12/9/17

LA CARRETA                     

Prólogo de Wilfredo Penco

Montevideo 2004



QUINCUAGESIMOQUINTA ENTREGA



XIII (6)



Aquella noche, Matacabayo, guarecido en la Picada Negra, también esperaba. Tres fogones con sendos troncos en cruz, marcaban el límite de su aventura. Allí debía esperar al jefe. Vendría a hacerse cargo del envío. La carreta solitaria, detenida en la vecindad del paso, se reflejaba en el agua mansa de un sangrador. Las otras tres a cinco cuadras del borde de la senda, juntas, como dispuestas a defenderse. Mtacabayo había hecho fuego en uno de los fogones apagados. Los tres hombres a la expectativa, ante la  inminencia de incorporarse a las filas rebeldes, respondían a las breves órdenes de Matacabayo.


-Cuestión de horas -dijo él-. Estos fogones son señales de su paso. ¡Está del otro lau!


Y sus secuaces escarbaban las sombras que se interponían entre ellos y la frontera. Unas horas más y se confundirían entre el valiente paisanaje y beberían a sus anchas y tendrían mujeres y ropa y lanzas.


La carreta reflejábase en el agua. Subían hasta ella los cantos de los grillos y el sigiloso perfume de las flores nocturnas. De vez en cuando la imagen se quebraba de mil pedazos y las ondas alargaban su techo y su picana y su pértigo ansioso. Un pez acababa de rayar el aire con un coletazo y las aguas festejaban su hazaña. El silencio salía del monte como un ser en libertad.


Pero a medianoche la tierra despertó. El viejo Farías había oído el tropel que venía por la cuencua  del arroyo. Levantó la vista hacia las carretas esperando el aviso. Y de ellas salió un grito de alerta. La voz de Matacabayo que anunciaba la llegada del caudillo. Farías tenía la orden de no moverse, y la cumplía.


El tropel aumentó. Debían arrear caballadas. Serían seguramente los revolucionarios que, después de haber traspasado la línea fronteriza, corrían al encuentro de las tropas de reserva… Pero…


Matacabayo, de pie, iluminado por los últimos tizones, permanecía inmóvil. Tenía sobre el rostro tres miradas como hierro al rojo. Tres hombres, a los que no era fácil engañar. Tomó la palabra el guerrillero Jerónimo:


-¿Por qué vienen al galope?... Mata, ¿qué pasa?


Se puso de pie violentamente.


Un silencio de miedo juntó a los cuatro hombres. Resultaba inexplicable la carrera que retumbaba por los campos. No venían al encuentro, no; venían huyendo. Ellos lo sabían, pero no querían creerlo.


-¿Qué hacemos? -preguntó Matacabayo, sin más explicaciones.


Manolo, el melenudo e impresionante Eduardo, Jerónimo, el fogueado guerrillero… Sus cuatro pingos sacudían las colas, las orejas alertas al rumor que crecía como un río salido de madre. Uno de los caballos relinchó.


Matacabayo montó el primero. Galopó hasta la carreta solitaria. Farías, con el reuma subido a las caderas, parado a la orilla del arroyo, contaba el tiempo para que llegasen los fugitivos.


-¡Vamos, viejo!... Montá, que se nos vienen encima -le gritó Matacabayo.


Farías miró la carreta.


-No, don Mata; yo no l’abandono…


-¿Y qué vas a hacer?


-Nada, quedarme… Vaya, que ya están allí… por las zanjas…


El galope retumbaba en los montes. Matacabayo torció las riendas y siguió a los tres nuevos fugitivos. La noche le golpeaba en las espaldas.



-¡Cobarde! -dijo el viejo Farías, y arrastró sus alpargatas miserables.

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