JOSÉ
INGENIEROS
EL
HOMBRE MEDIOCRE
SEXTA ENTREGA
INTRODUCCIÓN
LA
MORAL DE LOS IDEALISTAS
I. La emoción del ideal
- II. De un idealismo fundado en la experiencia. - III. Los temperamentos
Idealistas. - IV. El idealismo romántico. - V. El idealismo estoico. - VI.
Símbolo.
II.
DE UN IDEALISMO FUNDADO EN EXPERIENCIA (5)
Los ideales están en
perpetuo devenir, como las formas de la realidad a que se anticipan. La
imaginación los construye observando la naturaleza, como un resultado de la
experiencia; pero una vez formados ya no están en ella, son anticipaciones de
ella, viven sobre ella para señalar su futuro. Y cuando la realidad evoluciona
hacia un ideal antes previsto, la imaginación se aparta nuevamente de la
realidad, aleja de ella al ideal, proporcionalmente. La realidad nunca puede
igualar al ensueño en esa perpetua persecución de la quimera. El ideal es un “límite”:
toda realidad es una “dimensión variable” que puede acercársele
indefinidamente, sin alcanzarlo nunca. Por mucho que lo “variable” se acerque a
su “límite”, se concibe que podría acercársele más; sólo se confunden en el
infinito.
Todo ideal es siempre
relativo a una imperfecta realidad presente. No los hay absolutos. Afirmarlo
implicaría abjurar de su esencia misma, negando la posibilidad infinita de la
perfección. Erraban los viejos moralistas al creer que en el punto donde estaba
su espíritu en ese momento, convergían todo el espacio y todo el tiempo; para
la ética moderna, libre de esa grave falacia, la relatividad de los ideales es
un postulado fundamental. Sólo poseen un carácter común: su permanente
transformación hacia perfeccionamientos ilimitados.
Es propia de gentes
primitivas toda moral cimentada en supersticiones y dogmatismos. Y es contraria
a todo idealismo, excluyente de todo ideal. En cada momento y lugar la realidad
varía; con esa variación se desplaza el punto de referencia de los ideales.
Nacen y mueren, convergen o se excluyen, palidecen o se acentúan; son, también
ellos, vivientes como los cerebros en que germinan o arraigan, en un proceso
sin fin. No habiendo un esquema final e insuperable de perfección, tampoco lo
hay de los ideales humanos. Se forman por cambio incesante; evolucionan
siempre; su palingenesia es eterna.
Esa evolución de los
ideales no sigue un ritmo uniforme en el curso de la vida social o individual.
Hay climas morales, horas, momentos, en que toda una raza, un pueblo, una
clase, un partido, una secta concibe un ideal y se esfuerza por realizarlo. Y
los hay en la evolución de cada hombre, aisladamente considerado.
Hay también climas,
horas y momentos en que los ideales se murmuran apenas o se callan: la realidad
ofrece inmediatas satisfacciones a los apetitos y la tentación del hartazgo
ahoga todo afán de perfección.
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