AN EVENING WITH LAURIE ANDERSON
LOS MODOS DEL
RECUERDO Y DEL OLVIDO
(Página 12 / 21-10-2017)
por Karina Micheletto
Completamente sola en
el escenario. Sin más montaje que tres micrófonos, unas luces laterales, un
sillón en el que espectador recién repara cuando ella se sienta allí,
eventualmente, y una pantalla que sirve, sobre todo, para traducir sus
palabras. Vestida sencillamente, en negro y blanco, con sus cabellos cortos
prolijamente desordenados. Y, claro, con su violín, entre filtros y
distorsiones de sonidos. Así se presenta Laurie Anderson en el escenario del
teatro Opera y, durante exacta hora y media, desanda An evening with. Fue el jueves pasado en una noche hecha de música
y, sobre todo, de palabras: palabras que hablan sobre palabras y que suenan
como música. Así invita Laurie Anderson a pasar una noche con ella.
Anderson sabe asumir
en toda su dimensión la idea de performer
y así se vuelve dueña de la escena no actuándola, sino recorriéndola desde un
personaje que no es otro que el de ella misma, con toda su historia y su
leyenda a cuestas. Y aunque puede pensarse que todo artista que se sube a un
escenario está montando algo del orden de lo performático, en este caso esa
idea de acción artística –no improvisada, tampoco actuada, totalmente guionada
pero librada al mismo tiempo al vivo– queda en el centro de la propuesta. El
logro es que, desde la calidez de sus palabras y sobre todo del modo de
pronunciarlas y enunciarlas, rítmica, encantadoramente, la música, cantante,
compositora, directora de cine, poeta y artista experimental logra achicar
distancias desde un gran escenario, convocando a un espacio de intimidad. Esta
es así, para cada espectador, una noche con Laurie Anderson.
An evening with está montado básicamente sobre relatos
de Anderson, algunos disparados por recuerdos de infancia, otros por escenas
muy actuales de los Estados Unidos de la era Trump; algunos que parten de citas
literarias, otros que giran alrededor de la idea misma de relato, lo que
significa contar, lo que traen consigo y lo que dejan en el camino las
palabras, lo que hay inexorablemente de olvido en el recuerdo. Entre uno y otro,
o mejor dicho atravesándolos, está la música, y sobre todo la voz de Anderson,
y el modo en que cuenta estas historias tiene algo de mántrico. Hay, por
ejemplo, dos relatos que son reales, aunque no hace falta que lo aclare en el
espectáculo, porque no viene del todo al caso. Uno es de cuando ella tenía 13
años y se postulaba como presidenta del centro de estudiantes de su escuela. Se
le ocurrió escribirle una carta a John F. Kennedy, por entonces también
candidato. Recibió su respuesta, una carta firmada por él con consejos de
campaña: “Hablá mucho con tus amigos y prometeles lo que ellos esperan”, por
ejemplo. Resultó electa y volvió a escribirle: “Gané”. Recibió entonces un
libro que incluía citas del presidente sobre el valor del arte. Ese envío postal
conmocionó al pueblo entero.
Otro recuerdo ya ha
sido retomado por la artista, como en su película Heart of a Dog. Es el accidente que tuvo de niña y que casi la deja
postrada, según cuenta que habían vaticinado los médicos. Anderson vuelve sobre
el momento del accidente y sobre sus días de convalecencia en el hospital en el
sector de quemados, evoca el terror que sentía por las noches, escuchando los
llantos y los quejidos de otros niños que yacían a su lado, “el sonido que
hacen los niños cuando mueren”. De pronto recuerda que a veces esos niños ya no
estaban más a la mañana siguiente, la enfermera llegaba y tendía la cama, sin
explicación alguna. Lo cuenta sin dramatismo, como si la historia en sí no
fuera importante: la trae porque le sirve para hablar de los modos del recuerdo
y del olvido. Y este es el punto, el tema que le interesa a Anderson: cómo se
construyen las historias, cuál es el hilo que las cose, necesariamente atado a
una verdad a medias, lo cual implica siempre una mentira. Toda la intención de
Anderson está puesta en contar historias sobre las historias, y así en otros
relatos avanza, por ejemplo sobre los clichés que guarda toda identidad, en su
construcción como relato a lo largo de la vida.
Las citas literarias
son tan amplias como Walden, el ensayo de Henry Thoreau sobre las posibilidades
de “vivir en estado de naturaleza”, un libro clave en Estados Unidos. Y de allí
a Las aves, la comedia de
Aristófanes, para mostrar que, ya cuatro siglos antes de Cristo, a alguien se
le había ocurrido imaginar la construcción de un muro interminable entre la
tierra y el cielo. Anderson pinta su aldea y aparece entonces Trump, la
sociedad llena de armas y de miedos, las guerras y las prisiones. Aparece Lou
Reed, y con él y sobre él canta quien fuera su esposa “Would You Come to Me”:
“¿Vendrías a mí? Si estuviera medio ahogado. Con un brazo por encima de la
última ola. ¿Vendrías a mí? ¿Me levantarías? ¿El esfuerzo realmente te
lastimaría? ¿Es injusto preguntarte?”.
La puesta de Anderson
es poéticamente potente, también políticamente cuestionadora. La que habla es
una neoyorquina espantada con Donald Trump, con la idea de algo como Donald
Trump presidente, y sobre todo espantada con compatriotas que decidieron dar
curso a tal idea. Mientras habla y mientras cuenta, hace pensar en cómo se
construyen las historias, en lo que hace el ser humano con los relatos y las palabras,
en cómo esos relatos pueden deformarse en su deriva. Ocurre en un lugar y un
momento en el que es posible dar por cierta la siguiente historia: hay un país
en el que un Estado hace desaparecer a un joven, arrojar luego un cuerpo en el
lugar en el que se lo busca desde hace ochenta días, obligar a una familia a
custodiarlo por horas –sin saber si es el cuerpo que busca– porque desconfía de
toda instancia de cuidado por parte de ese Estado. Después de esta historia,
cualquier espanto se vuelve relativo.
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