
cientos de vecinos pasaron y pasan por los pisos de mosaico.
En los repliegues del Palacio Salvo vive una profesora retirada cuyo
sueño mayor fue tener un apartamento allí, y lo consiguió. En el hall del
"piso del tango" los bailarines hacen firuletes y recuerdan los
íconos culturales que marcaron la historia del edificio. Más abajo,
desapercibido para la inmensa mayoría de los que viven al palacio desde afuera,
hay un club de billar con socios expertos y las mejores mesas del país. Y por
ahí pasa el dueño de tres de las cuatro torres; por ahí se cuelan los recuerdos
del vigía que espiaba la ciudad desde el piso 25 y que vio el Graf Spee en
llamas; y se cruzan con el vecino que replica, por enésima vez, la historia del
fantasma que aparece en el séptimo, todos los 29 de cada mes, el gran señor
Salvo, cuya vida desgraciada generó tal vez su leyenda. La historia en el Salvo
se amalgama en la rutina de todos los días, porque ya es parte de sus paredes y
su vieja pero siempre vanguardista estructura. Pero las historias de quienes lo
habitaron y habitan, van y vienen. Aquí nos detuvimos a escuchar y atesorar
algunas.
El corazón mecánico
Para llegar al cuarto de máquinas hay que tomar el tercer
ascensor, el de más a la derecha, que llega hasta el piso 23. Después, abrir
una reja y subir por escalera dos pisos más, hasta el 25, donde está el
mirador. Una vez allí, hay que tomar la escalera que conecta con una abertura
en el techo. Es una habitación oscura y lo único que se escucha es el constante
ir y venir de los tres ascensores principales. De repente se hace silencio,
pero dura poco. Otra vez, alguien llama al ascensor para moverse por el
edificio. Desde la inauguración del Salvo, las máquinas siempre estuvieron en
el mismo lugar.
El vigía del puerto
La altura del Palacio Salvo permite obtener desde él una
vista privilegiada de toda la ciudad, algo que no le pasó desapercibido al
arquitecto que lo diseñó, Mario Palanti. En un principio el proyecto incluía la
colocación de un faro en la cúpula de la torre, ya que, con cerca de 100 metros
de altura, una vez en pie el edificio se iba a convertir en el más alto de
América Latina y en la construcción de hormigón armado más alta del mundo. No
bien se inauguró, el servicio de vigía del puerto se mudó al piso 25, desde
donde podía controlar los horarios de entrada y de salida de los barcos. Luego
pasó al piso 19, a una de las cuatro torretas del edificio. Desde el Salvo el
vigía fue uno de los primeros en ver cómo empezaba a incendiarse el barco
alemán Graf Spee en la bahía de Montevideo en 1939. El libro Historias del Palacio Salvo relata que la familia Simonetti, a
cargo del servicio durante varias generaciones, era tan celosa de su oficio que
cuando Abelardo García Viera compró uno de sus apartamentos en la altura tuvo que
firmar un documento en el que aseguraba que no haría tareas de vigía. Oscar
López, que trabajó como ascensorista del Salvo a fines de la década de 1960,
recuerda que cada vez que los funcionarios del edificio recibían una llamada
desde arriba era porque algo había detectado el vigía con su binocular: casi
siempre se trataba de alguna mujer en bikini que se acercaba a la playa, sin
imaginarse que desde lo alto de la ciudad alguien la observaba. Hoy en el piso
25 funciona un mirador al que se puede subir durante las visitas guiadas.
La felicidad de Frank Sinatra
https://youtu.be/Ilx8q6srao4
Recortes, discos, fotos, libros. Frank Sinatra tiene un
lugar en todas las paredes de la casa de José María Reyes. Su afición por el
actor y cantante estadounidense lo han hecho mantener un programa de radio
dedicado a él durante 16 años. Estudió cada uno de sus gestos y movimientos y
en 2005 hizo su primera imitación ante más de 250 personas. Aunque lo hace como
"un hobby amateur", lo cierto es que Sinatra ocupa buena parte de su
vida. Con la vista privilegiada que tiene desde el piso 18, Reyes se siente
como si viviera en en el Salvo tower, una especie de versión uruguaya del
edificio Waldorf, en Manhattan, donde Sinatra vivió durante algunos años.
Aunque adora su apartamento, Reyes es crítico con el estado de mantenimiento
del palacio. "Está violentado de mil maneras. No conozco una
dama más violada", dijo al compararlo con "las bellas damas", de
las edificaciones europeas. En julio de este año, varios trozos de mampostería
cayeron de la fachada del edificio justo sobre su auto, un Honda Prelude 1985. "Es una mala noticia, pero sucede que
cada vez que abro la puerta y entro acá, soy feliz", contó.
