ROBERTO BOLAÑO: “ESCRIBE TÚ LA POESÍA POR MÍ”
La Biblioteca Nacional adquiere medio centenar de
cartas y tres manuscritos que el escritor chileno envió a su amigo íntimo Bruno
Montané entre 1976 y 1997.
por Toño Angulo Daneri
(El País / Babelia
/ 21-7-2017)
Augusto
Monterroso dejó por escrito los tres destinos que le esperan al
latinoamericano que pretende dedicar su vida a leer y de ahí a escribir:
destierro, encierro o entierro. No añadía ejemplos, pero cualquiera que piense
en Vallejo o en Osvaldo
Lamborghini o en el propio Monterroso sabe a qué se refería el guatemalteco.
Las cartas que
Bolaño envió a su amigo el también escritor chileno Bruno Montané entre
septiembre de 1976 y una fecha indeterminada de 1997, y que acaban de ser
adquiridas por la BNE, sitúan al autor de Estrella distante en
al menos dos esquinas de esa latinoamericanísima trinidad literaria. En ellas
aparece el Bolaño desterrado (“para los viejos el exilio es algo insoportable,
para los jóvenes es la prolongación natural de la aventura”), pero sobre todo
el “ermitaño que permanece recluido” (así lo describen en una revista chilena y
él apostilla: “Curioso, ¿no?”) y ha renunciado a la que se supone es la vida de
un escritor contemporáneo, llena de presentaciones y cócteles de vanidades para
dejarse ver.
La mitología
literaria, propensa siempre a la exageración, suele presentar a Bolaño como un
anacoreta vocacional, indolente ante sus propias estrecheces. Estas cartas a
veces confirman pero en general refutan la creencia: sí y no. Un
escritor como Bolaño —“uno de los de antes”, lo llama Vila-Matas— conseguía lo que
necesitaba tener, que era básicamente libros y buenos amigos, esa segunda
familia elegida.
De ahí que a
Montané —“un tipo muy alto, rubio, que casi nunca abría la boca”, tal como lo
pinta en Los detectives salvajes— siempre le estaba
pidiendo que buscara por él los muchos libros que consideraba que debía leer
para escribir, pues, para empezar, no se le pasaba por la cabeza que una
editorial se los regalara. Igual de insistentes eran sus pedidos de direcciones
de concursos y editoriales para enviar sus manuscritos. Y su cariñosa presión
para que Montané no dejase de escribir (“escribe tú la poesía por mí”, “escribe
para que nunca te mueras”, “dear huevón, tu
novelucha es uno de los textos más radicales que he leído en mi puta vida”). Y
le contaba que no dormía y empleaba ese tiempo en escribir. Aunque a veces
quería hacerlo pero le salía espuma, y entonces tampoco dormía y escribía
cartas.
Dice Montané que
las cartas y postales que él ha entregado a la BNE se solapan con las que
Bolaño enviaba a otros amigos, como el infrarrealista mexicano Mario Santiago;
el editor de su primer poemario publicado (Reinventar el amor, 1976),
Juan Pascoe; la poeta Mara Larrosa, la artista Carla Rippey; los horazerianos
peruanos Jorge Pimentel y Tulio Mora; el barcelonés A. G. Porta (con quien
Bolaño escribió Consejos de un discípulo de Morrison a un
fanático de Joyce,1984); el gaditano Carlos
Edmundo de Ory, o las académicas chilenas Adriana Castillo de Berchenko y Soledad
Bianchi (cuya correspondencia acaba de ser adquirida también por la Universidad
Diego de Portales de Chile).
EL PADRE DEL ‘HERMANO’ Y EL DESCUBRIMIENTO DE
SONORA
Bolaño tenía 22
años y Montané 18 cuando, junto a otros poetas decididos a "volarle la
tapa de los sesos a la cultura oficial", fundaron el movimiento
Infrarrealista en México. El acto se
celebró en casa de Montané, en pleno centro del DF. Desde entonces, es decir,
desde un año antes, los amigos no volvieron a separarse ni siquiera
geográficamente. En Barcelona eligieron el mismo barrio, el Raval, y cuando
Bolaño se mudó a Girona y después a Blanes, Montané no se alejó de la plaza
barcelonesa de Vicenç Martorell. Montané es autor de El maletín de Stevenson, Helicón, Cuenta ,El cielo de los topos
y Mapas de bolsillo, y coautor con Bolaño de Gorriones cogiendo altura, poemario inédito hasta
hoy. En una carta de 1994, Bolaño le manda saludos al
padre de Montané desde «mi rendida admiración por sus atlas». El padre, el
arqueólogo Julio C. Montané Martí, había publicado en el 93 el Atlas de Sonora, y Bolaño, un obseso de la
documentación previa a la escritura, se lo pidió prestado. Hasta que
terminó Los detectives salvajes y 2666, nunca dejó de revisarlo. Bolaño jamás estuvo
en Sonora excepto a través del Atlas. La
imaginación, como suele ocurrir, hizo el resto.
