LA
AFICIÓN OCULTA DE SOR JUANA
Por
Nayeli Reyes
(OPINIÓN / 10-12-2017)
Sor Juana fue una mujer de múltiples pasiones,
además de la poesía, la música y la pintura se piensa que también le gustaba
cocinar. La Décima Musa vivió en una época chocolatera, donde además se
producían muchos otros tipos de dulces en los conventos, en los 70 se publicó
un recetario que se atribuye a la poeta
Los viernes de quincena los despistados
caminan por las calles del Centro Histórico, en busca de algo de comer o beber,
sin darse cuenta quizá andan cerca de los pasos de Sor Juana Inés de la Cruz,
la mujer que aparece en el billete de 200 pesos que posiblemente gastarán ese
día, quien vivió en el ex convento de San Jerónimo, donde ahora está la avenida
Izazaga.
Sor Juana nació hace
casi 366 años, un 12 de noviembre de 1651, en Nepantla, un poblado del Estado
de México, pero, como muchos mexiquenses, estuvo casi toda su vida en la Ciudad
de México; fue una mujer tan diversa de sí misma, dice Octavio Paz, que fue
religiosa, poeta, música, pintora, teóloga andante, metáfora encarnada,
concepto viviente… y hasta cocinera, añade Mónica Lavín en su libro Sor Juana en la cocina, donde, junto con Ana Benítez,
recoge recetas e historias de la escritora.
Era el siglo XVII, en aquella época la
mujer sólo tenía dos opciones: el esposo o el convento; como deseaba estudiar y
lo suyo no era casarse, Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana entró a
los 21 años al convento de Santa Paula de San Jerónimo y desde entonces fue
conocida como Sor Juana Inés de la Cruz.
Las paredes de ese claustro vieron
transcurrir los siguientes 25 años de su vida, rodeada de admiración y envidias
por su talento. Esos muros ahora observan su eternidad, en los patios ya no hay
monjas de blancos hábitos andando en el laberíntico convento, entre rezos y
libros (pues todas las monjas que ahí estaban escribían), sino estudiantes que
recorren los pasillos restaurados, adornados con poesía de Sor Juana, que andan
entre las ruinas del convento y el templo.
Dejó de ser convento hace mucho, en
1867, cuando el terreno fue expropiado, usado como cuartel, luego vecindad,
bodegas, talleres mecánicos, un salón de baile llamado “El Pirata”,
posteriormente el salón de baile “Smyrna Dancing Club”, incluso fue el
escenario de una película de Adalberto Martínez, “Resortes”.
Antes de ser rescatado y convertido en
la Universidad del Claustro de Sor Juana, era ya un predio abandonado. Ahora en
ese recinto se resguarda un féretro con los restos encontrados de la famosa
poeta, ahí está su rosario de madera original, tan intacto como su poesía,
después de cerca de tres siglos. Un fragmento acompaña su tumba: “triunfante
quiero ver al que me mata y mato a quien me quiere ver triunfante”.
“Si Aristóteles hubiera guisado, mucho
más hubiera escrito”
La vida de la también llamada Décima
Musa está rodeada de mitos, algunas historias cuentan que la enviaban a la
cocina para castigarla; sin embargo, la investigadora Lourdes Aguilar Salas
afirma lo contrario: “Sor Juana tiene varias pasiones, entre ellas está la
poesía, la música, la escritura y por supuesto la cocina”.
Para entrar al convento de San
Jerónimo, uno de los más extensos de la ciudad, Sor Juana recibió el apoyo del
jesuita Antonio Núñez de Miranda y de su padrino, el gobernador Pedro Velázquez
de la Cadena, quien pagó la dote requerida, tres mil pesos reales, bastante
dinero para la época.