El torreteniente
Como un guardián del edificio, es común encontrarse a
Abelardo García Viera en cualquiera de los pasillos del Salvo. Se lo puede ver
esperando al ascensor en planta baja para subir a la torre y, minutos más
tarde, volver a verlo en el mismo lugar, esperando para hacer el recorrido de
nuevo. Cuando se le pregunta sobre el edificio dice que no quiere hablar, pero
pronto es evidente que no puede evitarlo. "Cada vez que vengo al Salvo es
un problema", se queja durante su descenso, esta vez, hacia la salida. La
primera vez que pasó frente al edificio tenía cuatro años e iba tomado de la
mano de su padre. Fue tan grande la impresión que le causó verlo de cerca que
en ese mismo momento decidió que algún día se mudaría ahí, a la torre. Al
menos, así es como le gusta contarlo. García Viera vivió en el Palacio Salvo
durante más de 45 años y, de no haberse ido, mantendría su galardón por ser la persona con más
tiempo viviendo en el edificio. Fue su administrador en tres oportunidades -de
1970, en 1990 y la última vez en de 2012- y se enorgullece de decir que gracias
a él se inició la recuperación de las puertas origina-les del edificio, hoy
todavía acostadas sobre el pasaje Andes. Es dueño de tres de las cuatro torres
del piso 17, que fue uniendo entre sí para integrarlas en un único apartamento
con una vista de casi 360 grados de todo Montevideo. A eso se le agregan los
apartamentos del piso 19 y el del 18, por lo que en total tiene 7 propiedades
en el edificio. "Palaciosalvitis aguda", lo definió su mujer, Renata
Gerone, en una entrevista con El País de 1996. Sin embargo, él es menos
dramático. "Soy el torreteniente",
se auto describe, mientras sigue su paseo en el ascensor.
El reino de Nelda
Nelda González está casi segura de que es la persona que
habita en el Palacio Salvo desde hace más tiempo. Antes era Abelardo García
Viera, pero ya se mudó. De repente podría haber alguien que lleve más de 36
años, pero si esa persona existe y se esconde, entonces es porque no ama tanto
al edificio, razona Nelda. O de repente es injusta, y alguien descubre que es
otro quien debe llevarse el reconocimiento. Todo eso piensa la exprofesora de Literatura
mientras cuenta su experiencia en el edificio. Según su teoría, el Salvo es
como un pueblo con sus suburbios: desde la base y hasta el piso 10 vive la
juventud flotante, la que va y viene, la que ella no conoce. Lo mejor, en
cambio, es la torre, donde están "los de siempre". Compró su
apartamento con $ 55 mil que pagó al contado y se mudó el 19 de abril de 1979. Durante
estos años Nelda hizo amigos de todo tipo, pero ahora se enfrenta a un
problema: sus vecinos se van muriendo y se está quedando sola. Hace poco se
despidió de una de sus mejores amigas, que vivía en el piso 13. A pesar de las
despedidas, Nelda sigue amando el lugar en el que vive y las rutinas que le
alegran cada día, como desayunar, almorzar y cenar mirando por una pequeña ventana
que le regala el color del cielo y la luz de Montevideo.
De Nueva York al Salvo, a puro diseño
El apartamento 1331 es uno de los más lujosos de todo el
edificio. Su dueña, Graciana Del Castillo -economista y académica, que ha
trabajado en el FMI y la ONU- lo compró por US$ 50 mil y luego invirtió otros
US$ 210 mil para reformar a su gusto los 70 metros cuadrados de superficie. La
remodelación está inspirada en el estilo neoyorquino de principios del siglo XX
e incluso varios de los muebles fueron traídos desde Estados Unidos. En el
camino quedaron las viejas paredes que dividían las habitaciones y ahora todo
es un único espacio, salvo el dormitorio, donde reposa una Chaise Longue del
arquitecto y diseñador francés Le Corbusier.Del Castillo es tan celosa de su
apartamento que antes de alquilarlo hizo una preselección de los candidatos a
partir de entrevistas. El elegido fue Juan Del Pozo, un diplomático español que
lleva más de un año viviendo allí y que, en principio, piensa quedarse un año
más.
Una mirada a sí mismo
El Palacio Salvo es un barrio puertas adentro. Tiene casi
400 apartamentos y más de 1.000 per-sonas recorren a diario sus ascensores,
pasillos y escaleras. El único lugar compartido al aire li-bre es la azotea del
piso 11, pero su uso no está habilitado ya que solo se utiliza para alojar los
tanques de agua del edificio. La única posibilidad de acceder a esta vista
única de la Plaza Independencia y más allá (así como de una particular
perspectiva de la propia torre del Salvo) es durante las visitas guiadas de
Daniel Elissalde, quien hizo una investigación de diez años y cuyo resultado
fue su libro Historias del Palacio Salvo. Se realizan todos los martes y jueves
a las 16 horas, duran 90 minutos y cuestan $200.
