LOS
CANTOS DE MALDOROR
CIENTOTRIGÉSIMA ENTREGA
(Barral Editores / Barcelona 1970)
CANTO QUINTO
6 (3)
Al llegar a la entrada
del cementerio el cortejo de apresura a detenerse; no tiene intención de ir más
lejos. El sepulturero concluye con la excavación de la fosa; se deposita en
ella el ataúd con todas las precauciones adoptadas en tales casos; imprevistas
paletadas de tierra van a cubrir el cuerpo del niño. El sacerdote de las
religiones, en medio de los conmovidos asistentes, pronuncia algunas palabras
para enterrar más todavía al muerto en las mentes de los allí presentes. “Dice
que le extraña mucho que se derramen tantas lágrimas por un acto de tan poca
significación. Textual. Pero teme no calificar como corresponde, lo que él
pretende que debe ser una dicha indiscutible. Si él hubiera imaginado en su
ingenuidad que la muerte fuera tan poco simpática, habría renunciado a su ministerio
por no aumentar el legítimo dolor de los numerosos deudos y amigos del difunto;
pero una voz le sugiere administrarles algunos consuelos, que no serán
inútiles, aunque más no sea aquel que deja entrever la esperanza de un próximo
encuentro en los cielos del que murió y de los que le sobreviven.” Maldoror
huía a todo galope y parecía dirigir su carrera hacia los paredones del
cementerio. Los cascos de su corcel levantaban alrededor de su dueño una corona
artificial de polvo espeso. Vosotros no podéis saber el nombre del caballero,
pero yo lo sé. Se acercaba cada vez más; su rostro de platino comenzaba a
distinguirse, aunque estuviera embozado en una capa que el lector se ha abstenido
de borrar de su memoria, y que no permitía ver más que los ojos. En pleno
discurso, el sacerdote de las religiones se puso repentinamente pálido, pues su
oído reconoció el galope irregular de ese célebre caballo blanco que nunca se
separó de su dueño. “Sí, prosiguió diciendo, grande es mi confianza en ese
próximo encuentro, entonces se comprenderá mejor que nunca, qué sentido habría
que dar a la separación contemporánea del alma y del cuerpo. Aquel que cree
vivir en este mundo es juguete de una ilusión, cuyo término sería importante
acelerar.” El ruido del galope se acentuaba más y más cuando el caballero,
estrechando la línea del horizonte, se hizo visible en el campo óptico que
abarcaba el pórtico del cementerio, rápido como un ciclón giratorio, el
sacerdote de las religiones continuó más gravemente: “No parecéis ni siquiera
sospechar que este, a quien la enfermedad obligó a no conocer sino las primeras
fases de la vida, y a quien la fosa acaba de recibir en su seno, es el ser
viviente indudable; pero sabed por lo menos, que aquel cuya vaga silueta
percibís, transportada por un agitado caballo, y sobre el que os aconsejo fijar
los ojos lo antes posible, pues ya sólo es un punto, y pronto va a desaparecer
en los matorrales, aunque haya vivido mucho, es el único muerto verdadero.”
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