JOSÉ
INGENIEROS
EL
HOMBRE MEDIOCRE
OCTAVA ENTREGA
INTRODUCCIÓN
LA MORAL DE LOS IDEALISTAS
I. La emoción del ideal
- II. De un idealismo fundado en la experiencia. - III. Los temperamentos
Idealistas. - IV. El idealismo romántico. - V. El idealismo estoico. - VI.
Símbolo.
III.
LOS TEMPERAMENTOS IDEALISTAS (1)
Ningún Dante podría
elevar a Gil Bles, Sancho y Tartufo hasta el rincón de su paraíso donde moran
Cyrano, Quijote y Stockman. Son dos mundos morales, dos razas. Dos temperamentos:
Sombras y Hombres. Seres desiguales no pueden pensar de igual manera. Siempre
habrá evidente contraste entre el servilismo y la dignidad, la torpeza y el
genio, la hipocresía y la virtud. La imaginación dará a unos el impulso
original hacia lo perfecto; la imitación organizará en otros los hábitos colectivos.
Siempre habrá, por fuerza, idealistas y mediocres.
El perfeccionamiento
humano se efectúa con ritmo diverso en las sociedades y en los individuos. Los
más poseen una experiencia sumisa al pasado: rutinas, prejuicios,
domesticidades. Pocos elegidos varían, avanzando sobre el porvenir; al revés de
Anteo, que tocando el suelo cobraba alientos nuevos, los toman clavando sus
pupilas en las constelaciones lejanas y de apariencia inaccesible. Esos
hombres, predispuestos a emanciparse de su rebaño, buscando alguna perfección
más allá de lo actual, son los “idealistas”. La unidad del género no depende
del contenido intrínseco de sus ideales sino de su temperamento: se es
idealista persiguiendo las quimeras más contradictorias, siempre que ellas
impliquen un sincero afán de enaltecimiento. Cualquiera. Los espíritus
afiebrados por algún ideal son adversarios de la mediocridad: soñadores contra
los utilitarios, entusiastas contra los apáticos, generosos contra los
calculistas, indisciplinados contra los dogmáticos. Son alguien o algo contra
los que no son nadie ni nada. Todo idealista es un hombre cualitativo: posee un
sentido de las diferencias que le permite distinguir entre lo malo que observa,
y lo mejor que imagina. Los hombres sin ideales son cuantitativos; pueden
apreciar el más y el menos, pero nunca distinguen lo mejor de lo peor.
Sin ideales sería
inconcebible el progreso. El culto del “hombre práctico”, limitado a las
contingencias del presente, importa un renunciamiento a toda imperfección. El
hábito organiza la rutina y nada crea hacia el porvenir; sólo de los imaginativos
espera la ciencia sus hipótesis, el arte su vuelo, la moral sus ejemplos, la
historia sus páginas luminosas. Son la parte viva y dinámica de la humanidad;
los prácticos no han hecho más que aprovecharse de su esfuerzo, vegetando en la
sombra. Todo porvenir ha sido una creación de los hombres capaces de
presentirlo, concretando la infinita sucesión de ideales. Más ha hecho la
imaginación construyendo sin tregua, que el cálculo destruyendo sin descanso.
La excesiva prudencia de los mediocres ha paralizado siempre las iniciativas
más fecundas. Y no quiere esto decir que la imaginación excluya la experiencia:
esta es útil, pero sin aquella es estéril. Los idealistas aspiran a conjugar en
su mente la inspiración y la sabiduría; por eso, con frecuencia, viven trabados
por su espíritu crítico cuando los caldea la emoción lírica y esta les nubla la
vista cuando observan la realidad. Del equilibrio entre la inspiración y la
sabiduría nace el genio. En las grandes horas de una raza o de un hombre, la
aspiración es indispensable para crear; esa chispa se enciende en la
imaginación y la experiencia la convierte en hoguera. Todo idealismo es, por
eso, un afán de cultura intensa: cuenta entre sus enemigos más audaces a la
ignorancia, madrastra de obstinadas rutinas.
La humanidad no llega
hasta donde quieren los idealistas en cada perfección particular; pero siempre
llega más allá de donde habría ido sin su esfuerzo. Un objetivo que huye ante
ellos conviértese en estímulo para perseguir nuevas quimeras. Lo poco que
pueden todos, depende de lo mucho que algunos anhelan. La humanidad no poseería
sus bienes presentes si algunos idealistas no los hubieran conquistado viviendo
con la obsesiva aspiración de otros mejores.
En la evolución humana,
los ideales mantiénense en equilibrio inestable. Todo mejoramiento real es
precedido por conatos y tanteos de pensadores audaces, puestos en tensión hacia
él, rebeldes al pasado, aunque sin la intensidad necesaria para violentarlo;
esa lucha es un reflujo perpetuo entre lo más concebido y lo menos realizado.
Por eso los idealistas son forzosamente inquietos, como todo lo que vive, como
la vida misma; contra la tendencia apacible de los rutinarios, cuya estabilidad
parece inercia de muerte. La inquietud se exacerba en los grandes hombres, en
los genios mismos si el genio es hostil a sus quimeras, como es frecuente. No
agita a los hombres sin ideales, informe argamasa de humanidad.
Toda juventud es
inquieta. El impulso hacia lo mejor sólo puede esperarse de ella: jamás de los
enmohecidos y de los seniles. Y sólo es juventud la sana e iluminada, la que
mira al frente y no a la espalda; nunca los decrépitos de pocos años,
prematuramente domesticados por las supersticiones del pasado: lo que en ellos
parece primavera es tibieza otoñal, ilusión de aurora que es ya un apagamiento
de crepúsculo. Sólo hay juventud en los que trabajan con entusiasmo para el
porvenir; por eso en los caracteres excelentes puede persistir sobre el
apeñuscarse de los años.
Nada cabe esperar de
los hombres que entran a la vida sin afiebrarse por algún ideal; a los que
nunca fueron jóvenes, paréceles descarriado todo ensueño. Y no se nace joven:
hay que adquirir la juventud. Y sin un ideal no se adquiere.
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