RICARDO AROCENA
LOS SECRETOS DEL PODER
Reflexiones sobre el devenir
histórico, el discurso del poder, las teorías “conspirativas”, los complots, la
verdad, la post verdad y lo que nos dicen sobre magnicidios, atentados, guerras
e invasiones.
SÉPTIMA
ENTREGA
CUMBRES BORRASCOSAS
A
lo largo de la historia de nuestro país tampoco han faltado las conspiraciones.
Podríamos referirnos a las sufridas por Artigas de parte de sus enemigos
porteños, por ejemplo.
(ver:
http://elmontevideanolaboratoriodeartes.blogspot.com.uy/2011/07/cronicas-de-la-patria-vieja-15.html
)
Pero
algo no tan recordado fue el asesinato del Presidente Juan Idiarte Borda hacia
fines del siglo XIX, que para muchos fue consecuencia de una confabulación. El
magnicidio fue ficcionado por el escritor argentino Jorge Luis Borges bajo el
título “Avelino Arredondo”. Este cuento, fue publicado en El libro de
arena:
“El
hecho aconteció en Montevideo, en 1897. Cada sábado los amigos ocupaban la
misma mesa lateral en el Café del Globo, a la manera de los pobres decentes que
saben que no pueden mostrar su casa o que rehúyen su ámbito. Eran todos
montevideanos; al principio les había costado amistarse con Arredondo, hombre
de tierra adentro, que no se permitía confidencias ni hacía preguntas. Contaba
poco más de veinte años; era flaco y moreno, más bien bajo y tal vez algo
torpe. La cara habría sido casi anónima, si no la hubieran rescatado los ojos,
a la vez dormidos y enérgicos. Dependiente de una mercería de la calle Buenos
Aires, estudiaba Derecho a ratos perdidos. Cuando los otros condenaban la
guerra que asolaba el país y que, según era opinión general, el presidente
prolongaba por razones indignas, Arredondo se quedaba callado. También se
quedaba callado cuando se burlaban de él por tacaño.
Poco después de la batalla de Cerros Blancos, Arredondo dijo a los compañeros que no lo verían por un tiempo, ya que tenía que irse a Mercedes. La noticia no inquietó a nadie. Alguien le dijo que tuviera cuidado con el gauchaje de Aparicio Saravia; Arredondo respondió, con una sonrisa, que no les tenía miedo a los blancos. El otro, que se había afiliado al partido, no dijo nada.
Más le costó decirle adiós a Clara, su novia. Lo hizo casi con las mismas palabras. Le previno que no esperara cartas, porque estaría muy atareado. Clara, que no tenía costumbre de escribir, aceptó el agregado sin protestar. Los dos se querían mucho.
Arredondo
vivía en las afueras. Lo atendía una parda que llevaba el mismo apellido porque
sus mayores habían sido esclavos de la familia en tiempo de la Guerra Grande.
Era una mujer de toda confianza; le ordenó que dijera a cualquier persona que
lo buscara que él estaba en el campo. Ya había cobrado su último sueldo en la
mercería.
Se
mudó a una pieza del fondo, la que daba al patio de tierra. La medida era
inútil, pero lo ayudaba a iniciar esa reclusión que su voluntad le imponía.
Desde la angosta cama de fierro, en la que fue recuperando su hábito de sestear, miraba con alguna tristeza un anaquel vacío. Había vendido todos sus libros, incluso los de introducción al Derecho. No le quedaba más que una Biblia, que nunca había leído y que no concluyó.
La cursó página por página, a veces con interés y a veces con tedio, y se impuso el deber de aprender de memoria algún capítulo del Éxodo y el final del Eclesiastés. No trataba de entender lo que iba leyendo. Era librepensador, pero no dejaba pasar una sola noche sin repetir el padrenuestro que le había prometido a su madre al venir a Montevideo. Faltar a esa promesa filial podría traerle mala suerte.
