12/10/17

LA CARRETA                     

Prólogo de Wilfredo Penco

Montevideo 2004



QUINCUAGESIMONOVENA ENTREGA



XIV (3)



Llovió todo el día siguiente. Pasaron dos pesadas carretas de bueyes y un “sulky”… Un “break” llegó hasta el primer pantano y no se atrevió a cruzarlo. Dio vuelta, camino del pueblo.


Chiquiño, con su puñal y una vara de tala entre las manos, pasó la mañana y parte de la tarde entretenido en labrar un bastón. Sus manos habíanse adiestrado en el pulimento de maderas y en pacientes y minuciosos trabajos de orlas y adornos sobre mates porongos. El fruto de su aprendizaje en la cárcel y la mejor manera de matar el tiempo. Caía en sus manos una rama y, al cabo de unas horas, se transformaba en un bastón o en un mango de rebenque. En los mates solía dibujar, a punta de cuchillo, banderas, escudos y perfiles de héroes nacionales.


A le entrada del sol cuando dejó de llover caminó hasta la pulpería, donde estaban los dos pantaneros bebiendo. Se acercó a ellos y les dio las buenas noches. Le contesaron entre dientes malhumorados.


-¿Qué hay? -preguntó Chiquiño-. ¿Qué les pasa?


-Nada, aquí estamos -dijo uno de ellos alzando solapadamente la cabeza.


Cruzáronse miradas de odio.


El pulpero bromeó.


-Andan quejándose porque ayer les sacaste una changa, Chiquiño…


-¿Cuála?... ¡Que no sean sonsos -respondió el ex presidiario- y que apriendan si quieren ganarse el tirón!...


Nadie osó contestarle. Chiquiño continuó:


-¡Si los que pasan me piden que los saque del “peludo”, yo no me vi’a negar!...


Escupió varias veces, se acomodó el sombrero otras tantas y se alzó la bombachas, siempre con los ojos pequeñitos e insultantes sobre los dos hombres.


-¡Si no tiene cabayo, qué van a sacar “peludos”! ¡Con las uñas no si’hace nada!


Los pantaneros enmudecieron. No tenían valor de discutir con Chiquiño. Recordaban la noche del crimen, que había dado tanto que hablar. Pensaron en Pedro Alfaro, cuyos huesos fueron roídos por los cerdos. Todo por “una pavada”, por la quitandera Leopoldina, que ahora estaba “pudriéndose bajo tierra”, nada menos que con el puñal de Alfaro entre las manos, como ella lo pidiese al morir.


Chiquiño volvió a su cueva. Nada sabía del capricho de su china al morir; pero una noche, Rita, la mandamás, se lo sopló:


-La “faca” del finau Alfaro la enterraron con la Leopoldina… La finadita así lo pidió… Parece que lo quería hasta dispués de muerta.


Chiquiño le dio un empujón, haciendo rodar a la vieja por el suelo.


-¡Cayate, perra, cayate! -gritó, fuera de sí.


Pero Rita, desde el suelo, con repugnancia masticó la sentencia:


-Los gusanos saben si miento…


Encono y asco reflejaba el rostro de Chiquiño… Entró en la pulpería y bebió, para que el alcohol hiciese brotar las secas palabras que tenía en la boca:


-¿Aónde diablo hicieron el hoyo pa los restos de la Leopoldina? -interrogó, alcoholizado.


Supo, entonces, por boca de don Eustaquio, que a dos cuadras largas del monte, en el campo de don Caseros, había una cruz. Don Caseros quería mucho a “la finadita”.


Llegó la noche, húmeda y tranquila. Solo en la mísera vivienda, recordó el día gris que había pasado en la cárcel. Un día triste y largo que duró seis años…


Las palabras de la Rita habían caído como las piedras arrojadas en las charcas tranquilas. Desde el fondo, un malestar, como barro que sube a la superficie, entenebrecía su vida..


Si durante su encarcelamiento la Leopoldina había muerto y la enterraron con el puñal de su enemigo mortal, era porque el diablo andaba metido en el asunto. Él debía arrancar a su china de las uñas del diablo.


Estiró el brazo y tomó una recta rama de tala. Encendió fuego, calentó el agua, preparó mate y se puso a forjar su obra de arte. Quitó la corteza primero, luego disminuyó los nudos y a punta de puñal, trazó, sobre la madera, el dibujo de una víbora, como si estuviese enroscada al proyectado bastón. La cabeza del ofidio iba a servir de mango. Entrelazó hábilmente dos iniciales: Ch. y L.



En sus oídos sonaban las palabras sentenciosas de Rita: “Los gusanos saben si miento”…

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