JOSÉ
INGENIEROS
EL
HOMBRE MEDIOCRE
QUINTA ENTREGA
INTRODUCCIÓN
LA
MORAL DE LOS IDEALISTAS
I. La emoción del ideal
- II. De un idealismo fundado en la experiencia. - III. Los temperamentos
Idealistas. - IV. El idealismo romántico. - V. El idealismo estoico. - VI.
Símbolo.
II.
DE UN IDEALISMO FUNDADO EN EXPERIENCIA (4)
No podríamos
restringirlo al pretendido idealismo de ciertas escuelas estéticas, porque
todas las maneras del naturalismo y del realismo pueden constituir un ideal de
arte, cuando sus sacerdotes son Miguel Ángel, Ticiano, Flaubert o Wagner; el
esfuerzo imaginativo de los que persiguen una ideal armonía de ritmos, de
colores, de líneas o de sonidos, se equivale, siempre que su obra transparente
un modo de belleza o una original personalidad.
No le confundiremos, en
fin, con cierto idealismo ético que tiende a monopolizar el culto de la
perfección en favor de alguno de los fanatismos religiosos predominantes en
cada época, pues sobre no existir un único e inevitable Bien ideal,
difícilmente cabría en los catecismos para mentes obtusas. El esfuerzo
individual hacia la virtud puede ser tan magníficamente concebido y realizado
por el peripatético como por el cirenaico, por el cristiano como por el
anarquista, por el filántropo como por el epicúreo, pues todas las teorías
filosóficas son igualmente incompatibles con la aspiración individual hacia el
perfeccionamiento humano. Todos ellos pueden ser idealistas, si saben
iluminarse en su doctrina; y en todas las doctrinas pueden cobijarse dignos y
buscavidas, virtuosos y sin vergüenza. El anhelo y la posibilidad de la
perfección no es patrimonio de ningún credo: recuerda el agua de aquella
fuente, citada por Platón, que no podía contenerse en ningún vaso.
La experiencia, sólo
ella, decide sobre la legitimidad de los ideales, en cada tiempo y lugar. En el
curso de la vida social se seleccionan naturalmente; sobreviven los más
adaptados, los que mejor prevén el sentido de la evolución; es decir, los
coincidentes con el perfeccionamiento efectivo. Mientras la experiencia no da
su fallo, todo ideal es respetable, aunque parezca absurdo. Y es útil por su
fuerza de contraste; si es falso muere solo, no daña. Todo ideal, por ser una
creencia, puede contener una parte de error, o serlo totalmente. Lo único malo
es carecer de ideales y esclavizarse a las contingencias de la vida práctica
inmediata, renunciando a la posibilidad de la perfección moral.
Cuando un filósofo
enuncia ideales, para el hombre o para la sociedad, su comprensión inmediata es
tanto más difícil cuanto más se elevan sobre los prejuicios y el palabrismo
convencionales en el ambiente que le rodea; lo mismo ocurre con la verdad del
sabio y con el estilo del poeta. La sanción ajena es fácil para lo que
concuerda con rutinas secularmente practicadas; es difícil cuando la
imaginación no pone mayor originalidad en el concepto o en la forma.
Ese desequilibrio entre
la perfección concebible y la realidad practicable, estriba en la naturaleza
misma de la imaginación, rebelde al tiempo y al espacio. De ese contraste
legítimo no se infiere que los ideales lógicos, estéticos o morales deben ser
contradictorios entre sí, aunque sean heterogéneos y marquen el paso a desigual
compás, según los tiempos: no hay una Verdad amoral o fea, ni fue nunca la
Belleza absurda o nociva, ni tuvo el Bien sus raíces en el error o la
desarmonía. De otro modo concebiríamos perfecciones imperfectas.
Los caminos de
perfección son convergentes. Las formas infinitas del ideal son
complementarias: jamás contradictorias, aunque lo parezca. Si el ideal de la
ciencia es la Verdad, de la moral el Bien y del arte la Belleza, formas
preeminentes de toda excelsitud, no se concibe que puedan ser antagonistas.
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