LA
CARRETA
Prólogo
de Wilfredo Penco
Montevideo
2004
QUINCUAGESIMOSÉPTIMA ENTREGA
XIV
(1)
Un lunes por la mañana
el camino trajo a Chiquiño al Paso de Itapebí. Venía a pie y en mangas de
camisa. Gastaba sufridas bombachas de brin oscuro, calzando alpargatas nuevas y
medias encarnadas. Malcubría su menuda cabeza rapada un sombrero pueblero,
polvoriento y sin forma razonable.
A cuatro pasos no se lo
conocía. Había cambiado mucho en la cárcel. Estaba canoso, flaco y parecía aun
más bajo de lo que era en realidad. Pero los ojos, eso sí, sus ojos celeste y
vivaces, no habían cambiado. Eran los mismos ojos avizores. Su nariz pequeña,
con delgadas aletas, parecía estar olfateando siempre, como la de los perros.
Cruzó por el callejón camino de la estación de San Antonio. Iba a reclamar su
caballo a un bolichero amigo suyo y a pedir permiso para instalarse en unos
terrenos anegadizos.
De ellos dispone el
almacenero más fuerte. Les da el terreno para que hagan su rancho y gasten en
su despacho los pocos reales que puedan pescar por las inmediaciones.
Los habitantes del
rancherío lo vieron pasar y lo reconocieron por su paso largo y lento. Cruzó
los pantanos que abren sus grietas y bocas fangosas unas cuadras antes de la
caída del Paso y observó el rancherío como a quien no le importaba mayormente
el asunto… Pero le interesaba. ¡Vaya si le interesaba!
Miró bien y descubrió
una tapera con cuatro postes clavados de punta. Ya conseguiría la paja, o
trataría de amasar el barro para levantar las paredes de su rancho.
En la estación lo
reconocieron al punto, porque lo esperaban. Algunos se hicieron los bobos, pues
suele ser comprometedor andar con ex presidiarios.
¿Si se hubiese evadido?
No; de eso estaba segura la gente. El viejo bolichero, don Eustaquio, ya lo
había dicho la noche del sábado:
-El estafetero ha leído
la noticia en el diario… Lo soltaron a Chiquiño…
Se habló entonces de su
crimen y de los buenos tiempos del muchacho; de las hazañas de “aquel mozo”
cuando servía de baquiano; cuando conocíza loa endiablados caminos como la
palma de la mano; con sus picadas, sus pasos hondos y sus osamentas. Estas le
servían como punto de referencia. Y no erraba jamás al sentenciar que el
nauseabundo olor que salía del monte era de tal o cual animal vagabundo. Los
conocía a todos; eran sus hermanos: bieyes inservibles, por rengos o viejos;
caballos aquerenciados en el callejón, flacos y sarnosos; vacas machorras, overas
de garrapatas, que en los callejones pasaban años y años, paseando su hambre,
hasta caer en algún pantano para no levantarse más. Cualquier accidente, por
insignificante que fuera, tenía su lugarcito en el prolijo mapa trazado en su
cabeza.
Pero al salir de la
cárcel, con la cola entre las piernas, como los perros perseguidos de las
estancias, no tenía que hacer en aquel asunto. No existía ya su oficio.
Cualquier gaucho de mala muerte conocía las huellas y resueltamente se largaba
sin preguntar en las picadas, las cuales se abrían cada vez más, para dar paso
a los caminos.
Era el pico y la pala
del gringo que venía a destruir -construyendo- el campo de su conocimiento.
Como la campaña no tenía ya pasos secretos, el baquiano era un ser innecesario.
Chiquiño pidió permiso
en la estación, y con su caballo, que desató de la jardinera del bolichero -pues
este le sacaba el jugo-, se fue derecho al rancherío que se extiende a lo largo
del camino sembrado de pantanos.
En una tarde se
acomodó. Cortó paja en el pajonal del monte e hizo una pared firme y las otras
tres así nomás, como le salían. No necesitaba más seguridad.
El lugar no podía ser
más estratégico: un terrible pantano. Además, él contaba con un caballo, bien
comido y tirador…
¿El vecindario? Un viejo
ciego que salía a pedir limosna al paso de los caminantes; diez o doce
tranquilos trabajadores de la cuadrilla del ferrocarril; una porretada de botijas
que parecían vivir sin padres ni mayores, y, por último, dos sujetos,
perseguidos siempre por los comisarios, que, con sus mujeres, viejas
quitanderas, hacían el oficio de pantaneros sin darse cuenta.
Estos eran antiguos
compañeros de Chiquiño. Pero, como andaban ahora ayuntados, no era prudente
acercarse. Ya se verían en la pulpería.
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