ANTONIN
ARTAUD
EL
TEATRO Y SU DOBLE
Traducción de Enrique Alonso y Francisco Abelenda
DÉCIMA ENTREGA
1
EL
EATRO Y LA PESTE (6)
Pero de esta libertad
espiritual con que se desarrolla la peste, sin ratas, sin microbios y sin
contactos, puede deducirse la acción absoluta y sombría de un espectáculo que
intentará analizar.
Cuando la peste se
establece en una ciudad, las formas regulares se derrumban. Nadie cuida los
caminos; no hay ejército, ni policía, ni gobiernos municipales; las piras para
quemar a los muertos se encienden al azar, con cualquier medio disponible.
Todas las familias quieren tener la suya. Luego hay cada vez menos maderas,
menos espacio, y menos llamas, y las familias luchan alrededor de las piras, y
al fin todos huyen, pues los cadáveres son demasiado numerosos. Ya los muertos
obstruyen las calles en pirámides ruinosas, y los animales mordisquean los
bordes. El hedor sube en el aire como una llama. El amontonamiento de los
muertos bloquea calles enteras. Entonces las casas se abren, y los pestíferos
delirantes van aullando por las calles con el peso de visiones espantosas. El
mal que fermenta en las vísceras y circula por todo el organismo se libera en
explosiones cerebrales. Otros apestados sin bubones, sin delirios, sin dolores,
sin erupciones, se miran orgullosamente en los espejos, sintiendo que revientan
de salud, y caen muertos con las bacías en la mano, llenos de desprecio por las
otras víctimas.
Por los arroyos
sangrientos, espesos, nauseabundos (color de agonía y opio) que brotan de los
cadáveres, pasan raros personajes vestidos de cera, con narices de una vara de
largo y ojos de vidrio, subidos a una especie de zapatones japoneses de
tablillas doblemente dispuestas, unas horizontales, en forma de suela, otras
verticales, que los aíslan de los humores infectos; y salmodian absurdamente
letanías que no les impiden caer a su turno en el brasero. Estos médicos
ignorantes sólo logran exhibir su temor y su puerilidad.
La hez de la población,
aparentemente inmunizada por la furia de la codicia, entre en las casas
abiertas y echa mano a riquezas, aunque sabe que no podrá aprovecharlas. Y en
ese momento nace el teatro. El teatro, es decir la gratuidad inmediata que
provoca actos inútiles y sin provecho.
Los sobrevivientes se
exasperan, el hijo hasta entonces sumiso y virtuoso mata a su padre; el
continente sodomiza a sus allegados. El lujurioso se convierte en puro. El
avaro arroja a puñados su oro por las ventanas. El héroe guerrero incendia la
ciudad que salvó en otro tiempo arriesgando la vida. El elegante se adorna y va
a pasearse por los osarios. Ni la idea de una ausencia de sanciones, ni la de
una muerte inminente bastan para motivar actos tan gratuitamente absurdos en
gente que no creía que la muerte pudiera terminar nada. ¿Cómo explicar esta
oleada de fiebre erótica en los enfermos curados, que en lugar de huir se
quedan en la ciudad tratando de arrancar una voluptuosidad criminal a los
moribundos o aun a los muertos semiaplastados bajo la pila de cadáveres donde
los metió la casualidad?
No hay comentarios:
Publicar un comentario