SANDINO NÚÑEZ
LA HUELLA DEL FANTASMA EN LA CARNE (*)
1. En 1848, se avisa que un fantasma
recorre Europa: el fantasma del comunismo; en 1917, el fantasma se encarna.
¿Ese fantasma encarnado solo podía detener el vuelo y echarse a engordar?
Dicho así, las cosas asumen una forma
apodíctica más bien extraña. Parecería haber algo que cambia dramáticamente (e
incluso, se diría, hay algo “que cae”) en una idea cuando intenta realizarse,
ocurrir en lo real. Pero convertir eso en ley, y desahuciar al movimiento
político y social por comportar algo como una “degradación (o una caída) de la
idea” es un exceso cuya etiología está en el idealismo del propio planteo de
una exterioridad que separa el fantasma de la carne (una
exterioridad que, para el caso, se mide en los setenta años que transcurren
desde el Manifiesto a Petrogrado). Sabemos que no hay esas
gloriosas entidades positivas o sustanciales como práctica y teoría,
cuerpo y alma, ser y pensamiento, carne
y fantasma. Pero sí hay, siempre hay —en un “haber” que
seguramente es distinto al “haber” de “hay cosas”, “hay entes” o “hay
sustancias”—, la huella del fantasma en la carne y la huella de la carne en el
fantasma. La idea nace de, y también y sobre todo es, una práctica.
En el centro de la idea hay algo que no es idea, en el corazón del pensamiento
hay algo que no piensa. El fantasma comunista también surge de cierto lugar en
la apretada trama de las prácticas históricas y sociales. Un lugar tan incómodo
y perturbador en esa trama continua e indiferente, que obliga y empuja al
pensamiento y al razonamiento (sin ser, él mismo, pensamiento): obliga y empuja
a una mirada política allí donde simplemente se vive el
funcionamiento de un mundo natural. Ese lugar, que es el lugar del sujeto
político, es también el corazón material de las prácticas, el nudo real,
las condiciones no simbolizables del sujeto y de la idea, su anclaje al proceso
“patológico” y contingente de la historia. La idea (o quizás, el sujeto)
comunista debería saber de ese desamparo: ningún poder sobrenatural lo ha
puesto ahí, ninguna evolución natural de la conciencia, ninguna ley objetiva de
la historia, ninguna iluminación divina o fantástica. Doble resolución abierta
de la dialéctica: por un lado, la parte más elevada y angelical, la idea, la
conciencia, la negatividad inmaterial del pensamiento; por otro, la parte más
baja, el contrapeso, el muerto que ancla y anuda esa liviandad insoportable a
una historia, que hace de esa lucidez negativa el síntoma de un proceso siempre
patológico.
Marx, en el propio Manifiesto, dice
que el comunismo no es una imagen ideal de sociedad futura por la que vale la
pena luchar; el comunismo deberá surgir de una crítica radical del modo de
producción capitalista. Ahí está la idea, casi no se ve, en la honda materialidad
misma de la carnadura, en la crítica. Si la idea comunista fuera una proyección
fantasmática, un modelo, un arquetipo o un destino, y discrepáramos acerca de
los planos, de los procedimientos y de las estrategias para realizarla,
podríamos eventualmente discutir qué pudo salir mal en tal o cual intento,
cuándo se torció o se pervirtió, por qué me defrauda, por qué no surgió de ahí
la figura espléndida, soberbia y definitiva del hombre nuevo.
Entonces las prácticas históricas y sociales, el pensamiento y el sujeto no
tienen nada que hacer ahí. Pero ¿por qué el hombre nuevo debería ser algo que
surge o que va a surgir, y en suma, algo que espero, como el resultado de un
proceso? Pues seguramente el hombre nuevo, con el mismo entusiasmo
con el que respiraba el aire de la emancipación revolucionaria, respiraba
también el aire de la modernidad, del progreso y de la conquista tecnológica de
la naturaleza; respiraba desarrollo, industria y electricidad; respiraba el
aire de la producción abstracta, de la máquina y la velocidad; respiraba el
aire fresco de la derrota definitiva de los oscurantismos, la superstición, el
poder, el miedo y todas las patologías infantiles o primitivas de la creencia
precientífica y pretecnológica. Siempre ya respiraba estos mitos profundamente
encarnados, esta emanación objetiva de las propias prácticas capitalistas, esta
neutralidad que es el verdadero inconsciente del capitalismo,
al que su práctica crítica no parece haber llegado o tenido acceso. ¿Es
entonces este enrarecimiento o este oscurecimiento de la crítica una
insuficiencia o una deuda del hombre nuevo y de la revolución del 17?, ¿es una
traición a la idea, o el fracaso de la idea, que está en el zócalo mismo de su
encarnación histórica y que nos lleva a concluir que el destino de la idea es
degradarse y corromperse? No. Sencillamente ocurre que hoy podemos
ver esas zonas de debilidad, porque dado el momento actual del capitalismo se
han vuelto evidentes: hoy vemos cómo la revolución parece haber arrastrado sin
crítica el espíritu mismo de la modernidad como “virus residente del
capitalismo”, así como antes vimos otras cosas (o las vimos de otro modo):
avidez de poder, aparatos burocráticos, totalitarismo, arrogancia cientificista
ignorante, culto al caudillo. Entonces: ¿fue la revolución del 17 un
acontecimiento anticapitalista o un síntoma más de la modernidad capitalista?