La vida en ese lugar le permitía
ciertos privilegios, su celda era un departamento de dos pisos, Aguilar explica
que ahí tenía una biblioteca con cerca de cuatro mil libros, una pajarera (lo
cual no estaba permitido para las monjas), incluso un recibidor para las
visitas, así como sus instrumentos para la observación del cielo, gusto que
compartía con el poeta Sigüenza y Góngora.
Además, de acuerdo con el libro de
Mónica Lavín, durante 10 años la acompañó una mujer esclava llamada Juana de
San José, que su madre le regaló cuando se hizo monja. Aguilar precisa que ella
tenía gente a su servicio para hacer las labores pesadas de la cocina, por lo
que ésta formaba parte de sus placeres.
“Pues ¿qué os pudiera
contar, Señora, de los secretos naturales que he descubierto estando guisando?...
¿qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina? Bien dijo Lupercio
Leonardo, que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir
viendo estas cosillas: Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera
escrito”, escribe Sor Juana en Respuesta a Sor Filotea.
Sor Juana observaba la vida cotidiana
con un interés científico, se maravillaba, por ejemplo, de los cambios de
estado del azúcar, de las distintas reacciones de un huevo si se freía en
manteca o de lo que se podía hacer con la clara y la yema por separado, “la
sagacidad de su intelecto es tal que va más allá de la ejecución de las recetas
y goza al presenciar la alquimia culinaria”, escribe Lavín.
Aguilar Salas considera que la cocina
era un espacio de reflexión para la monja jerónima: “siento que Sor Juana
descansaba porque inventaba, inventaba sobre la propia marcha sus recetas, no
era necesario que las escribiera, como buena mujer inteligente y sabia también
lo era y lo fue siempre en la cocina”.
Poesía y chocolate
Otro de los mitos que se cuenta sobre
Sor Juana es que amaba el chocolate, tanto que tuvo que cambiar de convento
para estar en uno en el que las reglas le permitieran comerlo, cuenta Carlos
González Romero, guía del Museo del Chocolate (Mucho).
Aguilar Salas explica
que la cuestión del chocolate podría haber sido la cuestión de menor
importancia por la que Sor Juana abandonó el convento de las Carmelitas
Descalzas, pues, aunque en éste sí estaba prohibido porque se consideraba que
interfería con la reflexión y la contemplación, además de que se le asociaba a
lo festivo, lo afrodisiaco y era caro, este era un recurso que las monjas
hurtaban de las cocinas y luego compartían entre ellas.
La especialista señala que Sor Juana se
retira de esa orden religiosa de las Carmelitas porque todas las reglas eran
muy estrictas, además, su familia consideró que San Jerónimo sería un lugar más
adecuado para ella, pues se pensaba como una universidad, un lugar donde se
realizarían las mujeres jóvenes.
Ana Rita García Lascurain, directora y
fundadora del Mucho, explica que la época en la que sor Juana vivió fue muy
trascendente en la historia del chocolate en México, especialmente en los
conventos de monjas se empiezan a desarrollar nuevas metodologías de
preparación, anteriormente se bebía a la manera de los pueblos originarios, con
el tiempo se fueron eliminando ingredientes como el chile, el axiote y las
flores.
Los conventos de aquel entonces tenían
un lugar llamado patio chocolatero o salón chocolatero, espacios dedicados
exclusivamente para beber el chocolate, en San Jerónimo éste se encontraba
frente al coro bajo, cerca de la cocina.
La directora del Mucho relata que en la
época de Sor Juana, la Colonia, el chocolate era muy apreciado en la vida
diaria. En aquel entonces llegaron al actual territorio mexicano el trigo y el
azúcar, con lo que se produce una increíble variedad de pan dulce. El
acompañamiento del pan con el chocolate líquido resultó irresistible, incluso
se diseñaron unas tazas llamadas “mancerinas” especiales para servir ambos
alimentos y remojar el pan en el chocolate, (lo que ahora se le llama chopear).
