EL TALLER DE LA VIDA / confesiones
HUGO GIOVANETTI VIOLA
Primera edición:
Caracol al Galope / elMontevideano Laboratorio de Artes (2009)
Primera edición WEB:
elMontevideano Laboratorio de Artes (2018)
Retrato de portada:
Horacio Herrera.
OCTAVA ENTREGA
22 / ONETTI
La Programación Divina quiso que Gabriel Barnes tocara la guitarra en una
banda recién formada que me pidió consejo y enseguida engranamos, porque los
padres eran Ayax Barnes y Beatriz Doumerc, un plástico y una escritora
argentinos que vivían con muchos hijos en una cabaña quinchada del otro lado
del monte y pertenecían a la new-age revolucionaria sesentista.
La Pacha es una mezcla de Úrsula de García Márquez y Maga de Cortázar
dotada de un entusiasmo que parece ciego y loco pero que es imperturbablemente
congénito. Y un día Gabriel me contó que la madre había visto El número y el sitio, la novelita-pocito
que terminé presentando al concurso municipal, en la mesa de luz de Onetti, y
que el Viejo le comentó que era una maravilla.
Entonces Gabriel me llevó a conocerlo al Municipio, donde Juan trabajaba
como Director de Bibliotecas, y cuando aquel hombre de cincuenta y ocho años me
dio la mano con un cariño sin tiempo, para hablarlo en Paco Espínola, no pude
darme cuenta que la amistad había nacido en el momento de leerme.
Yo la mandé premiar, explicó: Pero al
final publicaron una selección de cosas cortas y se ve que no cupo. Nunca más
vas a escribir nada que tenga esa frescura.
Ese día nos contó que acababa de recibir un capítulo de El astillero traducido al inglés y que
no lo convencía porque no estaba bien dado el clima, que era lo más importante.
Yo le comenté que a mí me encantaba Tan
triste como ella y chistó: Sin
embargo dijeron que parecía una novelita rosa. Pero es por el suicidio.
Pero lo extraordinario fue escucharlo hablar de la novela que estaba
escribiendo y que era lo que más quería de todo lo que había hecho, Nuestra Señora, inspirada en la cola del
entierro de Eva Perón, donde la gente fue capaz de vivir una semana haciendo hasta
el amor en la calle con tal de contemplarla. A ella.
La Inmaculada, Juan la Inmaculada. Un par de años después,
cuando yo ya caía de vez en cuando por el apartamento de Gonzalo Ramírez,
apareció Contramutis, la novela de su
hijo Jorge editada por Seix Barral y una noche Dolly me prohibió pasar con cara
de velorio y me explicó que Juan había tirado Nuestra Señora a la basura. Jorge Onetti, además, acababa de
declarar en Marcha que a su padre le
había crecido la carrocería pero seguía teniendo un motor de Volkswagen. O algo
así. Y recién al leer Contramutis y
ver el tema de la cola de Evita rozado mediocremente entendí hasta cierto punto
la lamentabilísima automutilación.
Pero estas son tragedias familiares. Mi no-maestro, en cambio, a la hora de
pasar cuentas siempre puntualizó, tanto en el Uruguay como en España, que la
fama le había llegado veinte años tarde. Y
esas son tragedias culturales.
Porque Juan Carlos Onetti era muy neurótico y humilde y tímido y ferozmente
auténtico y definía a la fama como a
un simple malentendido, pero lo que
le dolía y lo asqueaba hasta desesperarlo era la incomprensión de la pureza.
Y cuando nos hicimos los machitos con Gabriel Barnes y prepoteamos al
portero del Solís para que sacara al Viejo de una reunión de la Comisión de
Teatros Municipales y le preguntamos cómo se hacía para viajar a Santa María,
el Tata Brausen sopló el humo delicadísimamente y nos explicó que quedaba muy lejos, allá por Tucumán, y que nos
convenía conformarnos con ir a Santa María de los Buenos Aires. Y habrá
pensado: El bordecito de plata de la nube
negra alcanza.
Y cuando a mí se me desbocó el 34 oriental y publiqué El ángel a los veintiún años y La
rabia triste a los veintitrés y empecé a figurar hasta en la Mesa Política
de Escritores del Frente Amplio al lado de Jesualdo, Idea Vilariño, Benedetti,
Ibargoyen, Gravina y tutti quanti con la manija del Partido Comunista que al
final terminó por afiliarme, el Tata Brausen era capaz de ridiculizarme en
público o me mandaba mensajes vía Dolly, que una noche me invitó a acompañarla
con una milanesa y de golpe comentó: Juan
dice que con tu sensibilidad y tu talento vos tendrías que escribir mucho
mejor.
