12/10/17

ANTONIN ARTAUD

EL TEATRO Y SU DOBLE

Traducción de Enrique Alonso y Francisco Abelenda


DÉCIMA ENTREGA


1


EL EATRO Y LA PESTE (6)



Pero de esta libertad espiritual con que se desarrolla la peste, sin ratas, sin microbios y sin contactos, puede deducirse la acción absoluta y sombría de un espectáculo que intentará analizar.


Cuando la peste se establece en una ciudad, las formas regulares se derrumban. Nadie cuida los caminos; no hay ejército, ni policía, ni gobiernos municipales; las piras para quemar a los muertos se encienden al azar, con cualquier medio disponible. Todas las familias quieren tener la suya. Luego hay cada vez menos maderas, menos espacio, y menos llamas, y las familias luchan alrededor de las piras, y al fin todos huyen, pues los cadáveres son demasiado numerosos. Ya los muertos obstruyen las calles en pirámides ruinosas, y los animales mordisquean los bordes. El hedor sube en el aire como una llama. El amontonamiento de los muertos bloquea calles enteras. Entonces las casas se abren, y los pestíferos delirantes van aullando por las calles con el peso de visiones espantosas. El mal que fermenta en las vísceras y circula por todo el organismo se libera en explosiones cerebrales. Otros apestados sin bubones, sin delirios, sin dolores, sin erupciones, se miran orgullosamente en los espejos, sintiendo que revientan de salud, y caen muertos con las bacías en la mano, llenos de desprecio por las otras víctimas.


Por los arroyos sangrientos, espesos, nauseabundos (color de agonía y opio) que brotan de los cadáveres, pasan raros personajes vestidos de cera, con narices de una vara de largo y ojos de vidrio, subidos a una especie de zapatones japoneses de tablillas doblemente dispuestas, unas horizontales, en forma de suela, otras verticales, que los aíslan de los humores infectos; y salmodian absurdamente letanías que no les impiden caer a su turno en el brasero. Estos médicos ignorantes sólo logran exhibir su temor y su puerilidad.


La hez de la población, aparentemente inmunizada por la furia de la codicia, entre en las casas abiertas y echa mano a riquezas, aunque sabe que no podrá aprovecharlas. Y en ese momento nace el teatro. El teatro, es decir la gratuidad inmediata que provoca actos inútiles y sin provecho.



Los sobrevivientes se exasperan, el hijo hasta entonces sumiso y virtuoso mata a su padre; el continente sodomiza a sus allegados. El lujurioso se convierte en puro. El avaro arroja a puñados su oro por las ventanas. El héroe guerrero incendia la ciudad que salvó en otro tiempo arriesgando la vida. El elegante se adorna y va a pasearse por los osarios. Ni la idea de una ausencia de sanciones, ni la de una muerte inminente bastan para motivar actos tan gratuitamente absurdos en gente que no creía que la muerte pudiera terminar nada. ¿Cómo explicar esta oleada de fiebre erótica en los enfermos curados, que en lugar de huir se quedan en la ciudad tratando de arrancar una voluptuosidad criminal a los moribundos o aun a los muertos semiaplastados bajo la pila de cadáveres donde los metió la casualidad?

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