LOS
CANTOS DE MALDOROR
CIENTOVIGESIMOSEGUNDA ENTREGA
(Barral Editores / Barcelona 1970)
CANTO QUINTO
4 (1)
-¿Pero quién es… quién
es el que aquí se atreve, como un conspirador, a arrastrar los anillos de su
cuerpo hacia mi negro pecho? Quienquiera que seas, excéntrico pitón, ¿con qué
pretextos justificas tu ridícula presencia? ¿Es acaso un gigantesco
remordimiento que te atormenta? Porque, mira, boa: tu majestad salvaje no
tendrá, supongo, la exorbitante pretensión de sustraerse al paralelo que hago
entre ella y los rasgos de un criminal. Esa baba espumosa y blancuzca es, para
mí, signo de la rabia. Escucha: ¿acaso sabes que tu ojo está muy distante de
absorber un rayo celeste? No olvides que si tu presuntuoso cerebro me ha creído
capaz de ofrecerte algunas palabras de consuelo, es quizás solo a causa de una
ignorancia totalmente desprovista de conocimiento fisiognímico. Durante un
tiempo, entendámonos, suficiente, dirige el fulgor de tu mirada hacia lo que yo
tengo tanto derecho como otro cualquiera a llamar mi rostro. ¿No ves cómo
llora? Te engañaste, basilisco. Tendrás que buscar en otra parte la triste
ración de alivio que mi impotencia radical te niega, pese a las numerosas protestas
de mi buena voluntad. ¡Oh!, ¿qué fuerza expresable en frases, te arrastra
fatalmente hacia tu perdición? Me es casi imposible habituarme a este
razonamiento que tú no comprendes: aplastando de un taconazo las curvas
fugitivas de tu cabeza triangular sobre el césped enrojecido, podría amasar una
innominable masilla con la hierba de la pradera y la carne del aplastado.
-¡Aléjate
inmediatamente de mí, culpable de rostro pálido! El espejismo falaz del terror
te ha mostrado tu propio espectro. Disipa tus injuriosas sospechas si no
quieres que a mi vez te acuse y presente contra ti una recriminación que sería
sin duda aprobada por el juicio del serpentario reptilívoro. ¡Qué monstruoso
extravío de la imaginación te impide reconocerme! ¿Ya no recuerdas, pues, los
servicios importantes que te he prestado, al gratificarte con una existencia
que hice emerger del caos, y, por tu parte, el inolvidable voto de no desertar
jamás de mi bandera, con el fin de serme fiel hasta la muerte? Cuando niño (tu
inteligencia estaba entonces en su mejor momento) eras el primero en trepar a
la colina, con la velocidad del gamo, para saludar, con un ademán de tu
manecita, los rayos multicolores de la aurora naciente. Las notas de tu voz
brotaban de tu laringe sonora igual que perlas diamantinas, y resolvían sus
personalidades colectivas en la suma vibrante de un largo himno de adoración.
Ahora arrojas a tus pies, como un harapo sucio de barro, la clemencia de que di
pruebas por mucho tiempo. La gratitud ha visto secarse sus raíces como el fondo
de un pantano; pero en su lugar creció la ambición en una magnitud tal que me
sería penoso calificar. ¿Quién es el que me escucha, que tanta confianza tiene
en el abuso de su propia debilidad?
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