14/8/18


LIL BIDART


CUATRO RELATOS INÉDITOS



El baile de mi pueblo



Esa noche fui al baile de mi pueblo. Me preparé durante un mes. Pensé en todos los detalles. Cómo me iba a peinar, de qué color compraría la tela del vestido nuevo que haría mi madre, si los zapatos lucirían blancos o negros, si adornaría mi pelo con una flor o si lo trenzaría envolviendo las cintas. Todo lo fui imaginando y guardando en mi memoria.


El viernes anterior extendí el vestido sobre la silla de mi cuarto, coloqué los zapatos en el piso como si me hubiera desmayado. Apoyé suavemente las cintas en el respaldo y me pareció que combinaba muy bien con el tono del vestido. Me dormí mirando ese conjunto nuevo para mí. No me animé a abrazar una muñeca de trapo. Me extendí bajo las sábanas oyendo como crecían mis huesos y esperaban con ansia la mañana.


Mientras me vestía, a las cinco de la tarde, mi vida comenzó a cambiar. Mi madre me había autorizado a bailar con Manuel. Mi pecho inauguraba nuevas sensaciones y dije que estaba contenta. Sabía que algo me iba a pasar ese sábado.


Mi madre me ayudó a perfeccionar mi peinado. Me hizo las  trenzas como se dibujaban en mi memoria y me puso los moños del color del vestido, un poquito más fuertes. El vestido formaba una campana de iglesia y se abriría y sonaría cuando estuviera bailando con Manuel.


Cuando llegué todos me miraron y escuché a alguien decir que ya no era una niña.


Manuel hacía panes e inauguraba su oficio de panadero en la única panadería del pueblo. Elaboraba un pan esponjoso, relleno de ternura. Se desprendía de las sábanas en la madrugada para llegar temprano y creaba panes durante toda la mañana y a la salida me regalaba uno recién horneado, caliente y dulce, hecho por él. En ese momento, yo no sabía que mis nietos aprenderían a disfrutar como yo del sabor del pan recién salido del horno.


Mi madre esperaba que hoy, en el baile, pidiera mi mano. Mi respuesta estaba escrita en el álbum de fotos familiares, confirmada en el vestido blanco de mi madre aireándose en el gancho de su cuarto. Imaginaba mi vida en la panadería, el olor del pan leudando, creciendo y desbordándose y las cuadradas palas de madera entrando con trozos de masa blanca y saliendo de la boca del horno, transformados en crujiente pan. El fuego al costado para que pudieran entrar todas las bandejas con los nombres  y recetas inventados por Manuel: pan chico, pan francés, pan dulce, pan con pedazos de guayaba, pan de maíz, panes con formas de animales que tanto les gustaba a los niños, pan con chicharrón. Las ráfagas de calor, las ráfagas de la boca del dragón, iluminaban y calentaban toda la panadería. Claro que lo quería un poco. Yo, a escondidas, todavía abrigaba a mis muñecas de trapo en sus camitas de madera hechas por mi padre y no estaba muy segura de que quisiera cambiar mis juegos por el olor de la panadería. Pero presentía algo. Cuando sentí su mano en mi cintura, creando un pan nuevo, aumentaron mis dudas. Me dejé llevar y jugamos a ser grandes.


Las parejas formaban innumerables aros en el espacio de la pista. Se cruzaban, se sonreían, algunos cantaban las letras conocidas. Las cintas de las trenzas se aflojaban, las camisas se abrían y algunas huían del cinturón. Alguien pasó varias veces tirando agua en el salón porque la polvareda ya empezaba a teñir de marrón los bordes de los vestidos de todas las niñas. La tierra pesaba y ya no volaban tan alto las sedas y las organzas. De pronto, dejé de oir los sonidos y un gran silencio me rodeó. Me di cuenta repentinamente que me había equivocado, que mi presentimiento no tenía que ver con Manuel. Los sonidos volvieron y se juntaron formando una especie de rayo que cayó sobre la casa donde se hacía el baile. Roberto se bajó lentamente de un caballo blanco, recién llegado de la frontera, de la frontera de la selva, de la humedad, del olor a té. Caminó mirando alrededor, disfrutando de antemano la quietud de todos con las miradas fijas en él. Sus ojos claros dieron la vuelta a la pista y se detuvieron en los míos un instante de elección y el  rayo me recorrió el cuerpo. Cruzó la pista y se formó un camino que llegó a mi, derecho, sin curvas inútiles. Y se quedó para siempre. Usaba botas de potro de cuero natural, sombrero blanco como el caballo y sabía enamorar a las muchachas con sus palabras suaves y en español. Decidí dejar al panadero y la vida tranquila de la panadería. Quería inaugurar lo desconocido, el mundo misterioso, apenas insinuado, de Roberto, el extranjero. Dije que con ese hombre me casaría y a los 14 años me fui de la casa de mis padres. Su primer trabajo en la zona dio comienzo a mi vida viajera. Lo seguí cuando me mandó buscar y vivimos un poco más lejos hasta llegar a la frontera.