Esa fue la época de oro del chocolate
en los conventos, San Jerónimo era uno de los que tenía una producción más
constante y regulada, afirma la directora del Mucho. Aunque no se sabe de
recetas de chocolate que Sor Juana haya inventado, sí se piensa que lo
consumía, como era costumbre en la época, mientras estuvo en la Corte es
posible que ella lo bebiera en las lujosas mancerinas del palacio,
posteriormente, lo tomaría en las humildes jícaras o tazas de loza usadas en
los conventos, diluido en atole o champurrado. Si Sor Juana “chopeaba” no se
puede saber, quizá lo hizo porque esa era la costumbre en su época.
En su libro, Mónica Lavín explica que
Sor Juana era una experta dulcera del convento favorecida con la facilidad del
verso, con esas habilidades enviaba recados a sus amistades. Artemio de
Valle-Arizpe precisa: “¿Y aquellos suculentos y olorosos ‘recados de chocolate’
que mandaba junto ‘con un zapato bordado según estilo de México’, como muestra
de rendido afecto a su bella amiga, la Excelentísima Señora Virreina, marquesa
de Paredes?”
Sor Juana siempre fue una rebelde, dice
Aguilar Salas, los últimos años de su vida fueron muy accidentados, se enfrentó
en la palabra con el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz (alias
sor Filotea) quien la acusaba de soberbia y de vanidad al criticar un sermón.
Asimismo, la especialista afirma que durante toda su vida tuvo varios
altercados con su confesor, Núñez de Miranda, pues él buscaba que le dedicara
más tiempo a la vida del convento y menos a la escritura.
Al final de su vida Sor Juana deja de
acudir al locutorio, inicia un silencio definitivo, un retiro espiritual. La
muerte la sorprende después de cuidar a los enfermos, se fue en tres días, dice
Aguilar, muere en medio de llagas y fiebres, se cree que por tifus o
tabardillo.
La especialista explica que aún en sus
últimos años no dejó de escribir, se tiene conocimiento de unas adivinanzas que
envió a sus compañeras jerónimas en Portugal, un escrito llamado Enigmas, Aguilar concluye que Sor Juana
buscaba desarrollarse en otros ámbitos, después de todo ya había trabajado
durante toda su vida en la escritura: “los últimos dos años de su vida los pasa
con ella misma”.
En 1979 se publicó por primera vez un
libro de cocina con recetas del que fue el convento de San Jerónimo, al inicio
hay un soneto a manera de introducción y al final está la firma de Sor Juana.
Después de realizar diversos análisis al papel, se concluyó que éste era del
siglo XVIII, una copia del que, se piensa, escribió de puño y letra la poeta.
Mónica Lavín explica que es posible que
Sor Juana fuera la encargada de conservar la memoria gastronómica del convento,
de hacer un manual para las novicias. Aunque los estudiosos de Sor Juana aún
tienen sus dudas sobre la autoría del recetario, reconocen su valor en cuanto a
las costumbres de la época.
En el recetario hay 36 platillos, todos
son dulces menos 10, “clara vocación del convento que debía cambiar obsequios
por favores y monedas que permitieran el sostenimiento de la orden y el
edificio, al que las monjas y sus celdas personales habían hecho modificaciones
laberínticas", escribe Lavín.
“Podremos pensar que sor Juana se
deleitaba con ‘antes’ de frutas tan diversas como el mamey, la piña o la nuez,
tubérculos como el betabel y lácteos como la mantequilla, y que los alfajores y
las cajetas debían atenderse con secretos precisos escuchados frente al brasero
(como es siempre el caso de la enseñanza gastronómica”, señala Lavín, pues si
Sor Juana escribió el recetario, es de suponer que ella eligió las recetas de
su predilección para perpetuarlas.
Aguilar Salas explica que las jerónimas tenían una de las mejores
cocinas, pero eran muy celosas y a veces no daban a conocer las verdaderas
recetas. Cada orden hacía sus platillos con elementos propios, “el detalle
estaba en el secreto y esos se fueron con las vidas de las monjas”.
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