Ambas cosas, dañándose mutuamente.
2. En Psicoanálisis para
máquinas neutras, reflexionás sobre la estadía de Lenin en Berna, en 1914,
cuando Lenin lee la Ciencia de la lógica de Hegel. Vos conjeturás que Lenin en
ese retiro puede haber sospechado que el corte emancipatorio debería situarse
en una «profundidad interna casi inaccesible» para que alcanzase «el virus
residente del capitalismo», sobreviviente como «verdadero Amo» desde entonces
hasta hoy. ¿Tu conjetura hace de Lenin un personaje perfectamente trágico,
condenado a luchar hasta la derrota?
No era mi intención, por lo menos.
Aunque sí sabía que esa era una derivación literaria posible. Entiendo que
Lenin efectivamente sospechó que era necesario un retorno a Marx que también
fuera un retorno a Hegel. Un retorno a Hegel a través de Marx y un retorno a
Marx a través de Hegel. Ese doble círculo es la famosa “lectura materialista de
Hegel” de 1914, que también es una lectura hegeliana del materialismo, y que
debe entenderse contra los lugares comunes de la ortodoxia que hablan de
“inversión idealista”, de que Marx “puso a Hegel de cabeza”, etcétera. El
materialismo ya estaría en la dialéctica y ya estaría en Hegel (Hegel había
sido objeto de una represión sorda y profunda). Ese materialismo que se
sospecha en la dialéctica hegeliana sería mucho más rico y profundo que el de
Plejanov, Kautski, Engels y toda la pureza del materialismo
científico, que declara sencillamente la supremacía de la materia objetiva de
la realidad por sobre el pensamiento o la conciencia (los quiero llamar materialismos
débiles y observar que en nada se distinguen, ontológicamente, del
idealismo). Sería un materialismo de la materialidad real (y
no objetiva) de las prácticas históricas y sociales, un
materialismo que se sitúa no en la objetividad del mundo sino en la
materialidad de las prácticas significantes que han creado la materialidad del
mundo. Entonces la pregunta podría ser: ¿soy yo quien pone a Lenin ahí?, o
mejor, ¿es nuestro tiempo el que enciende esta figura de un retiro casi
cartesiano de Lenin, de un Lenin capaz de poner en duda todo el universo del
materialismo científico?, ¿es Lenin quien siente la necesidad de un retorno a
Hegel, o es nuestro tiempo el que siente la necesidad de que Lenin (no
cualquiera, sino, precisamente, Lenin) sienta esa necesidad? En ese
caso toda la figura revierte en concepto. Y ese concepto siempre
tiene algo de mito: un episodio o un acontecimiento cuya existencia
empírica no importa tanto como su capacidad après-coup de
estructurar nuestra necesidad de decir y de replantear hoy las relaciones entre
el materialismo, la dialéctica y la emancipación —y, desconcertantemente,
entender que eso ocurre porque ese episodio en cuestión ha sido
encendido o activado desde nuestra necesidad actual de replantear el
materialismo y la dialéctica. En este punto lo importante, creo, es entender el
carácter conceptual de la figura de la “lectura materialista de Hegel” de
Lenin, y saber que ese concepto se expone inevitablemente a cierto exceso
literario, que incluye a Lenin como personaje trágico condenado al fracaso,
con el riesgo consecuente de enamorarnos del narcisismo aristocrático de la
causa perdida, etc.
3. Como los sublevados en París en
1848, el fantasma de 1917 también clamaba por trabajo, tanto que la hoz y el
martillo pasaron a ser sus atributos irrenunciables. Hoy, ¿es imaginable una
revolución cuyo eje no sea el trabajo?