Siempre pensé que la vida puede cambiar en un instante.




El pequeño príncipe


A María Rosa, por habernos dado su amor y su tiempo.


Sé que en algún lugar del mundo, existe una rosa única, distinta de todas las demás rosas, una cuya delicadeza, candor e inocencia, harán despertar de su letargo a mi alma, mi corazón y mis riñones. 

A esa rosa, donde quiera que esté, dedico este trabajo, con la esperanza de hallarla algún día, o de dejarme hallar por ella.

Existe... rodeada de amapolas multicolores, filtrando todo lo bello a través de sus ojos aperlados, cristalinos y absolutamente hermosos...

El principito. Antoine de Saint-Exupéry




Se tardó unos minutos en salir de la casa. Fue el tiempo suficiente para que del camión de desparramaran los soldados rodeando su casa. Nadie hubiera creído que sólo la buscaban a ella. Y así se fue, dejando al niño con los brazos extendidos.


La buscó su padre, la buscó su hermano y los soldados la negaron durante semanas. No podía recibir alimentos, ropa para abrigarse. Un día como todos los otros sin respuesta, les permitieron verla con el uniforme gris y el número marcado en negro.


Cuando la encontraron, faltaba poco tiempo para el cumpleaños de su hijo. Estaba decidida a crearle un regalo. Tomó el papel blanco y copió la primera palabra.  Se inclinó y como si fuera un charco mágico de agua de lluvia, vio reflejada la cara de su hijo y su boca de niño triste balbucear: qué dice ahí?


No tenía una lista de tipos de letras para elegir. Por su memoria desfilaron las pe y las ene que le enseñaron en la escuela. Las que empezó a escribir le gustarían a su hijo, estaba segura.


El libro esperaba paciente, mostrando su contenido. Lo iba a copiar lentamente, completo, con detalles, recuperando sus recuerdos. Se preguntaba si le alcanzaría el tiempo para hacerlo bilingüe. No quería contestarse todavía.


Cuando terminó la primera página, las letras prolijas y parejas invadieron el cielo de la Aduana. Siguió copiando el dibujo del niño rubio.


Cómo lo llamaría, se preguntó, mientras veía volar su bufanda detenida en el espacio del sistema solar. Usaría el diminutivo o adoptaría el adjetivo calificativo? La decisión la dejó para el final.


Los vientos del norte llegaron al sur en setiembre y las flores violeta del jacarandá no respetaron las rejas. Entraron por el vidrio roto que nunca nadie vino a cambiar y movieron las páginas del libro.


Los lápices de colores la ayudaron a no sentir el frío y pintaron de amarillo sus manos entumecidas.


Las compañeras se divirtieron contestando a Antoine mientras adivinaban si el dibujo era un sombrero o una boa digiriendo a un elefante. Decidieron que era una pregunta sin importancia.


Día tras día, le gustó imaginar los gritos de su hijo: Mamita, qué lindo dibujas!


Cuando llegó la hora del cráter del volcán, lo delineó lentamente para impedir una explosión que alertara al soldado de guardia.


Esperó pacientemente la llegada de la caja de cartón. Cuando la vio, supo que la trasformaría en las tapas del libro que adornaría con lana de colores. Cortó los dos pedazos que necesitaba. Los guardó en su escondrijo improvisado pero cuando llegaron calzando poderosas botas, tiraron los pocos objetos que la rodeaban, patearon y rompieron el cartón. El regalo será para el próximo cumpleaños, pensó con esperanzas.


...”la flor no acababa de preparar su belleza al abrigo de su envoltura verde” recordaba a Saint-Exupéry mientras aguardaba que aparecieran los pétalos de la flor que plantó a escondidas en la quinta de Punta Rieles.


Reemplazó el cartón de la tapa por dos pedazos de cuero resistente que le aseguraran al niño rubio que la boa, el elefante, el boabá, el cordero, la flor y el planeta vivirían para siempre con su hijo.


Tuvo que resistir mil cuatrocientos sesenta días, tres horas y treinta y cinco minutos para iniciar el vuelo de regreso.