Sabía que su meta era la mañana del día veinticinco de agosto. Sabía el número preciso de días que tenía que trasponer. Una vez lograda la meta, el tiempo cesaría o, mejor dicho, nada importaba lo que aconteciera después. Esperaba la fecha como quien espera una dicha y una liberación. Había parado su reloj para no estar siempre mirándolo, pero todas las noches, al oír las doce campanadas oscuras, arrancaba una hoja del almanaque y pensaba un día menos.
Al principio quiso construir una rutina. Matear, fumar los cigarrillos negros que armaba, leer y repasar una determinada cuota de páginas, tratar de conversar con Clementina cuando ésta le traía la comida en una bandeja, repetir y adornar cierto discurso antes de apagar la candela. Hablar con Clementina, mujer ya entrada en años, no era muy fácil, porque su memoria había quedado detenida en el campo y en lo cotidiano del campo.
Disponía
asimismo de un tablero de ajedrez en el que jugaba partidas desordenadas que no
acertaban con el fin. Le faltaba una torre que solía suplir con una bala o con
un vintén.
Para
poblar el tiempo, Arredondo se hacía la pieza cada mañana con un trapo y con un
escobillón y perseguía a las arañas. A la parda no le gustaba que se rebajara a
esos menesteres, que eran de su gobierno y que, por lo demás, él no sabía
desempeñar.
Hubiera
preferido recordarse con el sol ya bien alto, pero la costumbre de hacerlo
cuando clareaba pudo más que su voluntad. Extrañaba muchísimo a sus amigos y
sabía sin amargura que éstos no lo extrañaban, dada su invencible reserva. Una
tarde preguntó por él uno de ellos y lo despacharon desde el zaguán. La parda
no lo conocía; Arredondo nunca supo quién era. Ávido lector de periódicos, le
costó renunciar a esos museos de minucias efímeras. No era hombre de pensar ni
de cavilar.
Sus días y sus noches eran iguales, pero le pesaban más los domingos.
A mediados de julio conjeturó que había cometido un error al parcelar el tiempo, que de cualquier modo nos lleva. Entonces dejó errar su imaginación por la dilatada tierra oriental, hoy ensangrentada, por los quebrados campos de Santa Irene, donde había remontado cometas, por cierto petiso tubiano, que ya habría muerto, por el polvo que levanta la hacienda, cuando la arrean los troperos, por la diligencia cansada que venía cada mes desde Fray Bentos con su carga de baratijas, por la bahía de La Agraciada, donde desembarcaron los Treinta y Tres, por el Hervidero, por cuchillas, montes y ríos, por el Cerro que había escalado hasta la farola, pensando que en las dos bandas del Plata no hay otro igual. Del cerro de la bahía pasó una vez al cerro del escudo y se quedó dormido.
Cada
noche la virazón traía la frescura, propicia al sueño. Nunca se desveló.
Quería plenamente a su novia, pero se había dicho que un hombre no debe pensar en mujeres, sobre todo cuando le faltan. El campo lo había acostumbrado a la castidad. En cuanto al otro asunto... trataba de pensar lo menos posible en el hombre que odiaba.
El
ruido de la lluvia en la azotea lo acompañaba.
Para el encarcelado o el ciego, el tiempo fluye aguas abajo, como por una leve pendiente. Al promediar su reclusión Arredondo logró más de una vez ese tiempo casi sin tiempo. En el primer patio había un aljibe con un sapo en el fondo; nunca se le ocurrió pensar que el tiempo del sapo, que linda con la eternidad, era lo que buscaba.
Cuando
la fecha no estaba lejos, empezó otra vez la impaciencia. Una noche no pudo más
y salió a la calle. Todo le pareció distinto y más grande. Al doblar una
esquina, vio una luz y entró en un almacén. Para justificar su presencia, pidió
una caña amarga. Acodados contra el mostrador de madera conversaban unos
soldados. Dijo uno de ellos:
–Ustedes
saben que está formalmente prohibido que se den noticias de las batallas. Ayer
tarde nos ocurrió una cosa que los va a divertir. Yo y unos compañeros de
cuartel pasamos frente a La Razón. Oímos desde afuera una voz que contravenía
la orden. Sin perder tiempo entramos. La redacción estaba como boca de lobo,
pero lo quemamos a balazos al que seguía hablando. Cuando se calló, lo buscamos
para sacarlo por las patas, pero vimos que era una máquina que le dicen
fonógrafo y que habla sola.
