28/9/17

CARLOS CASTANEDA

LAS ENSEÑANZAS DE DON JUAN
                                                                                              
(Una forma yaqui de conocimiento)



TRIGESIMOCTAVA ENTREGA



PRIMERA PARTE
“LAS ENSEÑANZAS”



IV (5)


Viernes, 6 de julio, 1962 (1)



Don Juan y yo iniciamos un viaje el sábado 23 de junio, al atardecer. Dijo que íbamos a buscar honguitos en el estado de Chihuahua. Dijo que sería un viaje largo y duro. Tenía razón. Llegamos a un pequeño pueblo minero en el norte de Chihuahua a las 10 p.m. del miércoles 27 de junio. Caminamos desde el sitio donde estacioné el coche, en las afueras del pueblo, hasta la casa de sus amigos, un indio tarahumara y su esposa. Allí dormimos.


A la mañana siguiente, el hombre nos despertó a eso de las cinco. Nos llevó atole y frijoles. Tomó asiento y habló con don Juan mientras comíamos, pero nada dijo sobre nuestro viaje.


Después del desayuno, el hombre puso agua en mi cantimplora y dos panes de dulce en mi mochila. Don Juan me entregó la cantimplora, se colgó la mochila a la espalda con cordón, agradeció al hombre su cortesía y, volviéndose hacia mí, dijo:


-Es hora de irse.


Anduvimos cosa de kilómetro y medio sobre el camino de tierra. Después cortamos a través de los campos, y en dos horas nos hallamos al pie de los cerros al sur del pueblo. Ascendimos las suaves laderas en dirección suroeste aproximada. Cuando llegamos a las pendientes más abruptas, don Juan cambió de dirección y seguimos hacia el este, sobre un valle alto. Pese a su edad avanzada, don Juan mantenía un paso tan increíblemente rápido que al mediodía yo estaba agotado por completo. Nos sentamos y él abrió el saco de pan.


-Puedes comer todo lo que quieres -dijo.


-¿Y usted?


-No tengo hambre, y después no necesitaremos esta comida.


Yo estaba muy cansado y hambriento y acepté su oferta. Sentí que aquel era un buen momento para hablar sobre el propósito de nuestro viaje, y como incidentalmente pregunté:


-¿Piensa usted que nos quedaremos aquí mucho tiempo?


-Estamos aquí para juntar un poco de Mescalito. Nos quedaremos hasta mañana.


-¿Dónde está Mescalito?


-En todo el rededor.


Cactos de muchas especies crecían en profusión por toda la zona, pero no pude ver un peyote entre ellos.


Echamos a andar de nuevo y a eso de las 3 llegamos a un valle largo y angosto, con empinadas colinas a los lados.


Me sentía extrañamente excitado ante la idea de hallar peyote, que nunca había visto en su medio natural. Entramos en el valle, y hemos de haber caminado unos ciento veinte metros cuando de pronto localicé tres inconfundibles plantas de peyote. Estaban agrupadas, unos centímetros del terreno frente a mí, a la izquierda del sendero. Parecían rosas verdes redondas y pulposas. Corrí hacia ellas, señalándolas a don Juan.



Él no me hizo caso y deliberadamente me dio la espalda al alejarse. Me di cuenta que había hecho lo que no debía, y durante el resto de la tarde caminamos en silencio, cruzando despacio el suelo llano del valle, cubierto de piedras pequeñas y agudas. Pasábamos entre los cactos, espantando multitudes de lagartijas y a veces un pájaro solitario. Y yo dejé atrás veintenas de plantas de peyote sin decir una palabra.

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