RILKE: LA VOCACIÓN DEL POETA FILÓSOFO
Por Carlos Javier González Serrano
(18 / 7 / 2016)
Si echamos un
vistazo a la época de oro de la poesía en Grecia (Eurípides, Sófocles y Esquilo
son sus máximos exponentes), observamos una doble cara que, quizás sin saberlo,
tendría mucho que ver con el desarrollo vital de Rainer Maria Rilke. Aquellos
inmortales poetas cantaron sin duda el poder de los dioses, su forma de
gobernar a los humanos y la magnificencia con la que gestionaban su propio
destino. Pero por otro lado, no titubearon al denunciar las terribles
desgracias que sus juegos y veleidades provocaron a innumerables seres humanos.
En los entresijos de Las Euménides (obra
de Esquilo), encontramos por ejemplo esta interesante reflexión: «Pues, ¿qué
les acaece a los mortales que no sea obra suya?; y de todo esto, ¿hay algo que
no se haya cumplido por disposición de los dioses?».
Rilke nace en Praga
en 1875 y desde muy temprano siente una fuerte vocación literaria. Aunque en su
juventud, y en momentos posteriores de su vida, cultivó géneros como el teatro
o el ensayo, se vio empujado a ejercitar extensa y profundamente la poesía por
el talento que creía poseer, reconocido enseguida por amigos y editores. Así lo
expresa Antonio Pau en su titánica biografía de Rilke (probablemente la más
completa en español, publicada por Trotta): nuestro protagonista «vivió para su obra. Son
pocos los pasos que dio que no se encaminaran al cumplimiento de lo que él
sintió como una ineludible vocación y un inaplazable deber».
Al igual que
algunos personajes de las obras de los aludidos poetas griegos, como en el caso
de Sísifo, Rilke agradece a los hados el don que le ha sido concedido (a través
de una tendencia espiritual-religiosa de gran calado), pero igualmente se sabe
víctima de una suerte de condena: el poeta (como cualquier artista), si es que
nace siéndolo, debe cumplir con su deber. Con el objetivo de consumar su tarea,
Rilke construye paulatinamente un universo íntimo que le permite hacer oídos
sordos frente a los que estiman su oficio vano, prescindible. «En ningún lugar
hay mundo más que dentro», asegura el poeta; y Antonio Pau apostilla: «sólo
cuando las cosas las hemos transformado, dentro de nosotros, en invisibles, es
cuando realmente existen». A pesar de esta acusada disposición poética, Rainer
Maria también se vio desorientado en ocasiones, lo que expresó en diversos
poemas: «¿Puede decirme alguien adónde/ tiendo yo con mi vida?», se preguntaba
en Advent.
Este mundo interior que Rilke erige
como atalaya desde la que comunicarse con el mundo tiene mucho que ver con el
nomadismo al que estuvo sujeta su existencia, repleta de continuos viajes que
le llevaron por Alemania, Rusia, Italia, Francia, Suiza, Egipto, Túnez e
incluso España (guardaría gran recuerdo de Toledo, Córdoba y de la serranía de
Ronda, donde actualmente podemos encontrar una estatua que representa al
poeta). Como explica uno de los mayores especialistas en la obra de Rilke,
Jaime Ferreiro, «este hombre sin patria oficial y sin hogar supo crearse una patria
y un hogar en su interior, y hacer del desamparo su máxima protección».
Aquel desamparo, como decimos, es
vivido por el poeta en su doble vertiente de bendición y castigo: «Debes con
dignidad soportar la vida,/ tan sólo lo mezquino la hace pequeña», escribía en
«Canción regia». En esta misma línea, Rilke sentía con especial profundidad la
fugacidad de todo cuanto nos rodea (no sólo materialmente: también los
recuerdos, los sentimientos, etc.). Rainer Maria pone en liza ya en su juventud
los temas que madurará a lo largo de su carrera literaria, muy en consonancia
con los intereses filosóficos contemporáneos del más precoz existencialismo,
del incipiente psicoanálisis que Freud comenzaba a promocionar, y del vitalismo
de Nietzsche: la aguda angustia y el afán por sobrevivir, el ahínco por
conducir cualquier realidad hasta nuestro interior (para mejor despiezarla y
transformarla), o la fijación por perpetuar lo caduco, por hacer de lo
evanescente y efímero algo eterno.
En una de las más
de siete mil cartas que se conservan de Rilke, dirigida en este caso a la
pintora Sophy Giauque en 1925, próximo a su muerte, observamos los rasgos
propios de la producción rilkeana: «¡Hasta qué punto están en migración todas
las cosas! ¡Cómo se refugian en nosotros, cómo desean, todas, ser salvadas de
su vida exterior y revivir en ese más allá que encerramos en nosotros mismos,
para hacerlas más profundas!». Más adelante, tajante, asegura el poeta: «Somos
pequeños cementerios, adornados por esas flores de nuestros gestos fútiles, que
contienen una multitud de cuerpos difuntos que nos piden que demos testimonio
de sus almas». El arte funciona, en este sentido, como un instrumento que
permite salvar los fenómenos. La poesía, en concreto, transforma la realidad en
versos cuya más noble misión es recuperar los hechos del olvido. La carta
finaliza de esta manera: «tenemos encomendada la tarea de la transmutación, de
la resurrección, de la transfiguración de todas las cosas. Porque, ¿cómo salvar
lo visible, si no es transformándolo en el lenguaje de la ausencia, de lo
invisible?». El poeta debe objetivarse, convertirse en sus propias palabras. En
el Réquiem que compuso por el conde Wolf von
Kalckreuth (la muerte supone un tema central en la concepción del mundo de
Rilke), especificaba la función del poeta: «Como enfermos,/ llenan el lenguaje
de lamentos,/ dicen dónde les duele, en vez/ de transformarse, duros, en
palabras,/ como el cantero de una catedral/ se transforma en la calma de la piedra».
