HONORÉ
DE BALZAC
PAPÁ
GORIOT
Título del original: LE PÉRE GORIOT
Traducción : OSCAR
HERMES VILLORDO
Prólogo de MANUEL
PEYROU
DECIMOCUARTA ENTREGA
PAPÁ
GORIOT / UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 8)
Como todos los
espíritus estrechos, la señora Vauquer acostumbraba no salirse del círculo de
los acontecimientos y no juzgar sus causas. Le gustaba achacar a los otros sus
propias faltas. Cuando tuvo lugar aquella pérdida, la viuda consideró al
honrado fabricante de fideos como el principio de su infortunio, y desde
entonces, según decía, comenzó a desengañarse de él. Cuando hubo reconocido la
inutilidad de sus mimos y de sus gastos de representación, no tardó en adivinar
cuál era la razón. Acabó por convencerse de que su acariciada esperanza
descansaba en una quimera y que nunca sacaría nada de aquel hombre, según las
palabras enérgicas de la condesa, que parecía una mujer entendida. Como es
natural, su aversión fue mayor que su amistad. Su odio no estuvo razón directa
de su amor, sino de sus esperanzas frustradas. Si el corazón humano encuentra
alivio subiendo los peldaños del afecto, rara vez se detiene en la rápida
pendiente de los sentimientos del odio. Pero el señor Goriot era un pensionista
y la viuda se vio obligada a reprimir las explosiones de su amor propio herido,
a ocultar los suspiros que le causó aquella decepción y a devorar sus deseos de
venganza como un monje vejado por su prior. Las almas mezquinas satisfacen sus
sentimientos, buenos o malos, con pequeñeces incesantes. La viuda empleó su
malicia de mujer en inventar sordas persecuciones contra su víctima. Comenzó
por suprimir lo superfluo que había introducido en la mesa. “¡No más
pepinillos, no más anchoas: son malos!”, le dijo a Silvia el día que se propuso
reanudar su antiguo programa.
Papá Goriot era un
hombre frugal, en quien la parsimonia necesaria a las gentes que tienen que
hacer fortuna de la nada había degenerado en costumbre. La sopa, la carne
cocida y un plato de legumbres habían sido y debían ser siempre su comida
predilecta. La señora Vauquer no pudo atormentar, pues, a su huésped, cuyos
gustos no podía herir de ningún modo. Desesperada al encontrar en él un hombre
inatacable, se puso a desprestigiarlo e hizo que la aversión que sentía por
Goriot se contagiase a sus huéspedes, los cuales, por diversión, se prestaron a
sus venganzas. A fines del primer año la viuda se había vuelto tan desconfiada
que se preguntaba por qué aquel negociante que poseía siete u ocho mil francos
de renta, soberbios cubiertos de plata y alhajas tan buenas como las de
cualquier mantenida, vivía en su casa, pagándole un hospedaje tan módico en relación
con su fortuna. Durante la mayor parte de aquel primer año, Goriot había comido
fuera de su casa una o dos veces a la semana; luego, insensiblemente, había
llegado a no hacer esto más de dos veces al mes. Las escapatorias del señor
Goriot convenían demasiado a los intereses de la señora Vauquer para que esta
no se mostrase descontenta de la frecuencia con que su huésped comía en su
casa. Así, tales cambios fueron atribuidos tanto a una lenta disminución de
fortuna como al deseo de contrariar a su patrona. Una de las costumbres más
detestables de los espíritus liliputienses estriba en suponer sus pequeñeces en
los demás. Desgraciadamente, al finalizar el segundo año, el señor Goriot
justificó las charlas de que era objeto, trasladándose al segundo piso y
reduciendo su hospedaje a novecientos francos anuales. Tenía necesidad de hacer
tan estrictas economías que no encendió fuego en su habitación durante todo el
invierno. La señora Vauquer quiso que pagase por adelantado, a lo cual se avino
el señor Goriot, que desde entonces fue llamado papá Goriot. Los huéspedes no
tardaron en hacer apuestas sobre quién sería el primero en adivinar las causas
de aquella decadencia. ¡Exploración difícil! Como había dicho la falsa condesa,
papá Goriot era un disimulado, un taciturno. Según la lógica de las gentes de
cabeza hueca, indiscretas porque no tienen nada que decir, los que no hablan de
sus negocios es porque los hacen malos. Aquel negociante tan distinguido se
convirtió, pues, en un bribón, y aquel galanteador, en un viejo raro. Según
Vautrin, que fue por aquella época a vivir a la Casa Vauquer, papá Goriot era
hombre que iba a la Bolsa y que, repitiendo una palabra muy enérgica de la
lengua financiera, trampeaba con la
renta, después de haberse arruinado. O bien era uno de esos pequeños jugadores que
se aventuran a ganar todas las noches diez francos al juego. O algún agente
secreto que trabajaba para la policía de investigación, aunque Vautrin lo
consideraba poco astuto para esto.
Papá Goriot era todavía un avaro que prestaba al sesenta por ciento o un
jugador de lotería. En una palabra, lo creía uno de esos seres misteriosos que
son engendrados por el vicio, la vergüenza o la impotencia. Pero por innoble
que considerasen su conducta y sus vicios, la aversión que les inspiraba no
llegaba hasta hacer que lo despidieran: pagaba su pensión. Por otra parte, era útil
para que cada uno pudiera probar en él su buen o mal humor, haciéndole bromas
más o menos pesadas. La opinión que parecía más probable, y que fue la
generalmente adoptada, era la de la señora Vauquer. Según esta, aquel hombre
tan bien conservado, sano como su ojo, con el cual una mujer podía tener
todavía muchas satisfacciones, era un libertino que tenía gustos extraños. He
aquí sobre qué hechos la señora Vauquer apoyaba sus calumnias. Algunos meses
después de la escapada de la desastrosa condesa que había sabido vivir seis
meses a expensas suyas, una mañana, antes de levantarse, oyó en la escalera el
roce de una falda de seda y el paso menudito de una mujer joven y ligera que
entraba a la habitación de Goriot, cuya puerta había sido abierta de antemano.
Inmediatamente la obesa Silvia fue a decir a su ama que una muchacha demasiado
bonita para ser honrada, vestida como una
divinidad, calzada con borceguíes de lana fina que no estaban enlodados, se
había deslizado como una anguila en la cocina y le había preguntado por la
habitación del señor Goriot. La señora Vauquer y su cocinera se pusieron al
acecho y sorprendieron algunas palabras tiernamente pronunciadas durante la
visita, que duró un buen rato. Cuando el señor Goriot salió a acompañar a su dama, la obesa Silvia tomó
inmediatamente su cesto y fingió ir al mercado para seguir a la pareja de
amantes.
-Señora -dijo a su ama
al volver-, qué rico debe ser el señor Goriot para permitirse ese lujo. Figúrese
que en la esquina de la Estrapade lo estaba esperando un coche en el cual ella
subió.
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