4/11/17

LOS CANTOS DE MALDOROR

CIENTOTRIGESIMQUINTA ENTREGA

(Barral Editores / Barcelona 1970)


CANTO QUINTO


7 (5)




No te relataré cómo el pastor vino en mi auxilio ni el tiempo requerido por mi curación. Bástete saber que esa traición, para mí inesperada, me hizo desear la muerte. Decidí participar en los combates con el fin de ofrecer mi pecho a las balas. Conquisté gloria en los campos de batalla; mi nombre llegó a ser temible hasta para los más intrépidos, por la matanza y los destrozos que mi postiza mano de hierro causaba en las filas enemigas. Sin embargo, un día en que los obuses tronaban mucho más fuerte que de ordinario, y que los escuadrones sacados de sus bases remolinaban como pajas a influjo del ciclón de la muerte, un caballero de gallarda apostura se adelantó hacia mí para disputarme la palma de la victoria. Los dos ejércitos se detuvieron, inmóviles, para contemplarnos en silencio. Combatimos largo tiempo, acribillados de heridas y con los cascos destrozados. Pusimos término a la lucha de común acuerdo para descansar y reanudarla luego con mayor energía. Lleno de admiración por su adversario, cada uno levanta la visera de su casco: “¡Elsenor!”, “¡Reginaldo!”, tales fueron las simples palabras que pronunciaron a un mismo tiempo nuestras gargantas jadeantes. El último, sumido en la desesperación de una tristeza inconsolable, había abrazado como yo la carrera de las armas, y las balas lo habían respetado. ¡En qué circunstancia nos volvíamos a encontrar! ¡Pero tu nombre no fue pronunciado! Él y yo nos juramos eterna amistad, pero totalmente distinta de aquellas dos primeras en las que tú habías sido el personaje principal. Un arcángel descendido del cielo y mensajero del Señor ordenó que nos convirtiéramos en una araña única que debería ir todas las noches a succionarte la garganta, hasta que una orden llegada de arriba detuviese el proceso de castigo. Durante casi diez años hemos hechizado tu lecho. Desde hoy estás libre de nuestra persecución. La vaga promesa de que hablabas no nos la hiciste a nosotros sino al Ser que es más poderoso que tú; comprendiste tú mismo que valía más someterse a aquella sentencia irrevocable. ¡Despierta, Maldoror! El hechizo magnético que ha pesado sobre tu sistema cerebroespinal, durante las noches de dos lustros, desaparece.” Él se despierta tal como le fue ordenado y ve dos formas celestiales desvanecerse en los aires con los brazos enlazados. No procura dormirse de nuevo. Saca lentamente del lecho un miembro tras otro. Va a calentar su piel helada junto a los tizones encendidos de la chimenea gótica. Tan sólo la camisa le cubre el cuerpo. Busca con la vista la garrafa de cristal para humedecer su paladar reseco. Abre los postigos. Se apoya en el reborde de la ventana. Contempla la luna que vierte sobre su pecho un cono de rayos extáticos en el que palpitan como falenas, átomos de plata de una dulzura indescriptible. Espera que el crepúsculo matutino aporte, con el cambio de escenario, un irrisorio alivio a su corazón desconcertado.

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