LA
CARRETA
Prólogo
de Wilfredo Penco
Montevideo
2004
QUINCUAGESIMOSEXTA ENTREGA
XIII
(7)
Los fugitivos cayeron
al paso, ahogando su precipitado rumor en el agua tranquila. Sonaron los
lonjazos. Una rodada, un grito, y los vasos de los caballos arañando las
piedras, las coscojas rodando, el tintineo de los estribos y el choque de las
inútiles carabinas…
Algunos divisaron las
carretas, pero siguieron de largo, perdiendo las bajeras. El pánico daba saltos
en el agua en tres caballos que se ahogaban. Los jinetes, de a pie, trepando
despavoridos las barrancas. Uno de ellos se dirigió a Farías:
-¿De quién son?
-preguntó el paisano guerrillero en desgracia, refiriéndose a las carretas.
-Creo que es de
Matacabayo -contestó Farías.
-¡Ah, ah!... Llegaron
tarde… El jefe cayó ayer. Lo mataron a traición… Nos vienen siguiendo…
¡Vamos!...
-¿Pa qué irse?
Un nuevo rumor de
caballerías terminó con el fugaz encuentro. El desconocido buscó el monte,
internándose en el pajonal.
Farías se acercó a la
carreta. Apoyó su mano en el duro lapacho del pértigo como si tratase de
despertar a un aparcero. Una voz salió de la carreta.
-¿Qué pasa?... ¿Dónde
se han ido? ¿Qué pasa, Dios mío?...
Farías caminó
apoyándose en el pértigo. Por entre los cueros que cerraban la carreta se asomó
una mujer.
-Parece que lo mataron…
-dijo fríamente el viejo.
Ya se oía el tropel en
la picada. El agua a borbollones y el choque de los sables, imponiéndose en la
noche.
-¡Ahí están! -habló
Farías y se recostó a una rueda esperando su suerte.
El piquete guerrero siguió
la persecución. Se destacaron tre soldados hacia la carreta solitaria. Dieron
la voz de alto al descubrir a Farías.
Un sargento bajó del
caballo.
-¿Para dónde van?
-¿Yo?... P’al sur -respondió
Farías.
-Las otras carretas,
¿son suyas?
-No… Acamparon hace un
rato… Yo no los conozco.
-¿Qué llevás adentro?
-Nada, ando vacío… Voy
a cargar lana.
-¿De quién?
-De la pulpería de
Floro.
Los milicos
inspeccionaron la carreta.
-Una mujer, sargento -dijo
uno.
-Sí, m’hija… -aclaró
rápidamente Farías.
La muchacha tembló a la
luz del fósforo que iluminaba por igual su rostro y la torva cara del soldado.
-Una gurisa… -continuó
el milico. No podía ver a una mujer en el asombrado rostro de la adolescente
porque venía encendido de pelea, pisándole los talones a los fugitivos. Si no,
tal vez…
Y dejó caer el pesado
cuero negro que cerraba la carreta.
-Vamos a revisar las
otras -ordenó el sargento.
Ruido de sables, de
cartucheras y carabinas. Piafar de pingos, coscojear de frenos. Un disparo a lo
lejos. Y relinchos salvajes.
El viejo Farías
acarició la llanta de hierro. Acarició los rayos de la rueda, separó el barro
adherido y suspiró hondo. Se fue desplomando, cayendo blandamente, hasta quedar
sentado de espaldas a la rueda, olfateado por los perros.
Lejos, un tropel de
carros y disparos de carabina cuyos ecos recorrían la cuenca del arroyo.
La prometida del
caudillo asesinado, no se atrevía a asomarse. Temía tanto a la oscuridad de la
carreta como a la noche sonora y espantable de los fugitivos. Podía sentirse
libre, libre para siempre…
Hasta que no escuchó el
canto de los pájaros del alba, cuando la “viudita” descubrió la luz, no supo
valorar las últimas palabras de aquella noche: “Sí, es m’hija…”. Y las del
soldado: “Es una gurisa”.
¡Qué bien sonaban en el
amanecer, entre el canto de los pájaros reunidos en el monte!
A media legua del paso,
acabaron con Matacabayo. Lo alcanzó una bala cuando desaparecía tras de un
cerro. Se desplomó del caballo, rodando por la pendiente. Y quedó trabado entre
dos espinillos. Nadie buscó su cuerpo. Tal vez alguno lo vio y, después de
carcharlo, se sacó el sombrero y siguió su camino. Los huesos de Matacabayo
sirvieron para abonar las hambrientas raíces de los dos arbolitos. Por varias
primaveras, en muchas leguas redonda, no se vieron dos copas de oro más
violento que la de aquellos espinillos favorecidos por la muerte.
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