LA
CARRETA
Prólogo
de Wilfredo Penco
Montevideo
2004
QUINCUAGESIMOCTAVA ENTREGA
XIV
(2)
Chiquiño, llegada la
primera noche, no salió de covacha improvisada. Observó con atención los
movimientos del vecindario, en qué rancho se encendía el fuego, en cuáles se
hacía música, y si la gente rateaba leña por la noche, o recorría, de parranda,
los solitarios campos vecinos.
Al día siguiente
consiguió en el boliche unas latas de kerosene vacías, las abrió y fue
cubriendo el techo cuidadosamente, para protegerse de la lluvia.
El invierno se colaba
en los campos, hecho una llovizna persistente, que taladraba la carne.
Su rancho tenía a las
espaldas, o sea al oeste, las vías del tren. Al este, el callejón con sus
pantanos, que separaba a los miserables de la invernada de novillos de don
Pedro Ramírez, hombre estricto, de vida feudal, que era capaz de mandar a la
cárcel al que intentase cruzar el alambrado de siete hilos que defendía el
campo.
Por allí los desvíos
eran imposibles. Los viajeros no podían salvar de ninguna manera los pantanos.
Había que arriesgarse siempre, y era de festejar el viaje en que, al atravesar
esa serie de pantanos, bajase de cuatro el número de “peludos” sacados a la
cincha.
Chiquiño explotaría
bien el asunto. Tenía caballo, era “petiso” pero forzudo y se haría “de rogar
como una mujer”…
Los dos otros dos
desocupados, que sacaban “peludos”, se descubrieron a sí mismos cuando
Chiquiño, un día de lluvia, ofreció sus servicios al primer empantanado que
marchaba en una volanta.
-Sí -había sentenciado-,
aquí pasa, pero más adelante la cosa se pone brava…
Los accidentados,
temerosos, quisieron asegurarse la ayuda de Chiquiño.
-Oiga -le insinuó el
dueño del vehículo. ¿Quiere acompañarnos hasta el paso?...
-Y… güeno, pero yo
tengo que hacer… -titubeó, hipocritón, Chiquiño.
-Sí, hombre, si nos
saca del “peludo” tendrá unos reales… -se apresuró a afirmar el hombre.
-Bueno, vayan yendo; yo
los sigo de cerca…
La volanta partió
pesadamente. En ella viajaba un médico, quien iba a asistir a la mujer del
propietario.
La lluvia caía
lentamente, enjabonando el camino, donde resbalaban los dos animales de la
volanta. Látigo en mano y azuzando las bestias, el hombre que tenía su mujer en
brazos de la muerte, descuidaba su persona, empapadas las ropas. El médico iba
acurrucado y silencioso, envuelto en un grueso poncho. Observaba el camino con
aire despreocupado.
De pronto, al vadear un
zanjón, el vehículo quedó como clavado. En vano los dos caballos se empinaron a
un tiempo, tocados por el látigo del conductor.
-¡Otra vez enterrados!...
Oiga, hombre, acérquese…
Chiquiño, que había
calculado con exactitud aquel percance, ya venía con los maneadores.
Chapaleando barro,
pudieron colocar la cuarta, y, después de dar resuello a los animales, de un
golpe, decididos, la emprendieron a gritos y latigazos. El caballo de
Chiquil¡ño se despatarró, hociqueando en el lodo, cuando la volanta pudo librar
sus ruedas traseras.
Desde los ranchos
salieron algunos curiosos. Los chicos, chapaleando en el barro, sus ropas
empapadas, corrieron hasta el alambrado, saltando en las charcas y dando
victoriosos gritos destemplados.
Anochecía. Arreció la
lluvia cuando el ciego salió de su pocilga, llevado de la mano por su
lazarillo, un adolescente tuerto, que solamente servía pata compañarlo hasta el
camino y dejarlo allí, al paso de los viandantes.
Con el ciego se
acercaron al camino dos hombres de hosco mirar. Dos vagabundos que hacían el
oficio de pantaneros sin darle importancia y eran ajenos a las intenciones
futuras de Chiquiño.
-¿Quiere que siga
tirando?
-No; mejor es desatar -opinó
nervioso el hombre que tenía a su compañera enferma-. Vamos más ligeros solos…
-agregó.
Mientras Chiquiño
desataba el maneador, el médico y el patrón subieron a la volanta. La lluvia
seguía cayendo copiosamente. Los “gurises”, en harapos, olvidaban el frío y la
lluvia, subidos a los postes del enclenque alambrado. El cielo oscuro
precipitaba a la tarde y hacía más cercana la noche. El monte, a pocos pasos,
trazaba una línea verde oscura, de este a oeste. Más parecía un nubarrón que un
monte. Lejos, sobre el campo verde y empastado, los novillos manchaban el
difuso paisaje neblinoso. El rosario de pantanos, paralelo a las vías del tren,
se hundía en el paso de Itapebí, para transformarse en la otra orilla en un
camino de piedra. Tal como si el agua del arroyo hubiese lavado el barro del
camino en el paso de agua limpia que ofrecía el monte.
Chiquiño, cuando el
hombre que tenía a su compañera enferma, puso dos papeles de un peso y unas
monedas en su mano tendida, se dijo para sí:
-Esta chacra de barro
va a producir mucho más que la de los gringos.
Chiquiño, bajo el
aguacero, regresó a su covacha, donde el agua era un huésped inesperado.
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