La cuna de la cumparsita
El compositor argentino Roberto Firpo estaba en
Montevideo una noche de 1917, cuando tuvo la oportunidad de dirigir su orquesta
en La Giralda, el café más lujoso de la ciudad. Allí, Firpo hizo sonar por
primera vez La Cumparsita mientras que su compositor, el entonces estudiante de
arquitectura Gerardo Matos Rodríguez, lo escuchaba desde el público. Cinco años
más tarde la confitería se derrumbó para dar inicio a las obras del futuro
Palacio Salvo. Algo de esa noche quedó entre los escombros. Nueve pisos más
arriba, cuatro artistas del tango recuerdan su himno, uno de los más conocidos
en el mundo. Luis Olivera, Zahira Kascalt, Ruben Alberto Fe-rreri y Lina
Pacheco eligieron ese piso para vivir y de un modo u otro reviven esa parte de la historia.
La Cumparsita "quedó como un alma que hay que aprovecharla", dice
Olivera antes de homenajear la pieza con los habilidosos firuletes y gráciles
movimientos que logra junto con su pareja de baile, en medio del pasillo que es
su pista de baile favorita. Del otro lado de la puerta, en el apartamento 912,
el pianista Ruben Alberto Ferrari la recuerda a su modo. Piensa que hay tangos
más lindos, pero no duda en sentarse al piano y comenzar a tocarlo cuando se lo
piden.
Vilariño
y la generación del 45
Una de las
personalidades que eligió el Salvo para vivir fue la poetisa Idea Vilariño. Se
mudó allí en la década de 1970 pero, según recuerda su sobrina, Elena Vilariño
Haberli, no se quedó allí muchos años. La última vez que Elena visitó a su tía
en ese apartamento fue en 1975, cuando fue a pedirle prestado un diccionario
Larousse. Le quedó la imagen de una casa de muñecas, algo vieja pero bien
arreglada. Idea Vilariño formaba parte de la generación del 45 y es muy
probable que haya recibido en su casa del Salvo a varios de sus integran-tes.
Su sobrina cree que no eligió el edificio por su peso cultural, sino que fue
uno más de los tantos lugares que la poetisa eligió para vivir. Elena recuerda
que cuando viajó a Europa, en 1976 envió varias cartas con la dirección Plaza
Independencia 848. Pero cuando volvió diez años más tarde su tía ya se había
mudado dos veces. La casa del encuentro familiar estaba
en realidad en Las Toscas. El mes pasado se bautizó por primera vez a un piso
del Salvo. Le tocó al piso 8, donde vivió Vilariño. La idea de la
administración es que se sigan sumando reconocimientos a los personajes que de
algún modo u otro dejaron su huella en el edificio.
El fantasma de Pedro Salvo: en el piso 7, los días
29
José Salvo no tuvo mucho tiempo para disfrutar su obra.
Cinco años después de inaugurado su edificio murió atropellado por un auto y
los rumores de la época no dejaban de afirmar que había sido su yerno, Ricardo
Bonapelch, quien lo había mandado matar para cobrar parte de la herencia. La
relación entre ellos nunca había sido buena. Salvo no había consentido en el
casa-miento de Bonapelch y su hija menor -a quien algunas versiones la
describen como con un bajo coeficiente intelectual-, e incluso llegó a ofrecer
dinero a su yerno para que se separaran. Años después de la muerte de Salvo,
una investigación judicial concluyó que Bonapelch había pagado al conductor del
vehículo para que lo matara y fue condenado a varios años de
cárcel por un delito que jamás admitió. Los edificios históricos siempre tienen
su lado oscuro, trágico y tenebroso. Pero quienes viven en Palacio Salvo
supieron aprovecharlo y el fantasma es un personaje hasta querible entre los
vecinos. Los que creen en él lo llaman Pedro y aseguran que siempre se aparece
en el piso 7. Que todos los días 29 se deja ver en el entrepiso y que viste
sombrero y tapado de época. Que, a diferencia de los otros, es un fantasma
bueno: le atribuyen hechos extraordinarios como el arrepentimiento de un ladrón
y la advertencia de un incendio. Hay muchos que no creen en el fantasma del
Salvo, pero no hay nadie que viva allí que pueda escapar de su historia.
Los viejos ascensores: memorias y alerta
Los viejos ascensores del edificio tienen como punto de
partida -o de destino- el pasaje Andes. Suben y bajan hasta el noveno piso, uno
antes de donde termina la parte ancha del Salvo. El de la izquierda va por los
números pares y el de la derecha por los impares; solo en el piso seis pueden
verse sus antiguos relojes en funcionamiento. Hay vecinos a quienes les queda
más cómodo usarlos, aunque deben tener cuidado: en algunos pisos hay que
corroborar que el ascensor esté antes de abrir la reja; de lo contrario podrían
caer al vacío.