Si Bolaño tenía un
vicio, además de fumar, era escribir cartas y dormir poco: “BRUNO, QUERIDO,
HERMANO, son las tres de la madrugada y necesito hablar con alguien (…) y
ganas, más bien dicho, pierdes tú”. “Son las cinco menos cuarto (de la madrugada,
claro) y me voy a tomar un café. ¡Adoro este silencio!”.
La importancia de
estas cartas adquiridas por la BNE no sólo radica en lo que supone hoy el
apellido Bolaño, el último escritor de culto (masivo) de la literatura en
castellano. Lo explica bien María José Rucio, jefa de Manuscritos e Incunables
de la Biblioteca: “Lo que el autor escribe en ese momento de intimidad, la
elección del papel, la disposición del texto, el color de la tinta, una
anotación marginal presentan al escritor despojado de todo artificio, porque
ofrecen la imagen clara y real del hombre en vez de la leyenda”.
La noticia es esta:
a pesar de que vivimos una época en la que el yo se exhibe a todas horas y está
sometido a un minucioso escrutinio a través de Internet y las redes sociales,
cada vez habrá menos escritores que dejen material autógrafo. No son lo mismo,
efectivamente, cartas como las de Bolaño, escritas en hojas modestas arrancadas
a un cuaderno de espiral y con una prolija letra corrida en la que una a en
medio de una palabra a veces se transforma en una A mayúscula, que centenares
de miles de e-mails, tuits, posts de Facebook o conversaciones de whatsapp manchadas de emoticonos. Montané añade otro
punto: si ellos se escribían tanto era porque, pese a vivir relativamente
cerca, ninguno de los dos tenía teléfono.
Bajo un criterio
meramente espaciotemporal, las cartas y postales que Bolaño le envió a Montané
podrían dividirse en tres grupos: siete escritas en Ciudad de México el último
medio año que pasó allí, tres en la villa turística francesa de Port-Vendres,
adonde fue a trabajar a poco de pisar Europa en enero de 1977, y 34 en su larga
estadía en Cataluña, primero en Barcelona, luego en Girona y finalmente en
Blanes, ese pueblo a orillas del Mediterráneo —dijo alguna vez— donde hay gente
de todo el mundo y que ya existía antes de que naciera Cristo: allí donde vivió
hasta su muerte, en 2003.
Curiosamente, se
trata de una clasificación que admite otra categoría de coincidencias. Por ejemplo, las mexicanas están
escritas a máquina y por momentos adquieren un tono desgarradamente lírico. Su
novia de entonces, la poeta estadounidense Lisa Johnson, lo había dejado, la
Gobernación mexicana se negaba a renovarle la residencia, y su madre y su
hermana estaban ya en Europa pero querían regresar a México, donde los Bolaño
Ávalos llevaban instalados desde 1968. Ese Bolaño lírico teclea a menudo en
mayúsculas:
“Y así como no hay
para siempre jamás dos Bruno Montané, tampoco habrá dos Roberto Bolaño, y aquí
comienza la desesperación, los deseos locos de volver atrás (atrás es MI
VERDADERO SUICIDIO)”. “LISA ES MI DIOS, PERO ESTOY CORRIENDO EL RIESGO DE
VOLVERME ATEO”. “Gobernación definitivamente no quiere extranjeros aquí. Bueno,
ellos me pierden. Sus anémicos poetas del futuro próximo se lo van a echar en
cara”. “Con el amor de siempre (…), contigo y contra todos, DESDE LA
DESESPERACIÓN Y LA GLORIA, amándote como el camarada ama a su camarada, con el
amor que las hadas le tenían a Rimbaud (…), CRÍTICAMENTE tuyo, desde nuestra
madre aventura (…), desde el Espíritu Santo con bluyines eléctricos, ya sabes,
TU ROBERTO”.
Junto a las 44
cartas y 18 postales, Montané también ha entregado a la BNE un ensayo y dos
conjuntos de notas manuscritas sobre la poesía de su compatriota Raúl
Zurita. Por ejemplo, a propósito del clásico Purgatorio, Bolaño
pregunta: “¿Qué virtudes buscamos en los libros de poesía? Ciertamente no la
transparencia a través de la cual reposa una vida sin convulsiones; tampoco los
problemas (las postales) personales del poeta. Sí la transparencia como signo
en el vacío —la transparencia como señal dentro de la transparencia. Así: Zurita recorta su silueta
en el fondo del poema: los problemas de Zurita, sus viacrucis pop, se asemejan
mediante una reconversión mesiánica en los problemas de todos (soy la voz de
una mujer, soy los senos caídos, soy el destino de
ella) y sus gritos también son los gritos de todos.”
El dato curioso
aquí es que Bolaño no pensaba en Barcelona (“esa mugre de ciudad en que vives”)
ni tampoco en España como destino de su segundo destierro. Su objetivo era
llegar a Estocolmo: “En Barcelona sólo pienso estar 15 o 20 días, de ahí me voy
a París, otros 15 o 20 días, y de ahí a dedo a Suecia, donde tengo casa para
llegar y estarme por lo menos un mes hasta que consiga trabajo”.