Sin pretender ser cínico en absoluto diría que el problema hoy es
bastante más básico: ¿es imaginable una revolución?, ¿es pensable?, ¿es
deseable? Y seguramente el incesante borroneo del lugar del trabajo como campo
de posibilidad de una clase o un sujeto de la emancipación ha desdibujado a la
propia revolución, a la capacidad de una época para intuir una
revolución como algo pensable y deseable. No quiero extenderme demasiado en
este punto, pero trabajo debe entenderse, en cierto momento,
como una mínima expresión lógica: trabajo se opone a capital,
así como trabajo concreto se opone a trabajo abstracto,
o trabajo se opone a funcionamiento. En cualquiera
de esos dualismos hay que entender que el trabajo no es una simple positividad
que se opone a otra (el capital). El trabajo representa algo más, representa el
corte mismo entre capital y trabajo, o entre funcionamiento y trabajo,
representa la aparición del significante capital/trabajo, tan
básico y fundamental como la distinción real, cuerpo/alma. Trabajo,
entonces, representa el lugar subjetivo negativo desde donde se realiza el
corte mismo entre trabajo y capital, entre trabajo y funcionamiento, o entre
política y economía (naturaleza), el corte que permite ver y pensar relaciones
históricas y políticas allí donde antes solamente se vivía una dinámica neutra
económica o natural. Desde un punto de vista técnico no hay nada
anticapitalista en el trabajo: ambos se ensamblan como dos piezas básicas de
una máquina de producir, de inventar, de mejorar, de perfeccionar, de circular,
etc. El trabajo es anticapitalista recién cuando entiende su propio lugar
negativo, su punto de vista político subjetivo. Así debería entenderse, y a ese
punto nos ha empujado el capitalismo actual: trabajo es el
nombre que le damos a esa mínima expresión lógica que indica la aparición de un
corte conceptual con el continuo capital-tecnología-producción-mercado, o en
otras palabras, la aparición de una posición subjetiva que representa a la
perspectiva política. Por eso no debemos confundir al trabajo con ningún tipo
de “esfera óntica” o de actividad específica o positiva. Trabajo es
una potencia subjetiva, el campo negativo de posibilidad de aparición de un
sujeto, de una clase, de una conciencia. El materialismo científico ha tendido
a olvidar o a reprimir este “punto cartesiano” fundamental.
Y ahora la propia pulsión global del
capital ha empujado las cosas al extremo de que el trabajo, por un lado, asume
plenamente todo el despliegue fantástico de su positividad funcional técnica
abstracta (fuerza de trabajo, ocupación y puestos de trabajo, progreso,
desarrollo, creatividad, cognitariado, valor agregado, capacitación, etc.), y
por otro, políticamente queda reducido a esa universalidad conceptual y
“filosófica” mínima y elemental, casi raquítica, se diría: el sujeto. Entonces
todas nuestras convicciones revolucionarias clásicas parecen resentirse y
vacilar. No parece haber un representante político para el capital, no parece
haber un enemigo centralizado en una figura clara de poder o de ideología y
engaño, y por tanto tampoco sabemos dónde hay que poner ese sujeto
anticapitalista, dónde colocar ese no para que tenga fuerza
suficiente para partir lo ilimitado en dos. Pero entiendo, paradójicamente, que
recién en este punto radical y desesperante es que podemos plantear la idea de
una revolución, y entusiasmarnos con ella.
4. Defendés la idea de que la
política no tiene por fin alcanzar o ejercer el poder, sino que la política es
un fin en sí misma que consiste en objetar el ronroneo de la máquina. ¿Hay que
imaginar entonces la política como una actividad cercana a las artes?
Con cierta cautela y algunos reparos
diría que sí. O por lo menos, sin pretender originalidad alguna, creo que la
práctica política debería situarse cerca de la estética. En primer lugar para
ir contra el despreciable sentido liberal que asume la definición de política
como “el arte de lo posible”, la realpolitik, en la que lo que está
en juego es precisamente la intercambiabilidad atávica entre arte y técnica,
y por tanto en el estímulo de una confusión entre posible y posible,
quiero decir, entre dos posibles. Trato de explicarme. Hay,
digamos, un posible que presupone y depende de un marco a
priori ya establecido y consagrado, de una especie de genoma que no
vemos ni conocemos, de una instalación por defecto de settings que
dibujan y regulan el campo mismo de lo pensable y lo realizable. En este caso,
el juego con lo posible solamente puede ser una técnica. Y en este posible reside
la verdadera fuerza del capitalismo: no en lo que el capitalismo piensa y
ni siquiera en lo que el capitalismo hace, sino en lo que ya ha hecho,
en lo que siempre ya ha hecho, en las prácticas histórico-sociales
que quedan sordamente inscriptas como objetos y realidad, emanaciones objetivas
(no pensables) del propio cuerpo capitalista marcando el tiempo y el espacio de
las posibilidades futuras. [Y ante lo posible como esa gigantesca
fuerza neutra e inerte, las respuestas del materialismo clásico no solamente
han sido de una debilidad evidente, sino también, se diría incluso, han sido
cómplices involuntarias (variantes posibles de ese primer posible)].Por
otro lado, hay otro posible que surge precisamente cuando
logramos atravesar el primero: cuando entendemos que ese a priori que
permitía y desplegaba su posible era también lo que lo
limitaba y reprimía, que ese “gen” que nos determina y constituye (determina y
constituye nuestros posibles) no estaba ni en Dios ni en la naturaleza sino que
era una escena histórica y social que se afirmaba, se legitimaba y se
confirmaba precisamente cada vez que realizábamos “libremente” nuestros posibles.