Eso dolía de veras. ¿Qué habrá sentido Schiaffino cuando le dio un ataque
de nervios en la bañadera que los llevaba a Maracaná y el Negro Jefe tuvo que
encajarle un cachetazo para ponerlo a la altura de las circunstancias?
Seguramente la obligación de encontrar por lo menos una pelota y mandarla a
guardar, en el sacratísimo nombre de la Inmaculada.
La Programación Divina te da la chance y no podés fallar. Por eso, cuando
mi no-maestro nos acompañó hasta la puerta del despacho municipal y me volvió a
dar la mano sin sonreír fue como si dijera: No
te traiciones nunca.
23 / LOS NIÑOS
Conservo un ejemplar de Le diable au
corps de Raymond Radiguet que me regaló
Onetti, aunque en la primera parte figure su nombre y un Debolber! Please escrito con lápiz, y de
allí copio esta definición de mi primera pareja: Éramos como esos niños que puestos de pie sobre una silla, se sienten
orgullosos de aventajar en altura a las personas mayores.
Nos conocimos cuando ella tenía quince años y yo diecinueve, en el 67, y no
llegamos a durar casados un año, entre el 71 y el 72.
Me acuerdo que Leonel Roche, que me conocía bien y la había visto a ella
transformarse en muchacha, cuando supo que nos habíamos ennoviado se agarraba
literalmente la cabeza. Son muchísimos los llamados para el alba de oro y poquísimos los elegidos
por la noche serena.
Este año leí Lecciones de vida,
de Elisabeth Kübler-Ross y David Kessler, y lo recomiendo como a la vara más
perfecta que conozco para medir los fracasos
afectivos y sus correspondientes resurrecciones
espirituales posibles y deseables.
Cuando uno vive en una comunidad donde a los mandamases les importa un pito
que el tan invocado pueblo elabore la completud de su cultura con cabeza propia,
lo primero que ignora al llegar a la adolescencia es que la felicidad personal
no depende en absoluto de una pareja buena, mala o regular. Y como el que manda
es Hollywood, los finales felices se
reducen mayoritariamente a los enganches
con beso salvador y enseguida termina la película. Todavía sigue siendo
así. Claro, hay que proteger las multimillonarias inversiones. ¿Cómo vamos a
arriesgarnos a vender la verdad de que hacer
funcionar un matrimonio es más difícil que empujar una montaña con la mano?
Y sin embargo mi primera pareja entendió lo que iba a pasarnos viendo Esplendor en la hierba de Elia Kazan.
Salió llorando tanto del cine y siguió llorando en un bar que parecía mentira.
Y parecía mentira porque lo que acabábamos de ver era la aparentemente
impredecible verdad sobre lo nuestro, aunque sólo ella se dio cuenta. Yo, para
mi mal y para mi bien, nací voluntarista.
En este terreno íntimo hay muy poco que merezca ser contado
iluminadoramente. Los desastres amorosos llenan los containers de basura de
cada cuadra y ni siquiera a los hurgadores les interesa llevárselos en el
carrito.
Pero yo voy a hablar de dos otros que
nos habitaron maravilloasamente hasta el final. No es triste. Y me llegó el
momento. Las dos veces que me animé a escribir sobre estas criaturas quedé tan lejos de la magia real que no hubo más remedio
que tirar un cuento y una novela, aunque los quería mucho.
Los otros constitutivos de una
pareja son las personalidades más o menos neuróticas que terminan por ser domadas por el amor invencible o vencer al amor mal nacido. Porque las
posibilidades de perdurar perseverando se conocen de entrada o no se conocen. Lo que nos arcoirisa en el espesor eterno es
la fe clarividente. San Agustín dixit: Creer
lo que no vemos para merecer ver aquello que creemos. Y no le des más
vueltas. A cierta altura del noviazgo, y por algo será, empezamos a fabricar
voces de niños. Eran nuestros hijos: tenían nombre y personalidades propias y
entraban y salían de nosotros a cualquier hora y en cualquier lugar. Si había
público, nos podíamos comunicar en secreto o con gestos.
Y así sobrevivimos dos años, por lo menos. Ellos curaban todo. Y cuando estábamos a punto de viajar a París y
sobrevino un embarazo que ni siquiera nos alegró y decidimos extirpar el tesoro
como si fuera un tumor y en un mes parecieron incendiarse los eucaliptos de
todo Carrasco se oyó por última vez la voz de ella, desde un asiento al otro de una camioneta: ¿Por qué me mataron?
Un divorcio es una muerte, aunque para saberlo hay que casarse. Quiero decir: sentir que el desnudo de tu mujer es un
traje de novia y que tu mujer lo sepa. No alcanza con vivir juntos.