Todos se rieron.
Arredondo se había quedado escuchando. El soldado le dijo:
–¿Qué le parece el chasco, aparcero?
Arredondo guardó silencio. El del uniforme le acercó la cara y le dijo:
–Gritá en seguida: ¡Viva el Presidente de la Nación, Juan Idiarte Borda!
Arredondo no desobedeció. Entre aplausos burlones ganó la puerta. Ya en la calle lo golpeó una última injuria.
–El miedo no es sonso ni junta rabia.
Se había portado como un cobarde, pero sabía que no lo era. Volvió pausadamente a su casa.
El
día veinticinco de agosto, Avelino Arredondo se recordó a las nueve pasadas.
Pensó primero en Clara y sólo después en la fecha. Se dijo con alivio: Adiós a
la tarea de esperar. Ya estoy en el día.
Se afeitó sin apuro y en el espejo lo enfrentó la cara de siempre. Eligió una corbata colorada y sus mejores prendas. Almorzó tarde. El cielo gris amenazaba llovizna; siempre se lo había imaginado radiante. Lo rozó un dejo de amargura al dejar para siempre la pieza húmeda. En el zaguán se cruzó con la parda y le dio los últimos pesos que le quedaban. En la chapa de la ferretería vio rombos de colores y reflexionó que durante más de dos meses no había pensado en ellos. Se encaminó a la calle de Sarandí. Era día feriado y circulaba muy poca gente.
No habían dado las tres cuando arribó a la Plaza Matriz. El Te Deum ya había concluido; un grupo de caballeros, de militares y de prelados, bajaba por las lentas gradas del templo. A primera vista, los sombreros de copa, algunos aún en la mano, los uniformes, los entorchados, las armas y las túnicas, podían crear la ilusión de que eran muchos; en realidad, no pasarían de una treintena. Arredondo, que no sentía miedo, sintió una suerte de respeto. Preguntó cuál era el presidente. Le contestaron:
-Ése que va al lado del arzobispo con la mitra y el báculo.
Sacó el revólver e hizo fuego.
Idiarte Borda dio unos pasos, cayó de bruces y dijo claramente: Estoy muerto.
Arredondo
se entregó a las autoridades. Después declararía:
–Soy colorado y lo digo con todo orgullo. He dado muerte al Presidente, que traicionaba y mancillaba a nuestro partido. Rompí con los amigos y con la novia, para no complicarlos; no miré diarios para que nadie pueda decir que me han incitado. Este acto de justicia me pertenece. Ahora, que me juzguen.
Así habrán ocurrido los hechos, aunque de un modo más complejo; así puedo soñar que ocurrieron.
***
No se equivoca Borges, los hechos fueron más complejos, pero
como señala Pablo Rocca en Revista Latinoamericana, el escritor “deja
suficientes cabos sueltos como para que el receptor pueda deducir la sospecha
del complot”. En los hechos, hubo un entorno que favoreció el magnicidio, único
(por lo menos innegable) de un presidente ocurrido en el Uruguay: Idiarte Borda
gobernó un país convulsionado por una guerra civil y por una mayoría política
que exigía su renuncia.
Pocos meses antes de su muerte, el Presidente había sufrido amenazas
con armas de fuego de un joven llamado Juan A. Ravecca, pero el diario El Día
publicó que había sido de una persona de apellido Arredondo, nombre, como
sabemos, de quien meses después sería el homicida. Si bien el magnicida asumió
la absoluta y exclusiva responsabilidad, el entorno en que ocurrió y las
denuncias de las hijas del fallecido, entre otros pormenores, alimentan la
pregunta: ¿se trató de una conspiración?
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