CARLOS
CASTANEDA
LAS
ENSEÑANZAS DE DON JUAN
(Una
forma yaqui de conocimiento)
CUADRAGÉSIMA ENTREGA
PRIMERA
PARTE
“LAS
ENSEÑANZAS”
IV
(7)
Viernes,
6 de julio, 1962 (3)
Yo no quería estar allí
solo, y aunque no me había pedido acompañarlo fui tras él. Caminamos unos
ciento cincuenta metros hasta un arroyuelo. Se lavó manos y cara y llenó la
cantimplora. Hizo buches de agua, pero no la tragó. Saqué un poco de agua en el
hueco de mis manos y bebí, pero él me detuvo y dijo que era innecesario beber.
Me dio la cantimplora y
echó a andar de regreso a la saliente. Al llegar volvimos a sentarnos mirando
el valle, de espaldas contra el farallón. Pregunté si podíamos encender un
fuego. Reaccionó como si fuera inconcebible preguntar tal cosa. Dijo que por
esa noche éramos huéspedes de Mescalito y que él nos daría calor.
Ya anochecía. Don Juan
extrajo de su saco dos delgadas cobijas de algodón, echó una en mi regazo y con
la otra sobre los hombros, se sentó cruzando las piernas. Abajo, el valle
estaba oscuro, sus contornos ya difusos en la bruma del atardecer.
Don Juan estaba
inmóvil, encarando el campo de peyote. Un viento continuo soplaba en mi rostro.
-El crespúsculo es la
raja entre los mundos -dijo él suavemente, sin volverse hacia mí.
No pregunté qué quería
decir. Mis ojos se cansaron. De súbito me sentí exaltado, tenía un deseo
extraño y avasallador de llorar.
Me acosté boca abajo. El
piso de roca era duro e incómodo y yo tenía que cambiar de postura cada pocos
minutos. Finalmente me senté y crucé las piernas, poniendo la cobija sobre mis
hombros. Para mi sorpresa, tal posición era perfectamente cómoda, y me quedé
dormido.
Al despertar, oí a don
Juan hablarme. Estaba muy oscuro. No podía verlo bien. No comprendí qué cosa
decía, pero le seguí cuando empezó a descender la saliente. Nos desplazamos
cuidadosamente, o al menos yo, a causa de la oscuridad. Nos detuvimos al pie
del farallón. Don Juan tomó asiento y con una seña me indicó sentarme a su
izquierda. Desabotonó su camisa y sacó una bolsa de cuero, la cual abrió y
colocó en el suelo frente a él. Contenía botones secos de peyote.
Tras una pausa larga
tomó uno de los botones. Lo sostuvo en la mano derecha, frotándolo varias veces
entre pulgar e índice mientras canturreaba suavemente. De pronto dejó escapar
un grito tremendo.
-¡Aíííí!
Fue sobrecogedor,
inesperado. Me aterró. Vagamente lo vi poner el botón de peyote en su boca y
empezar a mascarlo. Tras un momento recogió el saco, se inclinó hacia mí y me
susurró que tomara el saco, cogiera un mezcalito, volviera a poner el saco
frente a nosotros, y luego hiciera exactamente lo que él.
Tomando un botón de
peyote, lo froté como él había hecho. Mientras tanto, don Juan canturreaba,
oscilando a un lado y a otro. Traté varias de meter el botón en mi boca, pero
me avergonzaba gritar. Entonces, como en un sueño, un alarido increíble salió
de mí: ¡Aíííí! Por un momento pensé que se trataba de alguien más. De nuevo
sentí en el estómago los efectos de un shock nervioso. Estaba cayendo hacia
atrás. Me estaba desmayando. Metí en mi boca el botón de peyote y lo masqué.
Tras un rato don Juan tomó otro de la bolsa. Me sentí aliviado al ver que lo
ponía en su boca tras un canturreo corto. Me pasó la bolsa, y volvía dejarla
frente a nosotros después de sacar un botón. Este ciclo se repitió cinco veces antes
de que yo notara algo de sed. Recogí la cantimplora para beber, pero don Juan
me dijo que sólo me lavara la boca, y que no bebiera porque vomitaría.
Agité repetidamente el
agua dentro de mi boca. En determinado momento la tentación de beber fue
formidable, y tragué un poco. Inmediatamente mi estómago empezó a convulsionarse.
Esperaba yo un fluir indoloro y fácil, como durante mi primera experiencia con
el peyote, pero para mi sorpresa tuve sólo la sensación común de vomitar. No
duró mucho, sin embargo.
Don Juan cogió otro
botón y me entregó la bolsa, y el ciclo se renovó y repitió hasta que hube
mascado catorce botones. Para entonces, todas mis sensaciones iniciales de sed,
frío e incomodidad habían desaparecido. En su lugar había una novedosa
sensación de tibieza y excitación. Tomé la cantimplora para refrescarme la
boca, pero estaba vacía.
-¿Podemos ir al arroyo,
don Juan?
En vez de proyectarse
hacia afuera, el sonido de mi voz pegó en el velo del paladar, rebotó hacia la
garganta y resonó entre ambos en una y otra dirección. El eco era suave y
musical, y parecía aletear dentro de mi garganta. El roce de las alas me apaciguaba.
Seguí sus movimientos de ida y vuelta hasta que desapareció.
Repetí la pregunta. Mi
voz sonó como si me hallase hablando dentro de una bóveda.
Don Juan no respondió.
Me levanté y me volví en dirección al arroyo. Lo miré para ver si venía, pero
él parecía escuchar algo atentamente.
Hizo un ademán
imperativo de guardar silencio.
-¡Abuhtol (?) ya está
aquí -dijo.
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