LA DISCRIMINACIÓN QUE SUFREN LAS PERSONAS SOLTERAS
por Helen
Betya Rubinstein
(The New York Times / 30-10-2017)
Para celebrar mi
soltería había decidido cortarme todo el cabello y atravesar el país
conduciendo mi coche, no porque ser soltera fuera algo nuevo sino porque —según
lo que había decidido— estaba bien. Mejor que bien, muchos solteros desearían
vivir así: a lo grande, deambulando, libres.
Naturalmente,
comencé a salir con alguien unas semanas antes de iniciar mi viaje. Entonces me
acobardé y no me corté todo el cabello. Conduje, y cada vez que me enviaba un
mensaje —cada vez que su dulce nombre iluminaba mi celular— mi sangre corría
con placer, como si estuviera conectada al latido de un corazón a kilómetros de
distancia.
Pasé por las montañas
Rocosas y dormí al lado del Gran Lago Salado pero la parte del viaje que se
quedó grabada en mi mente fue cuando llegué a Nevada, perdí el servicio celular
al mediodía y no lo recuperé durante 24 horas. La señal se fue a media
conversación con una amiga que se estaba divorciando. Me detuve para tomar una
foto de la carretera que lucía iluminada por el sol y despejada hasta el
infinito pero, en cuanto salí del auto, el aislamiento me asustó y regresé para
pisar el acelerador.
Desde el principio,
ese era el miedo que había esperado sentir. Sin recepción, nadie podía
contactarme ni verme. ¿Y si mi auto quedaba atascado en el fango? ¿Si una
serpiente me mordía cuando saliera a explorar?
Me obligué a
caminar hasta una mina de ópalo abandonada. El cielo oscureció. Cayó lluvia
helada y después granizo. Era un paisaje demasiado inhóspito para refugiarme
ahí, así que regresé corriendo a mi auto.
En el campamento,
una joven pareja me espantó porque eran las únicas personas que estaban por
ahí. Habían amarrado a su perro, que ladraba, a una estaca y colgaron banderas
desde la cajuela abierta de su todoterreno, pero ya estaban levantando todo…
primero en silencio, y después con palabras fuertes y peleando.
Cerré la puerta y
fingí que no los podía oír.
Sin embargo, podían
verme tan claramente como yo a ellos, y cuando me miré en sus ojos, vi a una
persona que no lo estaba pasando bien. Mi soledad eclipsó todo lo demás acerca
de mí; incluso me faltaba la compañía de una serie de mensajes de texto que
dijeran “estoy pensando en ti” para convencerme de lo contrario.
Me sentí visible,
tan extraña e inquietante como una sirena en el desierto. Me sentí rara.
Era una sensación
que me había perseguido todo el año, primero en un evento de orientación para
los nuevos profesores en la universidad donde había comenzado a dar clases.
“Conozcámonos”, dijo nuestro líder. “Díganles a todos cuáles son sus
pasatiempos y cuéntenles sobre sus parejas”.
Me uní a las
felicitaciones por el casamiento del profesor de negocios que había sucedido en
el verano, mientras me preocupaba por lo que yo diría. En el ejercicio se
expresó la diversidad sexual pero se ignoró la posibilidad de estar soltero.
“Soy soltera y me
gustan los paseos largos en bicicleta”, declaré por fin, preguntándome si esos
extraños me tenían lástima o si veían mi soltería como señal de algo
desagradable o no solidario. Había considerado decir “felizmente soltera” pero
sabía que el énfasis sonaría falso; no hay necesidad de enfatizar algo a menos
que debas justificarte.
Después, cuando
unos nuevos amigos quisieron invitarme a cenar pero se les olvidó seguir con
los planes, me volví a sentir rara. Sospeché que se habían sentido incómodos
por invitarme mientras los demás llevarían a sus parejas. Yo fui la única soltera
en un grupo de once personas de una cena a la que sí asistí.
Una conocida que se
postuló para un cargo local dijo que le preocupaba que su soltería la
proyectara como alguien poco confiable ante los ojos de los electores, y pude
entenderla. Hay algo extraño en la soltería, en el sentido literal y también en
el hecho de que implica una amenaza a las convenciones con las que la mayoría
de las personas organizan sus vidas.
Antes de que se
cortara la llamada con mi amiga recién separada estuvimos hablando de la
vergüenza.
“Estoy muy vieja
para ser soltera y muy joven para ser divorciada”, dijo. “¿Qué pensará la
gente?”. Su esposo había sido abusivo y sabía que estaría mejor sin él, pero
aún así temía que algo estuviera mal con ella por no haber hecho que funcionara
la relación.
La vergüenza de
haber “fracasado” en un matrimonio no es distinta del “fracaso” de ser soltero,
si consideramos que felicitar a los recién casados es la señal del logro de un
objetivo universal.