Y cuando la blancura inmaculada se transforma en mortaja hay que juntar los
pedazos de la luna y esperar que aparezca una
invencible fe clarividente en la noche serena. Eso es resucitar. Solo o
acompañado.
Y lavar los recuerdos. No conozco
nada más parecido al verdadero perdón que el lavado de los recuerdos. Por eso
quise hablar de aquellos niños. Y por
eso estoy seguro de que no es algo triste. Ellos
son inarrancables de las entrañas y los paisajes y los espejos de cada uno.
24 / LOS MUERTOS
Mi madre llegó a vivir tan encerrada cuidándole el reuma a mi abuela que a
veces se ponía bizca y me decía: Mirá
cuando me vayan a buscar al manicomio y los reciba así. Pero la tortura
preferida era pedir que la enterraran en un ómnibus interdepartamental, así
podía recorrer algún balneario.
A mi padre le costó mucho superar la disolución del Taller Torres García y
veía más televisión de lo que pintaba, aunque cuando cumplió cincuenta años
escribió un poema muy alegre y ya había empezado a inventar unos serenísimos
paisajes con iglesias y cerros y una atmósfera lunar de bondad herreriana.
Mi abuela murió con más de ochenta años durante una operación y fue velada
en el comedor de casa, como se usaba antes. A cierta altura de la noche mi
madre organizó una crisis de llanto coral femenino donde metió a mi novia, que
no podía tener más de dieciséis años, y nunca voy a perdonarme haber aguantado
aquel atropello.
Lo que agradezco, en cambio, es que un rato más tarde tuve la mala idea de
pararme al lado del cajón a mirar unas hormiguitas que invadieron la mortaja
para trasladarse de corona a corona, y mi madre me clavó un terciopelo maligno
y agregó: Dale un beso a tu abuela.
Recién este año conocí, gracias a mi amigo Juan Comesaña, un
inteligentísimo psiquiatra freudiano que terminó por aceptar indoblegablemente
su don de fe en la trascendencia, el Himno
a la materia que escribió Pierre Teilhard de Chardin en Jersey, el 8 de
agosto de 1919.
Bendita seas tú, áspera Materia,
gleba estéril, dura roca, tú que no cedes más que a la violencia y nos obligas
a trabajar si queremos comer. / Bendita seas, peligrosa Materia, mar violenta,
indomable pasión, tú que nos devoras si no te encadenamos. / Bendita seas,
poderosa Materia, evolución irresistible, realidad siempre naciente, tú que
haces estallar en cada momento nuestros esquemas y nos obligas a buscar cada
vez más lejos la verdad. / Yo te bendigo, Materia, y te saludo, no como te
describen, reducida y desfigurada, los pontífices de la ciencia y los
predicadores de la virtud, un amasijo, dicen, de fuerzas brutales o de bajos
apetitos, sino como te me apareces hoy, en tu totalidad y tu verdad. / Te saludo, inagotable capacidad de ser y de transformación en donde
germina y crece la sustancia elegida. / Te saludo, potencia universal de
acercamiento y de unión mediante la cual se entrelaza la muchedumbre de las
mónadas y en la que todas convergen en el camino del Espíritu.
Pero yo aquella noche tuve la sensación, al apoyar la boca en el cráneo
viscoso de mi abuela, de rendirme al poder de una montaña llena de ese abismo
absolutamente neurótico que el pensamiento de la modernidad pagana y más
esclava que esclavista bautizó como la nada.
Al otro día, un rato antes del entierro mi madre se las arregló para que la
viéramos tratando de vaciar un frasco de somníferos en el mismo cuarto donde
veintidós años después posiblemente haya hecho lo mismo a solas, aunque
decidimos con mi hermano que se no se hiciera la autopsia.
En la anti-biografía de Manuel Espínola Gómez escribí sobre mi abuela y la
visualicé como un esqueleto que se bamboleaba en un sillón de mimbre y adentro
le llovían jazmines del país que le constelaron la infancia campesina. Y no es
poca blancura.
Mi abuelo siguió tomando mate frente al jardín de mañana y de tarde, ya muy
deteriorado por la arterioesclerosis, y a veces yo dejaba los códigos y tocaba
un rato la guitarra en el pasillo hasta hacerlo torcer dulcemente el perfil
narigón y con boina. Murió mientras almorzaba y mi hermano, que tenía dieciséis
años y ya había decidido estudiar medicina, lo atendió con una entrega
vocacional digna de la sustancia elegida que
reinará, según Teilhard de Chardin y millones y millones de hombres no
necesariamente religiosos en un sentido institucional o conceptual, en el
Universo Crístico.
Al poco tiempo mis padres empezaron a trabajar durante la zafra veraniega
en la sucursal que tenía Maspons en Punta del Este, y la familia ya parecía
completamente feliz en el barrio y en Gorlero.
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