CARLOS
CASTANEDA
LAS
ENSEÑANZAS DE DON JUAN
(Una
forma yaqui de conocimiento)
TRIGESIMOCTAVA ENTREGA
PRIMERA
PARTE
“LAS
ENSEÑANZAS”
IV
(5)
Viernes,
6 de julio, 1962 (1)
Don Juan y yo iniciamos
un viaje el sábado 23 de junio, al atardecer. Dijo que íbamos a buscar
honguitos en el estado de Chihuahua. Dijo que sería un viaje largo y duro.
Tenía razón. Llegamos a un pequeño pueblo minero en el norte de Chihuahua a las
10 p.m. del miércoles 27 de junio. Caminamos desde el sitio donde estacioné el
coche, en las afueras del pueblo, hasta la casa de sus amigos, un indio
tarahumara y su esposa. Allí dormimos.
A la mañana siguiente,
el hombre nos despertó a eso de las cinco. Nos llevó atole y frijoles. Tomó
asiento y habló con don Juan mientras comíamos, pero nada dijo sobre nuestro
viaje.
Después del desayuno,
el hombre puso agua en mi cantimplora y dos panes de dulce en mi mochila. Don
Juan me entregó la cantimplora, se colgó la mochila a la espalda con cordón,
agradeció al hombre su cortesía y, volviéndose hacia mí, dijo:
-Es hora de irse.
Anduvimos cosa de
kilómetro y medio sobre el camino de tierra. Después cortamos a través de los
campos, y en dos horas nos hallamos al pie de los cerros al sur del pueblo.
Ascendimos las suaves laderas en dirección suroeste aproximada. Cuando llegamos
a las pendientes más abruptas, don Juan cambió de dirección y seguimos hacia el
este, sobre un valle alto. Pese a su edad avanzada, don Juan mantenía un paso
tan increíblemente rápido que al mediodía yo estaba agotado por completo. Nos
sentamos y él abrió el saco de pan.
-Puedes comer todo lo
que quieres -dijo.
-¿Y usted?
-No tengo hambre, y
después no necesitaremos esta comida.
Yo estaba muy cansado y
hambriento y acepté su oferta. Sentí que aquel era un buen momento para hablar sobre
el propósito de nuestro viaje, y como incidentalmente pregunté:
-¿Piensa usted que nos
quedaremos aquí mucho tiempo?
-Estamos aquí para
juntar un poco de Mescalito. Nos quedaremos hasta mañana.
-¿Dónde está Mescalito?
-En todo el rededor.
Cactos de muchas
especies crecían en profusión por toda la zona, pero no pude ver un peyote
entre ellos.
Echamos a andar de
nuevo y a eso de las 3 llegamos a un valle largo y angosto, con empinadas
colinas a los lados.
Me sentía extrañamente
excitado ante la idea de hallar peyote, que nunca había visto en su medio
natural. Entramos en el valle, y hemos de haber caminado unos ciento veinte
metros cuando de pronto localicé tres inconfundibles plantas de peyote. Estaban
agrupadas, unos centímetros del terreno frente a mí, a la izquierda del sendero.
Parecían rosas verdes redondas y pulposas. Corrí hacia ellas, señalándolas a
don Juan.
Él no me hizo caso y
deliberadamente me dio la espalda al alejarse. Me di cuenta que había hecho lo
que no debía, y durante el resto de la tarde caminamos en silencio, cruzando
despacio el suelo llano del valle, cubierto de piedras pequeñas y agudas.
Pasábamos entre los cactos, espantando multitudes de lagartijas y a veces un
pájaro solitario. Y yo dejé atrás veintenas de plantas de peyote sin decir una
palabra.
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