El avión de Antoine esperaba y cuando inició el viaje de vuelta, corrió tambaleándose un poco y ya en la pista logró mayor seguridad elevándose con las alas de mariposa. Sobrevoló la ciudad de Montevideo y aterrizó suavemente en el cuarto de su hijo con la mejor maniobra que un piloto hubiera podido hacer. Le enseñó a deletrear: e l pe que ño p prin ci pe y el hijo depositó en sus mejillas los besos guardados que decían: Mamita, mamita!! 




El piloto



El piloto del avión ambulancia le habló por teléfono. La sorprendió mucho con esa llamada. Fue muy preciso. Yo soy el que va a decidir la partida. Enfermeros y enfermeras se acercaron varias veces, esa tarde, para preguntar si ya se iban. Contestó con calma que no, que tenían que esperar la llamada del piloto. Se expresó con voz más segura que todavía no era el momento. Casi gritó que no saldrían todavía. Y aulló con furia que no pensaba moverse. El último enfermero que le habló, saltó asombrado por el grito. Nadie más se animó a hacerle la misma pregunta.


Se instaló casi pegada al teléfono para que no tuvieran que buscarla cuando la voz del piloto preguntara por la mamá de la niña que debía ser trasladada.


El sonido del teléfono le pareció diferente. Y no tuvo dudas que había llegado el momento de partir.


La lluvia acompañaba sus lágrimas cuando llegaron al aeropuerto y el avión ambulancia esperaba en la pista. Le dijeron que subiera adelante. Desde su asiento, se inclinaba y podía tocar la cabeza de la hija, que parecía dormir. Pensaba que sus caricias le estaban gustando. Recordaba su voz, unos días antes, cuando le pedía ayuda para comprender lo que le pasaba.


Le dijo al médico que necesitaba tomar una pastilla para poder aplacar su miedo a volar. Su asiento era un poco más bajo que el del piloto y podía ver el tablero iluminado con innumerables ventanas circulares con datos incomprensibles para ella.


Seguía la lluvia y el piloto vio su cara de susto. No podía adivinar si era por el mal tiempo o por el desconcierto y la incertidumbre que le había colocado la sorpresiva enfermedad de la hija.


Optó por hablar del tiempo para no contribuir con el drama evidente. Dijo, muy seguro, señora, cuando suba el avión, va a ver las estrellas. Ella no le creyó.


Si en ese momento hubiera podido tener un juicio estético, hubiera dicho que la visión del cielo estrellado era lo más esplendoroso que había visto en su vida. Recordó otras noches estrelladas, cuando el padre de su hija la llevaba a verlas, a las afueras de su pueblo natal.


No pudo dejar de concluir que, al cumplirse la sentencia del piloto, su hija viviría y podría contarle la historia. Tres días después, cuando pudo abrazarla, recordó a Siri cuando escribió, en una de sus novelas, que nadie venga a decirme que las palabras mágicas no existen.




El cortometraje




Tarde soleada de domingo. La calle se muestra  casi vacía. Se ven autos estacionados pero no hay tránsito. Una mujer mira por la ventana, en el cuarto piso de un edificio blanco y rojo. Al fondo, los cerros se tiñen de color gris. Un auto azul se acerca y se estaciona frente a la ventana. Un hombre al volante y una mujer en el asiento de al lado. La luz del sol divide el espacio dejando un área de luz y una de sombra, con mucho contraste. El hombre apoya suavemente los dos brazos sobre el volante y deja que sus manos cuelguen, muy iluminadas. Se ven los anillos de plata, una pulsera de cuero negro con una piedra del mismo color, un pequeño tatuaje. La mujer mantiene las piernas juntas, usa pantalones de mezclilla y apoya sus manos en el regazo. Se distingue en su brazo una pulsera muy a la moda en ese momento, con imágenes religiosas.


La mujer que mira por la ventana apoya la frente en el vidrio y se inclina para seguir el movimiento de su hijo. El niño se acerca al auto con una gran mochila verde y se detiene frente a la puerta, todavía cerrada y saluda sonriendo a su padre. Desde arriba, la cámara de ojo de pájaro se une a la mirada de la mujer que ubica la escena en una perspectiva de espacio cósmico. La puerta se abre, la mujer se baja y el niño se agacha para sentarse en el asiento de atrás, como si estuviera iniciando la bajada a un túnel de sombra. La mujer se vuelve a sentar haciendo un movimiento que deja ver su cintura. El hombre enciende el motor y repentinamente, detiene sus movimientos y acaricia la pierna de la mujer. Un primerísimo plano de la boca de la mujer que mira por la ventana. Sus labios se abren apenas para murmurar la frase que su abuela decía: “la vida puede cambiar en un instante”. Las letras indicando el fin dejan ver su mirada triste.

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