LOS
CANTOS DE MALDOROR
CIENTOVIGESIMONOVENA ENTREGA
(Barral Editores / Barcelona 1970)
CANTO QUINTO
6 (2)
Diez años. Número
exactamente calcado, hasta el punto de confundirse, sobre el de los dedos de
las manos. Es poco y es mucho. En el caso que nos preocupa, me apoyaré sin
embargo en vuestro amor a la verdad, para que proclaméis conmigo, sin diferirlo
un segundo más, que es poco. Y cuando reflexiono someramente en esos tenebrosos
misterios que provocan la desaparición de un ser humano sobre la Tierra, tan
fácilmente como la de una mosca o una libélula, sin conservar la esperanza de
volver a ella, me sorprendo cobijando el intenso pesar de que probablemente no
llegue a vivir el tiempo necesario para explicaros acertadamente lo que no
tengo la pretensión de comprender yo mismo. Pero puesto que está demostrado
que, por extraordinaria casualidad, todavía no he perdido la vida desde aquel
tiempo lejano en que comencé, lleno de terror, la frase precedente, calculo
para mis adentros que no será inútil reconstruir la confesión completa de mi
absoluta impotencia, especialmente cuando se trate, como en el momento actual,
de esa imponente e inabordable cuestión. Hablando de un modo general, resulta
extraña la seductora tendencia que nos impulsa a investigar (para después
expresarlas) las similitudes y diferencias que encierran, en el límite de sus
propiedades naturales, los objetos más opuestos entre sí, y a veces los menos
aptos, en apariencia, para ese género de combinaciones simpáticamente curiosas,
que (palabra de honor) conceden amablemente al estilo del escritor que se da
esa satisfacción personal, el imposible e inolvidable aspecto de un búho serio
por toda la eternidad. Sigamos, por lo tanto, la corriente que nos lleva. El
milano real tiene alas proporcionalmente más largas que el cernícalo, y el
vuelo más fácil; por eso se pasa la vida en el aire. Casi nunca reposa, y
recorre todos los días extensiones inmensas; y ese gran desplazamiento no es un
ejercicio de caza, ni la persecución de una presa, ni siquiera una exploración,
pues no caza nunca; más bien parece ser el vuelo su estado natural, su
ubicación predilecta. Es imposible evitar la admiración ante el modo como lo
ejecuta. Sus largas y angostas alas parecen inmóviles: la cola es la que cree
dirigir todas las evoluciones, y esa cola no se equivoca; está siempre activa.
Así se eleva sin esfuerzo, desciende como si se deslizara por un plano
inclinado; más parece nadar que volar; acelera la marcha, la aminora, se
detiene, y queda como suspendido o fijo en el mismo sitio durante horas
enteras. No puede distinguirse ningún movimiento en sus alas; aunque abriérais los
ojos como la boca de un horno, sería igualmente inútil. Todos tienen el buen
criterio de confesar sin dificultad (si
bien un poco de mala gana) que no distinguen, en un primer momento, la relación
por lejana que sea, que yo señalo entre la belleza del vuelo del milano real y
la de la cara del niño que se eleva suavemente por encima del ataúd descubierto
como un nenúfar que asoma a la superficie de las aguas; y he aquí precisamente
en qué consiste el defecto imperdonable que lleva consigo la inconmovible
situación de una falta de arrepentimiento vinculada con la ignorancia
voluntaria en la que uno se sume. Esa relación de serena majestad entre los dos
términos de mi comparación maliciosa, es ya demasiado común, y de un simbolismo
bastante comprensible como para aumentar mi asombro frente a lo que no puedo
tener más disculpa que esa misma característica de vulgaridad que concentra,
sobre todo objeto o espectáculo que la padece, un profundo sentimiento de
injusta indiferencia. ¡Como si lo que vemos todos los días no debiera despertar
en igual medida la simpatía de nuestra admiración!
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