ESCRITOS DE HORACIO QUIROGA
CUADRAGESIMOCTAVA
ENTREGA
El culto colonial (2)
Como
la casa colonial, esos chismes poseyeron un día la honradez de ser producto del
ambiente mismo. Tal tinajón pintado con torpes figuras, tal manta coloreada con
monótona violencia, fueron entonces la expresión veraz, sin pose ni farsa, del
concepto que del decorado poseyeron sus creadores. Tuvieron, torpes e incultos,
lo que no poseemos nosotros: la sinceridad de sentimiento que les hizo
edificar, decorar y modelar con su vida, su tierra y su misma sangre indígena.
Ni
uno solo de aquellos abuelos comerciantes hubiera tenido el mal gusto de
edificar al pleno sol sus quintas desamparadas, un palacete gótico o hindú. El
más lerdo de aquellos fabricantes de cacharros, hubiera aligerado de seguida su
estilo, de haber alcanzado a conseguir otro. Comerciante y artista indígena
cumplieron su vida colonial con honestidad sin par: adaptando el uno sin
pretensiones su habitación al medio, tiñendo y modelando el otro con el supremo
esfuerzo artístico de que era capaz.
Hoy,
en un ambiente trastornado y sin rastros de la seriedad colonial, erigimos en templos
de novísimo arte el caserón sombrío, en una ciudad ya ensombrecida hasta las
nubes; teñimos nuestra alma de ingenuidad, al compás de un descuartizado jazz,
para decorar cacharros incaicos, mientras nuestras hijas decoran cándidas
tinajas con melena garçonne y los ojos embizquecidos por un doble flirt.
Un
escritor nuestro nos informa de la melancolía con que un viejo y acaudalado
comerciante recordaba su vieja casona colonial del barrio sur, donde crió feliz
a su familia instalado ahora en un palacete del norte, y forzado a sobrellevar
la vida mundana de su prole, recibe un día la confesión de su hija menor, que
no duerme y enloquece por una casa colonial. El padre no cabe en sí de
alborozo, pues cree llegado, ¡por fin!, el día de retornar a la vieja casa de
la calle Venezuela.
El
pobre hombre se equivoca: lo que su hija quiere es, en efecto, una casa
colonial…, pero en la avenida Alvear.
Ningún
comentario como este episodio expresa la solidez y la finura de nuestro culto
de ese arte.
Hemos
visto una vez en una opulenta casa colonial un brasero de bronce, muy viejo y
muy abollado, cuyas cenizas, para más carácter, se desfloraban todos los días
con los dedos, a fin de simular con ello más perfectamente su cotidiano uso. El
gran salón se hallaba naturalmente confortado por una riquísima chimenea, con
tomas, estrangulamientos y bocas de aire felizmente dispuestos, de acuerdo con
los últimos progresos en la materia.
Pues
bien: aquel desecho colonial, a dos metros de la roncante chimenea, aquel viejo
brasero estéril, inútil y frío desde cien años atrás, cuyas cenizas un mucamo somnoliento
encrespaba día a día con sus dedos, encarnaba la más monstruosa farsa con que
los inteligentes desviados y los tontos de buena fe, vienen administrando el
arte de un joven país.
Cuando
todo nos queda por adquirir y hacer, y respondemos cantando de la salud del
viejo mundo por el porvenir de nuestra América, estamos alimentando ese
porvenir con espectros tan sólo del pasado. En la amplitud de una estética,
puede ese éxtasis ser hermoso, mas a modo de una enfermedad mortal. Puede
probar buen gusto, como se lo puede tener para morir. Pero mientras no se libre
el alma de ese pasadismo consuntivo, y se la vierta entera a hervir y fraguar
en el presente, cuanto se cante de regeneración continental, será iluso. Y no
quedará sino aguardar que América y su destino se vean total y definitivamente
en ruinas, para llorar entonces sobre su recuerdo.
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