5/10/17

LA CARRETA                     

Prólogo de Wilfredo Penco

Montevideo 2004



QUINCUAGESIMOCTAVA ENTREGA



XIV (2)



Chiquiño, llegada la primera noche, no salió de covacha improvisada. Observó con atención los movimientos del vecindario, en qué rancho se encendía el fuego, en cuáles se hacía música, y si la gente rateaba leña por la noche, o recorría, de parranda, los solitarios campos vecinos.


Al día siguiente consiguió en el boliche unas latas de kerosene vacías, las abrió y fue cubriendo el techo cuidadosamente, para protegerse de la lluvia.


El invierno se colaba en los campos, hecho una llovizna persistente, que taladraba la carne.


Su rancho tenía a las espaldas, o sea al oeste, las vías del tren. Al este, el callejón con sus pantanos, que separaba a los miserables de la invernada de novillos de don Pedro Ramírez, hombre estricto, de vida feudal, que era capaz de mandar a la cárcel al que intentase cruzar el alambrado de siete hilos que defendía el campo.


Por allí los desvíos eran imposibles. Los viajeros no podían salvar de ninguna manera los pantanos. Había que arriesgarse siempre, y era de festejar el viaje en que, al atravesar esa serie de pantanos, bajase de cuatro el número de “peludos” sacados a la cincha.


Chiquiño explotaría bien el asunto. Tenía caballo, era “petiso” pero forzudo y se haría “de rogar como una mujer”…


Los dos otros dos desocupados, que sacaban “peludos”, se descubrieron a sí mismos cuando Chiquiño, un día de lluvia, ofreció sus servicios al primer empantanado que marchaba en una volanta.


-Sí -había sentenciado-, aquí pasa, pero más adelante la cosa se pone brava…


Los accidentados, temerosos, quisieron asegurarse la ayuda de Chiquiño.


-Oiga -le insinuó el dueño del vehículo. ¿Quiere acompañarnos hasta el paso?...


-Y… güeno, pero yo tengo que hacer… -titubeó, hipocritón, Chiquiño.


-Sí, hombre, si nos saca del “peludo” tendrá unos reales… -se apresuró a afirmar el hombre.


-Bueno, vayan yendo; yo los sigo de cerca…


La volanta partió pesadamente. En ella viajaba un médico, quien iba a asistir a la mujer del propietario.


La lluvia caía lentamente, enjabonando el camino, donde resbalaban los dos animales de la volanta. Látigo en mano y azuzando las bestias, el hombre que tenía su mujer en brazos de la muerte, descuidaba su persona, empapadas las ropas. El médico iba acurrucado y silencioso, envuelto en un grueso poncho. Observaba el camino con aire despreocupado.


De pronto, al vadear un zanjón, el vehículo quedó como clavado. En vano los dos caballos se empinaron a un tiempo, tocados por el látigo del conductor.


-¡Otra vez enterrados!... Oiga, hombre, acérquese…


Chiquiño, que había calculado con exactitud aquel percance, ya venía con los maneadores.


Chapaleando barro, pudieron colocar la cuarta, y, después de dar resuello a los animales, de un golpe, decididos, la emprendieron a gritos y latigazos. El caballo de Chiquil¡ño se despatarró, hociqueando en el lodo, cuando la volanta pudo librar sus ruedas traseras.


Desde los ranchos salieron algunos curiosos. Los chicos, chapaleando en el barro, sus ropas empapadas, corrieron hasta el alambrado, saltando en las charcas y dando victoriosos gritos destemplados.


Anochecía. Arreció la lluvia cuando el ciego salió de su pocilga, llevado de la mano por su lazarillo, un adolescente tuerto, que solamente servía pata compañarlo hasta el camino y dejarlo allí, al paso de los viandantes.


Con el ciego se acercaron al camino dos hombres de hosco mirar. Dos vagabundos que hacían el oficio de pantaneros sin darle importancia y eran ajenos a las intenciones futuras de Chiquiño.


-¿Quiere que siga tirando?


-No; mejor es desatar -opinó nervioso el hombre que tenía a su compañera enferma-. Vamos más ligeros solos… -agregó.


Mientras Chiquiño desataba el maneador, el médico y el patrón subieron a la volanta. La lluvia seguía cayendo copiosamente. Los “gurises”, en harapos, olvidaban el frío y la lluvia, subidos a los postes del enclenque alambrado. El cielo oscuro precipitaba a la tarde y hacía más cercana la noche. El monte, a pocos pasos, trazaba una línea verde oscura, de este a oeste. Más parecía un nubarrón que un monte. Lejos, sobre el campo verde y empastado, los novillos manchaban el difuso paisaje neblinoso. El rosario de pantanos, paralelo a las vías del tren, se hundía en el paso de Itapebí, para transformarse en la otra orilla en un camino de piedra. Tal como si el agua del arroyo hubiese lavado el barro del camino en el paso de agua limpia que ofrecía el monte.


Chiquiño, cuando el hombre que tenía a su compañera enferma, puso dos papeles de un peso y unas monedas en su mano tendida, se dijo para sí:


-Esta chacra de barro va a producir mucho más que la de los gringos.



Chiquiño, bajo el aguacero, regresó a su covacha, donde el agua era un huésped inesperado.

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