LOS
CANTOS DE MALDOROR
CIENTOVIGESIMOSÉPTIMA ENTREGA
(Barral Editores / Barcelona 1970)
CANTO QUINTO
5 (3)
Te muestras
soberanamente injusto… Tienes razón: desconfía de mí, especialmente si eres
hermoso. Mis partes ofrecen eternamente el espectáculo lúgubre de la
turgescencia; nadie podrá sostener (¡y cuántos no se han acercado!) que las han
visto en estado de calma normal, ni siquiera el limpiabotas que me dirigió allí
una puñalada en un momento de delirio. ¡El ingrato! Yo cambio de ropa dos veces
por semana, aunque no sea la limpieza el motivo principal de mi determinación.
Si no obrara así, los miembros de la humanidad desaparecerían al cabo de
algunos días en medio de prolongados combates. En efecto, cualquiera sea la
comarca en que me encuentre, ellos me molestan continuamente con su presencia
hasta llegar a la superficie de mis pies. ¡Pero cuál es el poder de mis gotas
seminales, que pueden atraer a todo aquello que respira y posee nervios
olfativos! Vienen desde las orillas del Amazonas, atraviesan los valles que
riega el Ganges, abandonan los líquenes polares, para emprender largos viajes
en mi busca, preguntando a las ciudades inmóviles si no han visto pasar, un
instante, a lo largo de sus murallas, a aquel cuyo esperma sagrado embalsama
las montañas, los lagos, las malezas, los bosques, los promontorios y la
amplitud de los mares. La desesperación de no poder encontrarme (me oculto
secretamente en los sitios más inaccesibles, con objeto de encender su ardor)
los empuja hacia los actos más lamentables. Se disponen trescientos mil de cada
lado, y el bramido de los cañones sirve de preludio a la batalla. Todas las
alas se ponen en movimiento al mismo tiempo, como un solo guerrero. Los cuadros
se forman e inmediatamente se desploman para no levantarse más. Los caballos
espantados huyen en todas direcciones. Los cañonazos roturan la tierra como
meteoros implacables. El teatro del combate no es sino una vasta carnicería en
el momento en que la noche revela su presencia y la luna silenciosa aparece
entre las rasgaduras de una nube. Señalándome con el dedo el espacio que
abarcan diversos sitios poblados de cadáveres, el creciente vaporoso de ese
astro me ordena considerar por un instante, como tema de concienzudas
reflexiones, las funestas consecuencias que determina tras sí el hechizo del
inexplicable talismán que me concedió la Providencia. Desgraciadamente,
¡cuántos siglos serán todavía necesarios para que la raza humana perezca
totalmente por obra de mi pérfido cepo! De este modo un espíritu hábil y nada
jactancioso emplea, para alcanzar sus fines, los mismos medios que parecerían,
en un principio, constituir obstáculos invencibles. Continuamente mi
inteligencia se eleva hacia esa imponente cuestión, y vosotros sois testigos de
que ya no me es posible reducirme al modesto tema que en un comienzo fue mi
propósito tratar. Una última palabra… era una noche de invierno. Mientras el
cierzo silbaba entre los abetos, el Creador abrió su puerta en medio de las
tinieblas, e hizo entrar a un pederasta.
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