LA
CARRETA
Prólogo
de Wilfredo Penco
Montevideo
2004
QUINCUAGESIMONOVENA ENTREGA
XIV
(3)
Llovió todo el día
siguiente. Pasaron dos pesadas carretas de bueyes y un “sulky”… Un “break”
llegó hasta el primer pantano y no se atrevió a cruzarlo. Dio vuelta, camino
del pueblo.
Chiquiño, con su puñal
y una vara de tala entre las manos, pasó la mañana y parte de la tarde
entretenido en labrar un bastón. Sus manos habíanse adiestrado en el pulimento
de maderas y en pacientes y minuciosos trabajos de orlas y adornos sobre mates
porongos. El fruto de su aprendizaje en la cárcel y la mejor manera de matar el
tiempo. Caía en sus manos una rama y, al cabo de unas horas, se transformaba en
un bastón o en un mango de rebenque. En los mates solía dibujar, a punta de
cuchillo, banderas, escudos y perfiles de héroes nacionales.
A le entrada del sol
cuando dejó de llover caminó hasta la pulpería, donde estaban los dos
pantaneros bebiendo. Se acercó a ellos y les dio las buenas noches. Le
contesaron entre dientes malhumorados.
-¿Qué hay? -preguntó
Chiquiño-. ¿Qué les pasa?
-Nada, aquí estamos
-dijo uno de ellos alzando solapadamente la cabeza.
Cruzáronse miradas de
odio.
El pulpero bromeó.
-Andan quejándose
porque ayer les sacaste una changa, Chiquiño…
-¿Cuála?... ¡Que no
sean sonsos -respondió el ex presidiario- y que apriendan si quieren ganarse el
tirón!...
Nadie osó contestarle.
Chiquiño continuó:
-¡Si los que pasan me
piden que los saque del “peludo”, yo no me vi’a negar!...
Escupió varias veces,
se acomodó el sombrero otras tantas y se alzó la bombachas, siempre con los
ojos pequeñitos e insultantes sobre los dos hombres.
-¡Si no tiene cabayo,
qué van a sacar “peludos”! ¡Con las uñas no si’hace nada!
Los pantaneros
enmudecieron. No tenían valor de discutir con Chiquiño. Recordaban la noche del
crimen, que había dado tanto que hablar. Pensaron en Pedro Alfaro, cuyos huesos
fueron roídos por los cerdos. Todo por “una pavada”, por la quitandera
Leopoldina, que ahora estaba “pudriéndose bajo tierra”, nada menos que con el
puñal de Alfaro entre las manos, como ella lo pidiese al morir.
Chiquiño volvió a su
cueva. Nada sabía del capricho de su china al morir; pero una noche, Rita, la
mandamás, se lo sopló:
-La “faca” del finau
Alfaro la enterraron con la Leopoldina… La finadita así lo pidió… Parece que lo
quería hasta dispués de muerta.
Chiquiño le dio un
empujón, haciendo rodar a la vieja por el suelo.
-¡Cayate, perra,
cayate! -gritó, fuera de sí.
Pero Rita, desde el
suelo, con repugnancia masticó la sentencia:
-Los gusanos saben si
miento…
Encono y asco reflejaba
el rostro de Chiquiño… Entró en la pulpería y bebió, para que el alcohol
hiciese brotar las secas palabras que tenía en la boca:
-¿Aónde diablo hicieron
el hoyo pa los restos de la Leopoldina? -interrogó, alcoholizado.
Supo, entonces, por
boca de don Eustaquio, que a dos cuadras largas del monte, en el campo de don
Caseros, había una cruz. Don Caseros quería mucho a “la finadita”.
Llegó la noche, húmeda
y tranquila. Solo en la mísera vivienda, recordó el día gris que había pasado
en la cárcel. Un día triste y largo que duró seis años…
Las palabras de la Rita
habían caído como las piedras arrojadas en las charcas tranquilas. Desde el
fondo, un malestar, como barro que sube a la superficie, entenebrecía su vida..
Si durante su
encarcelamiento la Leopoldina había muerto y la enterraron con el puñal de su
enemigo mortal, era porque el diablo andaba metido en el asunto. Él debía
arrancar a su china de las uñas del diablo.
Estiró el brazo y tomó
una recta rama de tala. Encendió fuego, calentó el agua, preparó mate y se puso
a forjar su obra de arte. Quitó la corteza primero, luego disminuyó los nudos y
a punta de puñal, trazó, sobre la madera, el dibujo de una víbora, como si
estuviese enroscada al proyectado bastón. La cabeza del ofidio iba a servir de
mango. Entrelazó hábilmente dos iniciales: Ch. y L.
En sus oídos sonaban
las palabras sentenciosas de Rita: “Los gusanos saben si miento”…
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