Ahora, este nuevo posible que despunta es bastante más oscuro
e inquietante que el anterior. En primer lugar porque supone que, hasta cierto
punto, hemos destruido el campo simbólico que le da consistencia a nuestro
propio ser. Toda la realidad y todo el lenguaje han sido cuestionados ontológicamente
y no “refutados” o planteados en términos de verdad o no verdad, han sido
llevados a cierto lugar insoportable donde el sujeto mismo pierde consistencia.
Por otro lado porque, finalmente, ese sujeto inconsistente vuelve al núcleo
material histórico irreductible del cual proviene, no puede levitar como el
espíritu de Dios, incontaminado, por encima de los procesos contingentes y
patológicos, ya que él mismo es un síntoma de esos procesos contingentes y
patológicos. Recién entonces se abre otro campo de posibilidades.
Todo ha sido suspendido e interrogado: nuestras relaciones inmediatas con las
cosas, la realidad, nuestro cuerpo, nuestra percepción, nuestro concepto del
espacio y del tiempo, en fin. Entonces la política no es una técnica
administrativa de lo posible preinscripto en nuestras prácticas históricas,
aunque sí es el arte de las posibilidades abiertas por una
suspensión y un cuestionamiento radical de esas prácticas. Por eso la política
no puede ser empuñada por aquellos que pretenden “mejorar la calidad de vida de
las personas”, ya que la política es ese lenguaje nuevo en el que nos
planteamos qué es “vida”, qué es “calidad”, qué es “mejorar”. Y eso está más
cerca del arte que de la técnica, sin dudas.
5. En ese sentido, ¿en qué medida
puede ser victoriosa una revoluciόn ?, ¿una revoluciόn triunfadora no es
acaso un oxímoron, una contradicciόn en los términos?
Una revolución, es claro, no puede
medirse por sus éxitos ni por sus fracasos. Opera, por así decirlo, en
profundidad, y opera, tal vez en forma inconsciente. No compite, ni
gana, ni pierde. No es guerra ni juego ni cálculo. Cuando parte la caravana
fúnebre de Fidel Castro desde La Habana a Santiago, invirtiendo el camino de la
Caravana de la Libertad, hay ahí algo profundamente perturbador que el
demócrata liberal no es ni siquiera capaz de intuir. La verdad de
la idea revolucionaria, su fantasma, parece aparecer recién en esta
segunda marcha, casi sesenta años después de la marcha triunfante de la
victoria militar. No puedo pensar que la gente acordonando el recorrido eran
fanáticos, o extras que enfatizaban la escena, o personas temerosas de las
represalias si descuidaban su cara de tristeza. Prefiero creer que algunos eran
fieles, que algo como el amor los había puesto ahí. Que más de medio siglo
después, más de una generación mostrara su verdadera fidelidad, solamente puede
entenderse como política: la vida no es lo mismo que para nosotros. Nosotros ya
no somos capaces de pensar esa austeridad estructural endémica, lo gris, los apagones,
el deterioro de los edificios por falta de recursos, la racionalización de
víveres y servicios, el aislamiento, sin entenderlo como un fracaso, como una
traición del proyecto revolucionario. En el fondo nos resistimos a pensar que
si Miami es capitalismo, La Habana es comunismo, como si soñáramos con una
Miami comunista (¿por qué no?). Pusimos nuestra fantasía capitalista a
organizar el sueño de una sociedad sin explotación. Pero no estoy hablando
desde el lugar del estúpido folclore de la pobreza porque entendimos
literalmente la máxima cristiana de que el reino de los cielos no será de los
ricos, tampoco hablo desde el lugar de la moral religiosa del espíritu templado
y robustecido por el sacrificio y las privaciones, y ni siquiera creo que lo
que ocurrió fuera algo que la propia revolución hubiese deseado o calculado.
Por eso dije, más arriba, lo de inconsciente. Lo que aparece
es, quizás, un concepto de vida en cuyo centro no parece estar el
amo económico, la urgencia, la ansiedad, la competencia. Es otro el espacio,
otro el tiempo, otros los ritmos.
__________________________
(*) Entrevista realizada por Alma Bolón, publicada en la separata
"La madre de todas las revoluciones", en el Semanario Brecha,
Montevideo, 10 de noviembre de 2017.
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