La mía era una
vergüenza que había comenzado a explorar recientemente. ¿Qué tanto de ese
sentimiento venía de mi propio deseo de estar con alguien y cuánto de la idea
de que, al no hacerlo, estaba confundiendo a mi familia y mis amigos? ¿Qué
tanto venía de la sospecha de que, cuando mis colegas me preguntaban si mi
nuevo apartamento tenía el espacio suficiente, en realidad querían saber si
vivía sola pero esa opción les parecía demasiado trágica como para decirla?
Después de todo, la
vergüenza es dolor con algo más: nos muestra más sobre las comunidades donde
vivimos y las historias que contamos de nosotros mismos. Lo que revelaba mi
propia vergüenza era un deseo de conformarse. Y cuando percibí la soltería como
algo afín a la extrañeza, me sentí agradecida con el recordatorio de la comunidad
LGBT acerca de que la convención no debe dictar cómo se definen las relaciones.
Lo opuesto de la vergüenza, desde luego, es el orgullo.
“Cuando era joven y
estaba saliendo del clóset, fue como si aceptara vivir una vida marginal y
demente”, me dijo una vez una mujer lesbiana de alrededor de 50 años. Ahora
está casada y rara vez se siente extraña. Su sexualidad no ha cambiado pero su
vida se ha apegado a la convención.
La historia y el
presente de la marginalización de las personas homosexuales son mucho más
graves, pero los pasos que han dado hacia el reconocimiento de sus vidas son,
proporcionalmente, igual de grandes. Mientras tanto, independientemente de su
sexualidad, la gente soltera recibe un trato de ligera exclusión y un
desconcierto que resulta anticuado.
Quizá esto se debe
a que, a diferencia de las categorías de identidad que abarca el término
homosexual, la soltería puede elegirse o rechazarse. Como resultado, y
especialmente si eres una mujer blanca sin hijos de más de 30 años, como yo, la
soltería es un estado del que la gente supone que quieres escapar. Durante
años, sin reflexionar, supuse lo mismo acerca de mi caso.
¿Y cómo no, si
incluso la Corte Suprema de Estados Unidos declaró, en una decisión que
calificó de inconstitucionales todas las prohibiciones de las uniones de
parejas del mismo sexo, que no estar casado era igual a “estar condenado a
vivir en soledad”? La tragedia generalmente vinculada a la soltería es así de
grave.
Pero si hubiera
querido estar con alguien tanto como me habían hecho creer que debía hacerlo,
estoy segura de que habría salido con personas de manera más intensiva y habría
hecho compromisos mayores. Los extraños pueden referirse a mí como “aún”
soltera, como si sufriera de una enfermedad persistente, pero una parte de mí
debe amar la vida que tengo.
Decirles a quienes
no se han casado que están “solos” es pretender que el matrimonio implica
compañía, no sólo un conjunto de privilegios históricamente reservados a las
parejas de mucho tiempo. Pero cuanto más he sido soltera, más me he dedicado a
la compañía en forma de amistades cercanas que enriquecen mi vida. Prosperar
como soltero no desafía las convenciones del género ni la sexualidad, pero sí
rebate la noción de que las relaciones románticas deben tener prioridad por
encima de otro tipo de relaciones.
Tengo una amiga que
ha estado casada durante mucho tiempo y solía cuestionar por qué vivía sola
hasta que nos dimos cuenta de que era injusto hacerlo sin cuestionar por qué
ella vivía con una pareja. Otra amiga me recuerda que reivindicar la soltería
de la manera en que las personas homosexuales alguna vez reivindicaron su
orientación es una manera de adquirir poder.
Aun cuando hacerlo
sea un intento de consolarte, mientras estás asustado y solo, en un desierto
sin fin, bajo una granizada repentina, atrapado en la burbuja de tu auto.
O más tarde, cuando
debes volver a aprender —como lo hice yo al final de la relación que tenía— que
adueñarse de la soltería no solo significa contemplar la incomodidad de los demás;
también significa enfrentar el miedo y la lástima que hay en ti.
Primer paso: sal
del auto.
Había dejado de
granizar. La pareja ya se había ido. Había una fuente termal en la que podía
calentarme y un baño donde constantemente corría agua en dos regaderas
termales.
Adentro, descubrí
que podía cerrar la puerta con seguro. El enorme espacio era solo para mí, pero
cuando me quité el traje de baño y busqué mi reflejo en el espejo del muro, vi
chancletas abandonadas, libros de bolsillo húmedos y botellas de champú… los
rastros de otras vidas. Había nombres y mensajes grabados en la madera mojada.
Alguien había pintado un corazón en la pared, o quizá solo era un frijol
enorme.
Sería una mentira
decir que no anhelaba el calor de otro cuerpo en ese espacio. No obstante,
contrario a lo que la Corte Suprema pueda sugerir, la compañía no siempre
mitiga la soledad. La soledad se disipa cuando encuentras comodidad y placer en
tu propia compañía.
Para eso, sugiero una ducha larga y relajante en un lugar misterioso y
hermoso.
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