LA
CARRETA
Prólogo
de Wilfredo Penco
Montevideo
2004
QUINCUAGÉSIMA ENTREGA
XIII
(1)
Desde el primer día, la
misteriosa carreta marchaba rezagada. Al pasar por el rancherío de Saucedo, un
viejo que sabía mucho de yuyos y picanas comentó que no era porque sus bueyes
barcinos fuesen pachorrientos. “Esa carreta anda como avergonzada -dijo-. Por
algo será”. Llevaban seis días de marcha hacia el oeste, con el sol de frente.
Sol de invierno que en los atardeceres pasaba un hilván dorado, bajo los
techos, con excepción de la última, cerrada con cueros negros. Las otras tres,
en conserva, ayudándose los carreros mutuamente con gritos roncos y clavos de
silbidos tan agudos como los que lucían las picanas. La huella se estiraba pareja
para las tres carretas y al caer la noche se hacía un ovillo en la falda de
algún vallecito. Se libraban los yugos y la boyada seguía por el cañadón
husmeando la aguada, mientras se calentaba el agua de los primeros mates.
Y recién entonces,
cuando los fogones de las carretas punteras aleteaban entre las ruedas,
Matacabayo, el capataz de la tropa, detenía los barcinos y acampaba lejos como
caudillo de la soledad. Fiel a la aventura, aprovechaba el clarín de la
asonada, para probar suerte.
-¡Tanto cuidado, tantas
partes!... -dijo uno de los carreros, el melenudo Eduardo, un poco mosqueado
por el misterio-. ¡Y a lo mejor, lleva cuatro chuzas!
Se quitó el sombrero y
como chuzas entraron en el pelo hirsuto, los cinco dedos, arqueados y nudosos.
-Pa mí que lleva
pólvora -opinó el petiso Manolo, un tape de alpargatas bigotudas que viajaba
impaciente por incorporarse a las tropas revolucionarias para calzar botas de
potro que, según mentas, repartirían en la patriada.
-¡Pimientas, qué
pólvora ni que niño muerto! -volvió a cargar Eduardo-. ¡Pimienta y gracias!
¿Qué otra cosa pueden llevar?
-Vaya a saber… Pero es
algo que no debemos ver -reflexionó el tape Manolo.
Matacabayo no siempre
se acercaba al fogón de los punteros. Y cuando dejaba su carreta, paraba rodeo
a fin de que se hallasen presentes los cuatro hombres que le respondían. Venía
a pie, abriéndose paso en la tiniebla con el pucho encendido y sin perros,
porque los dejaba atados a la carreta.
En las primeras
jornadas, el campamento distanciado fue motivo de intrigas. Matacabayo tenía
derecho a desuncir los bueyes donde le diese la gana.
-¿No se acerca, don
Mata? -habíale preguntado el más entrado en años, Jerónimo, un fornido
guerrillero con vago acento español.
Fue en la pulpería
mientras llenaban sus maletas de fariña y fideos. Matacabayo no halló malicia
en la pregunta, por eso dio gustosas explicaciones:
-¿Me han pedido,
sabe?... que marche un poco separau. Cosas d’estos tiempos de rivoluciones…
Y así terminó la cosa.
Matacabayo contestaba con modestia, como excusándose de permanecer al margen de
la tropa. Pero no era por modestia. Los hacía por temor de que a un muchacho de
veinte años, el rubio Carlitos, mozo inquieto, le diese por sospechar. La gente
moza -decía- quiere enterarse de todo lo que no le conviene…
En el fogón de la carreta
misteriosa pocas veces se veían sombras humanas. Con Matacabayo iba Farías, un
viejo de mal carácter, acreditado como sus propios perros. Dos figuras, dos
sombras que en la noche rondaban la llama, aunque para Eduardo viajaba alguien
de incógnito. Pero nadie se atrevía a acercarse. Carlitos seguía todos los
movimientos del distante fogón. Hablaba poco, miraba mucho.
-Este rubio me v’arruinar
el trabajo -se dijo Matacabayo-. No despega los ojos del fogón.
Durante la marcha,
Carlitos no podía ocuparse de la carreta solitaria. Al desatar las coyundas, en
cambio, observaba. Una noche creyó ver alrededor del fuego las faldas de una
mujer.
-¡Si serás esagerau! -protestó
Manolo-. ¡Eso sí qu’es ver visiones!
-¿El viejo Farías anda
de culero? -preguntó el interesado.
-De ánde, si no usa
lazo desde hace años -aclaró el melenudo.
-Yo vi unas polleras.
Miren que no me equivoco. Las piernas de un cristiano dejan pasar la luz -insistió
el muchacho.
Los restantes se burlaron.
-Cosas de muchacho -sentenció
Jerónimo-. Con la fama de Matacabayo, a su vera sólo se ven féminas.
A Manolo le empezó a
arder la imaginación. Aprovechando la ausencia de Matacabayo, volvió con el
tema de la carreta solitaria:
-Lleva como mil
carabinas, y pólvora para hacer el puente de Tacuabé -dijo semblanteando a
Carlitos.
-¿Quién te lo dijo? -preguntó
el rubio.
-Lo soñé -contestó
Manolo, sin perder el efecto que producían sus palabras.
-¡Andá a sanar! -gritó Eduardo
mientras observaba a Carlitos, que en ese momento quería descubrir, a través de
la cerrazón, la llama que parpadeaba a la distancia.
Y a la madrugada,
cuando fue a recoger los bueyes, trató de arrimarloas a la carreta. Matacabayo
se adelantó. Una mirada de lejos -una mirada de perro alerta, de caballo
asustado, de hombre receloso- basto para detenerlo. La carreta, vigilada por el
viejo Farías, era un puño apretado, como la zurda de Matacabayo, famosa por la
fuerza, reposando sobre el mostrador del boliche.
Jerónimo, el petiso
Manolo y Eduardo fueron testigos de la picardía. De manera que al ayudarlo a
uncir los bueyes, Manolo le dijo en tono de consejo:
-Andá tranquilo. Es
mejor no saber qué es lo que lleva… A ver si nos meten presos por tropear
carabinas…
-Mirá, por el ruido de
los ejes, esa carreta no va cargada -apuntó Carlitos-. Y es eso lo que me tiene
con la sangre en el ojo.
-¿Y qué lleva,
entonces? -volvió Manolo, picado de curiosidad.
-Algo muy livianito…
Supongo… Pero muy livianito…
La intriga prendió en
el ánimo de Manolo. ¿Y si llevase mujeres, como sospechaba el rubio, y
Matacabayo, egoísta, no les decía nada? Día tras día, Carlitos seguía
escudriñando el horizonte, cuando la carreta casi se perdía de vista. La cabeza
del muchacho giraba para atrás, como la de las lechuzas.
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