Lo que no puede
evitar es que al lado de estas previsiones mundanas, vitales, aparezca la voz
del que aun es principalmente un poeta: “Mientras pasa el tiempo yo escribo, me
masturbo pensando en Lisa y en mí; yo como un voyeur de ESA
pareja tan bella, tan inmensa; viéndome y no creyéndomelo”. “Vuelan penes y
vaginas y clítoris y lenguas como moscas por mi cuarto. La literatura,
entendida como oficio inmóvil, no será mi matamoscas”. “Extraño esplendor tiene
el mundo a veces. Uno vive”.
El segundo grupo,
las cartas francesas, coinciden con la idea de
Bolaño de acabar con el infrarrealismo que había fundado en la Ciudad de México
con Mario Santiago, Montané y otros poetas de la vanguardia de los setenta. Y
el tercero, las catalanas, cubre un lapso de
tiempo tan amplio que permite que aparezcan asuntos cotidianos como su
matrimonio con Carolina
López, sus mudanzas, lo insoportable que se le hacía a veces el frío de la
costa blanesa, su negativa a ir a la playa en verano (“estoy blanco como el
insomnio —uf, qué malo—”), su afición a los juegos de estrategia militar, la
llegada del ordenador a su vida o la respuesta de Carmen Balcells (“por fin”)
en 1985, una década antes de que empezara a convertirse en un escritor
de culto.
Estas cartas
muestran también la transformación de alguien que nació poeta y murió
novelista. O como él mismo decía en una especie de poema-despedida incluido en
una carta de abril de 1983: “Un abrazo / de este tu amigo / que
deja / atrás / el dulce loco pájaro / de la / niñez”.
O tres meses antes, refiriéndose a la escritura de La senda de los elefantes, reeditada en 1999
como Monsieur Pain: “Si tuviera dinero me dedicaría a
escribir mi novela. En cambio, como, fumo, escucho conversaciones huevonas.
¡Voy al correo!”. “He hojeado la novela y he pensado que era buena. No sé. A
fin de cuentas viene a ser lo mismo pues no la pienso retocar”. “¿Tú crees que
la puedo llevar a Seix Barral? Yo no”.
Bolaño era también,
a su manera, que era un poco la manera de Borges, un humorista. En estas cartas,
sin embargo, asoma un sentido del humor distinto al de sus ficciones, agudo,
sí, que exige cierta cultura, también, pero a la vez más llano y viril, por
decirlo de algún modo. Como esto que le escribió a Montané en el verano de
1988, cuando el amigo se había ido a vivir a Berlín: “Horrorem, ales mundo en
veranon escalofrien diestrum und siniestrum, ales malo non guten ¡non! salvo
der foke, der liebe, der gemuchtlich, piernen, clitoren und punkt g; ales kaput
ober kör und teste, salvo fetichismus und schwarze nylon medias under grosen
kaloren. ¡Under titen fur meine yungest! Zurrucken das
marine, das kleine fallschinjaeger, der lied in prozischsfurmobersalsbergkind,
ah, ah, bolsmark bifild kosten? besoren du?”.
Excepto para un
germanohablante de verdad, es de esperar que no necesite traducción.
UN RELATO DE HORROR
Roberto Bolaño
tenía una elaborada clasificación del silencio literario. Para él, había
básicamente tres. El de Rulfo, que es el silencio
aceptado: el escritor que un día decide que ya no tiene nada que decir o que no
encuentra la forma de hacerlo y se calla. El de Rimbaud, el silencio buscado,
el viaje hacia la mudez sin retorno. Y el tercero, que identificaba con Georg
Büchner y que fue también el que lo calló a él: el silencio de la muerte “que
corta de tajo lo que pudo ser y nunca más va a poder ser, lo que no sabremos jamás”.
Bolaño murió el 15
de julio de 2003 debido a una insuficiencia hepática mientras esperaba en vano
un trasplante. Entre las cartas adquiridas por la BNE, hay una, de inicios de
1995, en que habla abiertamente de una dolencia seria más allá de una jaqueca o
un catarro. La llama “un relato de horror”: “Esta mañana un calambre en la
espalda me despertó con unos dolores más que considerables. Tenía todo el
cuerpo acalambrado. […] Me di cuenta de que me iba a desmayar e intenté
evitarlo, vestirme, llegar a casa de Carolina. Pero al salir de mi cuarto me
desvanecí. Conseguí llegar, a gatas, al lavabo. Intentaba tomar agua. Segundo
desvanecimiento. […] Intenté no gritar para que mi vecina —y casera— del
primero no se llevara un susto. Ya ves, delicadezas de poeta. Pero la buena
mujer es muy vieja y muy asustadiza y en ese momento terrible no quería cargar,
encima, con un homicidio involuntario sobre mi espalda, que ya bastante me
dolía.” Después de ir a que lo vean en el hospital, concluye: “Lo que me provocó
las caídas no es EPILEPSIA (Dostoievski y yo acechábamos) sino Contracturas de
Burro producidas a su vez por la úlcera de colon. Fin de la historia”.
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