LA
CARRETA
Prólogo
de Wilfredo Penco
Montevideo
2004
QUINCUAGESIMOQUINTA ENTREGA
XIII
(6)
Aquella noche,
Matacabayo, guarecido en la Picada Negra, también esperaba. Tres fogones con
sendos troncos en cruz, marcaban el límite de su aventura. Allí debía esperar
al jefe. Vendría a hacerse cargo del envío. La carreta solitaria, detenida en
la vecindad del paso, se reflejaba en el agua mansa de un sangrador. Las otras
tres a cinco cuadras del borde de la senda, juntas, como dispuestas a defenderse.
Mtacabayo había hecho fuego en uno de los fogones apagados. Los tres hombres a
la expectativa, ante la inminencia de
incorporarse a las filas rebeldes, respondían a las breves órdenes de
Matacabayo.
-Cuestión de horas
-dijo él-. Estos fogones son señales de su paso. ¡Está del otro lau!
Y sus secuaces
escarbaban las sombras que se interponían entre ellos y la frontera. Unas horas
más y se confundirían entre el valiente paisanaje y beberían a sus anchas y
tendrían mujeres y ropa y lanzas.
La carreta reflejábase
en el agua. Subían hasta ella los cantos de los grillos y el sigiloso perfume
de las flores nocturnas. De vez en cuando la imagen se quebraba de mil pedazos
y las ondas alargaban su techo y su picana y su pértigo ansioso. Un pez acababa
de rayar el aire con un coletazo y las aguas festejaban su hazaña. El silencio
salía del monte como un ser en libertad.
Pero a medianoche la
tierra despertó. El viejo Farías había oído el tropel que venía por la
cuencua del arroyo. Levantó la vista
hacia las carretas esperando el aviso. Y de ellas salió un grito de alerta. La
voz de Matacabayo que anunciaba la llegada del caudillo. Farías tenía la orden
de no moverse, y la cumplía.
El tropel aumentó.
Debían arrear caballadas. Serían seguramente los revolucionarios que, después
de haber traspasado la línea fronteriza, corrían al encuentro de las tropas de
reserva… Pero…
Matacabayo, de pie,
iluminado por los últimos tizones, permanecía inmóvil. Tenía sobre el rostro
tres miradas como hierro al rojo. Tres hombres, a los que no era fácil engañar.
Tomó la palabra el guerrillero Jerónimo:
-¿Por qué vienen al
galope?... Mata, ¿qué pasa?
Se puso de pie
violentamente.
Un silencio de miedo
juntó a los cuatro hombres. Resultaba inexplicable la carrera que retumbaba por
los campos. No venían al encuentro, no; venían huyendo. Ellos lo sabían, pero
no querían creerlo.
-¿Qué hacemos? -preguntó
Matacabayo, sin más explicaciones.
Manolo, el melenudo e
impresionante Eduardo, Jerónimo, el fogueado guerrillero… Sus cuatro pingos
sacudían las colas, las orejas alertas al rumor que crecía como un río salido
de madre. Uno de los caballos relinchó.
Matacabayo montó el
primero. Galopó hasta la carreta solitaria. Farías, con el reuma subido a las
caderas, parado a la orilla del arroyo, contaba el tiempo para que llegasen los
fugitivos.
-¡Vamos, viejo!...
Montá, que se nos vienen encima -le gritó Matacabayo.
Farías miró la carreta.
-No, don Mata; yo no l’abandono…
-¿Y qué vas a hacer?
-Nada, quedarme… Vaya,
que ya están allí… por las zanjas…
El galope retumbaba en
los montes. Matacabayo torció las riendas y siguió a los tres nuevos fugitivos.
La noche le golpeaba en las espaldas.
-¡Cobarde! -dijo el
viejo Farías, y arrastró sus alpargatas miserables.
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