LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH
SEPTUAGESIMOQUINTA ENTREGA
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¡Pero a qué ideas más tristes me he
deslizado desde el feliz recuerdo de Sebastián haciendo música con sus dos
hijos! Estos dejaron pronto nuestro techo para ganarse la vida por el mundo con
el arte que habían aprendido de su padre. Friedemann fue organista de la
iglesia de Santa Sofía, de Dresde, y su música le parecía a su padre tan
hermosa que la copiaba por su propia mano. Sebastián tenía una gran opinión de
las facultades creadoras de sus dos hijos mayores; consideraba sus
composiciones de tanto mérito como las propias y las hizo publicar juntas. Así,
la sonata para piano, de Friedemann, se podía obtener en casa del autor, en
Dresde; en casa de su padre, en Leipzig, y en la de su hermano, en Berlín; y
los seis corales de Sebastián a tres voces, se adquirían en Leipzig, en casa
del Maestro de Capilla Bach; en casa de sus hijos, en Berlín y en Halle, y en
la del editor, en Zella.
Friedemann fue durante trece años el
organista en Dresde y pasó después a la iglesia de Santa María de Halle, cuya
dirección musical había tenido hasta entonces el señor Zachau, organista
célebre, que había sido maestro de Haendel. Este nombramiento produjo gran
alegría a Sebastián, pero fue causa de un suceso desgraciado que le cause gran
pena y le amargó los últimos años de su vida. Friedemann recibió el encargo de
escribir una composición musical para una fiesta de la Universidad de Halle,
por la que le prometieron la suma de cien táleros. Friedemann adaptó el texto a
una música que Sebastián había escrito mucho antes para una Pasión; porque -este
hecho amargo no llegó a nuestro conocimiento hasta más tarde- había bebido
tanto, que no tenía las ideas claras para poder componer. Por eso se decidió a
coger la música de su padre, y la hizo ejecutar como suya, con gran éxito. Si
no hubiera sido por la casualidad de hallarse presente alguien de las cercanías
de Leipzig, que reconoció la música al instante, nadie hubiéralo descubierto;
pero salió el asunto a plena luz y, naturalmente, no le pagaron a Friedemann
los cien táleros. Esta desilusión causada por su hijo favorito le dio al padre,
en Leipzig, un golpe muy rudo en el corazón; y, sin embargo, siempre adoptó una
actitud benévola ante el hecho:
-Tiene talento suficiente para
escribir la música que quiera. Para nada necesita de la mía, y, si no fuese por
la maldita bebida, nunca se le hubiera ocurrido esa idea. ¡Pobre Friedemannn!
Realmente, era un “pobre” Friedemann.
¡Un hombre con tanto talento, entregándose cada vez más a las pasiones y a la
bebida! ¡Pobre Friedemann, que reñía con todo el que se le acercaba y que
abandonó a su mujer y a su pequeña hija! Me alegro de que Sebastián no viviera
ya en ese último período de la vida de su hijo predilecto. Friedemann, en el
linaje de los Bach, me parecía un hijo clandestino introducido por el demonio,
y que no se parecía a ninguno de los suyos, salvo en su música, que brilló en
su vida como oro entre cenizas.
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