El ascensor del Hotel Salvo
Cuando el dirigente del PIT-CNT Oscar López volvió a
entrar en el Palacio Salvo sintió algo de nostalgia. Caminaba mirando todo a su
alrededor y tratando de reubicar dónde era que iba cada cosa, cada planta, cada
lámpara. Fue ascensorista del edificio en 1967, cuando tenía 17 años, y durante
ese tiempo conoció a casi todos los personajes del edificio. Recuerda que en el
piso tres había un hotel con casi 50 habitaciones que recibía a personas de
todo tipo y que, si tenía suerte, los clientes le dejaban buenas propinas. El
Hotel Salvo no era muy lujoso, sino más bien un tres estrellas. A López le
llamaba la atención que estuviese escondido en el edificio, donde también vivía
gente "común y corriente". Aunque, así y todo, se llenaba. Una vez un funcionario
del hotel abrió la puerta del ascensor y cayó por el agujero hasta el sótano.
No murió, pero fue una de los hechos particulares del Salvo que más le quedaron
marcadas a López durante su estadía de dos años en el palacio.
La casa del billar
En cada piso hay historias de vida y, siempre, alguna
sorpresa. Cuando se abre el ascensor en el segundo, la vista no puede evitar un
cartel luminoso que marca la entrada a la Casa del Billar, un escondite para
los conocedores del juego. Desde 1986 tiene su lugar en el Salvo, un edificio
que el administrador de este particular club, Rubén Suárez, describe como un
espejo de la realidad. La Casa del Billar tiene algo más de 100 socios, aunque
también van visitantes a jugar por $ 100 la hora. Un rincón pintado de rojo
hace de cantina donde los clientes se acercan a consumir tragos o cafés y,
mientras algunos juegan, otros esperan su turno en mesas que apenas pueden
sostener vasos. Van jóvenes, mujeres, hombres, aunque predominan los veteranos
experimentados, con guantes especiales para practicar el deporte y mirada concentrada en la
siguiente estrategia. Suárez se jacta de tener los mejores billares del país y
una mesa llena de trofeos confirma el nivel de sus jugadores. Agradece que su
negocio esté escondido, si no, dice, "sería un loquero". En el Salvo
abundan los secretos que pronto pierden esa condición, porque alguien los
cuenta; siempre hay alguien que descubre el Club del Billar, entra y se queda a
jugar.
Ignacio Suárez vio al Palacio Salvo y en su
imaginación dibujó poemas.
Cuando encontró un apartamento libre para mudarse, empezó
a poner en palabras los silen-cios del cemento, la oscuridad de los pasillos,
las vibraciones de los muertos. Dice que el edificio es una ciudad cultural y
enseguida salen de su boca nombres cuyas imaginaciones también dibujaron
palabras que nacieron en el Salvo: Armonía Somers, quien vivió en el piso 16, Idea
Vilariño, en el 8, o Ruben Castillo, del piso 12.
Para él, diferentes
protagonistas y circunstancias fueron marcando la esencia del Salvo y aho-ra,
con el incipiente centro cultural del edificio que intenta impulsar junto a la
administración, quiere que los que viven del otro lado del muro también se
enteren de lo que pasó allí durante casi 90 años. Sentado de espaldas a la
escalera, mientras algunos caminan apurados por el corredor, Suárez se toma su
tiempo para recitar uno de los poemas que escribió inspirado en el palacio.
"El Salvo es una ciudad; lo que no te
imagines está acá"
Maximiliano Patrón empezó a trabajar como portero del
Salvo sin grandes expectativas. Tres años atrás solo conocía al coloso de
cemento que se ve por fuera y que parece ser parte per-manente de la ciudad
desde hace tantos años que ni se cuentan; pero una vez que puso un pie adentro
su perspectiva del edificio comenzó a cambiar. Cobró vida. Se enteró de
historias insospechadas, semi reales y semi imaginarias: de que un piso puede
llegar a tener 50 apartamentos, de que un supuesto fantasma recorre el Salvo y
de que todos los días entran personas hablando diferentes idiomas. Como muchos
en el gran edificio, no será Maximiliano quien ponga la línea divisoria
entre lo real y lo imaginario. Ahora piensa que el palacio tiene magia y aunque
no todo es rosas en su oficio, confiesa que le tiene un cariño especial. Como
auxiliar administrativo, Patrón se siente la cara visible del edificio y asume
la responsabilidad con orgu-llo, aunque deba afrontar roturas de caños, fallas
en los ascensores, atender a los vecinos, pagar deudas y escuchar y contar las
historias que se esconden en cada recoveco del edificio. "Todos los días
el Salvo te enseña algo", confiesa.
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