Fiel al destino que
le había sido encomendado, Rilke desarrolló desde su juventud el propósito de
hacer llegar la poesía a todas las capas sociales, lejos del elitismo académico
propio de su época, y nunca le tembló la mano al denunciar esta circunstancia.
Así, escribía en el primer número de una revista que fundó en 1896 (bajo el
título de Wegwarten o Achicorias): «Publicáis vuestras obras en ediciones
refinadas, facilitando que los ricos compren. Pero no ayudáis a los pobres». En
una expresión que podría tener justa cabida en la actualidad, en este grave
entorno de crisis económica que hace que la cultura quede desterrada de los
intereses más perentorios de la sociedad, explicaba un indignado Rilke: «Para
los pobres todo es demasiado caro. Aunque se trata de sólo dos céntimos, si
tienen que elegir entre libro y pan, elegirán pan. Así que, si queréis que
vuestra obra llegue a todos, dadla sin más».
Como si de un oráculo délfico se
tratara, Rilke estima que debemos aceptar nuestro destino tal y como viene, sin
concesiones: «Sólo porque muchos no absorbieron sus destinos, mientras estos
vivían en ellos, y no los transformaron en sí mismos, fue por lo que no
reconocieron lo que salía de ellos mismos».
Tras una larga
estancia en un sanatorio suizo, Rainer Maria muere en 1926. Su tumba puede
visitarse en el cementerio de Raron. El epitafio, que él mismo redactó, reza:
«Rosa, oh contradicción pura en el deleite/ de ser el sueño de nadie bajo
tantos/ párpados». Como escribiera en las Cartas a un joven poeta,
en 1903, nada podría producir un destrozo más violento que mirar hacia afuera
cuando lo que se busca es lo más cierto, lo más verdadero en absoluto, pues no
se puede esperar una respuesta de fuera «a preguntas a las que sólo puede
contestar, acaso, el más íntimo sentir en su hora más silenciosa». Quizás esta
sea la mayor lección filosófica de la poesía de Rilke: que la palabra, en su
decir, desemboque en silencio.
Aunque la obra de Rilke sea
eminentemente poética, podemos encontrar todo un compendio de sus ideas
filosóficas en las Cartas a un joven poeta que dirigió
a un joven admirador que le pedía opinión sobre sus creaciones. En estas
misivas, convertidas en todo un himno del pensamiento estético, Rilke aborda
los asuntos que más le interesaron desde la firme convicción de que «la vida
tiene razón, en todos los casos». Además de la muerte, el destino, la necesidad
de soledad, el carácter fugaz de las cosas y de la existencia, y del cometido
poético de eternizar toda realidad efímera a través del verso, la memoria y el
recuerdo adquieren un lugar especial en estas misivas: «No hay nada que no esté
comprendido, captado, experimentado y reconocido en el arcano tembloroso del
recuerdo –escribía Rilke–; ninguna experiencia ha sido demasiado pequeña, y el
más pequeño acontecer se despliega como un destino». Cualquiera de nuestras
acciones, de nuestras palabras y nuestros pensamientos, quedan recogidos en un
«tejido maravilloso y ancho», unidos por un fino e invisible hilo que da
sentido a la vida, sea cual sea su desarrollo. La existencia es perpetua
pregunta, constante cuestionamiento: «Y se trata de vivirlo todo. Viva usted
ahora las preguntas. Quizá luego, poco a poco, sin darse cuenta, vivirá un día
lejano entrando en la respuesta».
Aunque podría pensarse lo contrario,
en los poemas que componen los Réquiems de Rilke damos
con auténticas exaltaciones de la vida y del arte como su auténtico motor:
«amar significa estar solo,/ y en su trabajo a veces los artistas presienten/
que deben transformarse en lo que aman». El Libro de las horas,
compuesto a su vez por tres libros escritos entre 1899 y 1903 (Libro de la
Vida Monástica, Libro del Peregrinaje y Libro de
la Pobreza y de la Muerte), se corresponde con tres momentos distintos de
la existencia de Rilke en situaciones y contextos diferentes: «Amo de mi ser
las cosas oscuras,/ en las cuales se ahondan mis sentidos;/ en ellas, tal como
en añejas cartas,/ hallé mi vida diaria ya vivida,/ superada, hecha lejana
leyenda».
El Libro de la imágenes aparece
por vez primera en 1902, dividido en dos partes bien diferenciadas que hacen
hincapié, de nuevo, en la necesidad de buscar las preguntas, y en su caso, las
respuestas, en la intimidad del poeta, sin posibilidad de hallar consuelo en el
exterior: «La muerte es grande./ Somos los suyos/ de riente boca./ Cuando nos
creemos en el centro de la vida/ se atreve ella a llorar/ en nuestro centro».
Las obras más conocidas de Rilke son
las Elegías Duinesas (1913) y los Sonetos a
Orfeo (1923), estos últimos redactados en Suiza. Después de la
lenta y concienzuda composición de las Elegías (repletas de
hondos lamentos y funestas quejas), los Sonetos supusieron un
respiro en la obra del poeta, pues fueron escritos bajo el amparo de la
inspiración más espontánea y en ellos Rilke adquiere un tono menos oscuro, más
vivaz, cercano a la celebración: tal es su dictado órfico. Las grandes
reflexiones, sin embargo, nunca abandonan la labor de Rilke: «Espejos: no se ha
dicho aún con certeza/ cuál sea vuestra esencia./ Como hechos de orificios de
cedazo/ llenos estáis de intervalos de tiempo».
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