ESCRITOS
DE HORACIO QUIROGA
QUINCUAGESIMOSEGUNDA
ENTREGA
Tangos redentores (*) (2)
No
nos desalentamos, sin embargo. Noches después, en otro cabaret, solicita
nuestra atención una joven que de codos en la balaustrada hace ya largo rato
que vuelve la espalda al salón de baile. Desde que ha llegado allí no se ha
movido. En silencio nos acercamos a ella.
-Y,
sin embargo -comenzamos como la vez anterior-, esas lágrimas que no puedes
ocultar han sido necesarias. Mucho antes, pobre amiga, crímenes más grandes que
el tuyo se han rescatado con menos lágrimas. Estás cansada, harta de todo y de
ti misma. Y si no fuera por la viejita, que allá en Europa necesita siempre de
ti, ha tiempo que hubieras sorbido tus tres pastillas de bicloruro. No llores,
amiga. Antes una justicia y una moral superior a nosotros mismos, los pesos
remitidos mes a mes a tu madre, los centavos ahorrados sobre el mismo tremendo
déficit de su vida, pesarán más que la honestidad lívida y sin precio, por lo
estéril. No llores más.
La
joven, que ha vuelto sólo a medias la cabeza para oírnos, nos lanza por fin por
fin con acento terriblemente extranjero:
-Andá
bañate…
No
es nada -nos repetimos graves y siempre confiados-. Vayamos al alma humilde de
las profundamente caídas.
Y
en los mismos abismos del vicio, nos sentamos al lado de una lamentable
criatura, cuya mirada ansiosa parece buscar a través de los muros no a alguien,
sino algo.
-No,
no lo encontrarás aquí -le decimos con el procedimiento ya usado dos veces.
-¡Buscas en balde, hermana! Los grandes, inmensos dolores no admiten consuelo
extraño. Quién pudiera, sufre como tú la condenación del aislamiento. Si
salieras de aquí gritando -supón lo aventurado del caso- gritando con las manos en la cabeza: “¿Quién
comprende mi angustia?”, el único hombre entre 100.000 que pudiera responder a
tu reclamo, haría tiempo que ya se habría pegado un tiro. Oye hermana…
-De
los chanchos se saca el tocino… -nos ha cortado la lamentable criatura,
agregando luego para mi sola cuenta: -¡Vengan a ver a este gil!
Y
bien: ¿qué es esto? ¿Hemos o no instituido en nuestro decálogo la redención
sentimental, espiritual y moral de la milonguita? ¿Nos han engañado los
centenares de piezas, novelas, versos y films anunciadores de la buena nueva?
Porque
la muchacha, ex obrera a todas luces, que hallamos en el cabaret del centro, no
parecía aguardar precisamente un cuadro gratuito del viejo padre y las dulces
hermanitas del arrabal. La joven extranjera, que contemplaba el jardín en un
cabaret de Palermo, tampoco había acogido con entusiasmo la evocación de su
filial sacrificio; no parecía sentimental y ni siquiera coqueta. En cuanto a la
tercera joven, su ultranocturna ansiedad no provenía precisamente de esperar
ALGO con religiosas mayúsculas. Y decenas como estas, en distintas ocasiones.
Bien.
Tarde ya para nuevas ilusiones, puesto que para creer en una virgen caída es
indispensable que se realicen todas las esperanzas caídas sobre ella,
consideremos fríamente el caso.
La
milonguita nacional es actualmente lo que siempre ha sido; como nosotros, en
punto a la galantería y moral, somos lo que fuimos siempre. Tan creíble es que
ellas simulen divertirse en criollo corrido para ahogar el grito de su
conciencia, como que nosotros lloriqueemos a su lado, recordando a nuestra
primera inmaculada novia, o que escrudiñemos ansiosamente los antros, en busca
de una hermana de nuestro dolor.
La
literatura fácil y su ambiente tienen la culpa de esta desmesurada inflación de
valores. Dicho ambiente se reconoce en su sentimentalismo infantil, en su
deleite por las situaciones extremas, en el desenfado con que maneja los más
hondos conflictos morales, en una suma, en fin, de heroísmos inocentes que
asombran a los jóvenes de gusto aun no formado, o los mayores de edad
pasablemente incultos.
No
prueba esta manta redentora de los últimos tiempos nobleza de alma, ni el alma
del pueblo tiene nada que ver con esto. El pueblo, como entidad, es algo
superior a estas ingenuas manifestaciones de incultura artística, peculiares en
cualquier ambiente o casta. En arte, como en amor, la ingenuidad no conquista a
menos que tras ella exista una fina inteligencia o una real seducción. Privada
de una y otra, la ingenuidad sólo es capaz de expresarse en el tono que se ha
definido perfectamente con la palabra cursi. Los balbuceos retóricos del pueblo
tendrán siempre este carácter. Pero cuando un hombre de pueblo nazca artista,
estemos bien seguros que no realizará una obra cursi.
(*)
Publicado en La Nación, Bs. As., 15
de agosto de 1926.
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