EN PIEZAS
LA TERRORÍFICA MANIPULACIÓN DE LOS ASENTAMIENTOS
FEDE RODRIGO
1º edición WEB:
elMontevideano Laboratorio de Artes / 2018
DECIMOTERCERA ENTREGA
DEL BARRIO 4
El oficial Brazas ya había tocado varias veces a la puerta. Mientras tanto,
aguantaba con el otro brazo la desesperación de Mamá Lucha. No hay nada más peligroso que una fiera con
hambre o una hembra sin su cría. En el barrio todos son de estos dos tipos de
gente, pensó Raúl Brazas en el forcejeo. Desde el principio sabía que no
iba a haber respuesta. Aquel desastre había ocurrido hacía demasiado tiempo.
¿Por qué mierda me la complicarás
tanto, amigo? murmuró el
oficial Brazas como comiéndose las palabras. Apartó a la hermosa mujer con un
suave empujón y estrelló todo su hombro (y bronca) contra la puerta de la
casucha. Adentro reinaba la tranquilidad de la muerte. No había casi nadie.
Mamá Lucha atropelló al oficial y se abalanzó sobre el Bauti. El niño atinó
a abrir sus destrozados brazos como si fuera a lanzarse al vacío. Mamá Lucha no
quiso mirar (eso era un problema para solucionar después), ahora sólo quería
sedarse en la alegría de verlo vivo.
El hombre atropellado se abrazó al cadáver y negándose a despedirse lo
sacudió esperanzado. Su cuello flácido ni le aguantaba la cabeza y sus ojos
blancos ya jamás mirarían otro culo. Sólo Dios y él saben que intentó no morir
de miedo. Fracasó (como era esperable) pero lo intentó.
Mamá Lucha recuperó su sabiduría prematura de un momento a otro y recordó
que aquel tipo fuera de servicio tirado en el piso era el padre del Bauti. Y
que el Bauti (como había dicho tantas veces) terminó por matarlo. Apretó fuerte
la mirada del niño contra sus senos (como queriéndole dar de mamar la vida
misma) y a los tumbos se lo llevó para afuera donde el dolor se pudiera diluir
en la intemperie. Los masticados brazos del Bauti colgaban como tallarines.
Mientras pasó, Raúl le devolvió una mirada bañada de lágrimas de hombre,
esas que no salen, esas que dejan los ojos espejados como metal antes de la
mugre. Ella enfrentaba los dientes con una mueca de odio profundo. Toda la
noche deseó que ese hijo de puta estuviera muerto. Pero verlo muerto tampoco la
tranquilizó. Mientras: al Bauti se le volaban más y más la mirada y la razón.
-Acaban de morir dos personas que sabían que iban a morir.
Lucía rebotó del susto cuando aquella inerte marioneta que llevaba abrazada
le habló.
-Ya no pienses en eso, mi vida. Las cosas pasan por motivos que a veces nos
cuesta entender.
Su voz se apagó cansada: cansada de que la vida le pegara sin parar. Quizás
le pegaba arrepentida como la marea al barco, pero le pegaba y dolía. Siempre
dolía.
Habían llegado al Laberinto y pasado más de tres horas en silencio. Algún
pibe de los más grandes ayudó a dormir al pequeño que quería ir al baño ayer de
noche. Ya habían fracasado más de mil técnicas para arrancarle un poquito de
tristeza al Bauti.
Al rato una bocanada de aire llenó los pulmones del Bautista y su discurso
continuó como si se hubiese dado una pequeña pausa para tomar un sorbo de agua.
-Yo a papá le dije muchas veces que lo iba a matar. Pero a último momento
me arrepentí. Pero le mentí. Y aun así la vida me premió. Porque ahora está
muerto y yo no fui. Y aparte me dio algo muy importante. Sabiendo que se iba a
morir. El Despeinado, claro. Porque es mi amigo. ¿Se acuerda de mi amigo el
Despeinado? Anoche lo mataron. Él sabía que eso le iba a pasar. Lo dijo cientos
de veces. Todo pasó casi como lo había planeado. Sí, muerto. A buscar el perdón
de su hermana. Por eso se murió ¿sabe? Es que nadie puede vivir con esa culpa.
Bueno, ni con esa enfermedad. ¿Sabe que él estaba enfermo, señora Lucía? Sí,
hasta el pelo le abandonaba la cabeza de tan enfermo. Mi padre casi que le hizo
un favor al matarlo. Bueno, dos. Por eso yo no lo maté. Aunque se lo había
asegurado. Pero se asustó. Y se murió asustado. Debe ser feo morir asustado. Supongo
que hasta más feo que vivir asustado.
Después de tantas y tan torpemente acertadas palabras sólo hubo un
intragable silencio. Silencio imposible de vencer. Mamá Lucha lo abrazó
(cuidándole los brazos recién vendados) y los dos durmieron sobre los mismos
almohadones caídos cerca del pasillo.
DEL BARRIO 6
Balas homenajeantes recorrían el cielo como buscándolo. Todo tipo de
trompetas decoraban el viento. Miles de policías en respetuoso silencio no
salían de su asombro. Flores de las que no crecen en el barrio guiaban el
camino de un ataúd de cemento embaldosado cubierto por una bandera de la
capital. Se necesitaban veinte hombres uniformados para llevar a alguien tan
grande.
Sí, así debió haber sido el funeral de su amigo. Y así se lo hizo vivir el
Delirio a Brazas. Pero los funcionarios del cementerio aun no habían llegado.
Tiró la aguja a la mierda, enfurecido. ¡Él no se lo merece! ¡Él es un tipo de
la ley, carajo! Hacía tiempo que no se drogaba pero en honor a su amigo lo
volvió a hacer; y usó sus botellitas, las que la muerte no le dejó consumir.
Había olvidado el vacío sin sentido que deja esa felicidad sin cimientos.
Recordó las palabras de su amigo: Para
adelante es muy evidente, los costados están casi todos ocupados; hay que
moverse en diagonal, mi amigo. Silencioso y en diagonal cruzás el barrio en un
segundo. Hay que encontrar el huequito (o hacerlo si no queda otra).
Recordó que sólo dejaba de acariciarse ese ridículo par de mechones
naranjas a los que llamaba bigotes para darse golpecitos en la sien con el dedo
índice. Se creía muy inteligente (y lo era). Menos para elegir mujeres: esa
negra es preciosa pero está loca como cucaracha.
Miró el cadáver de su amigo otra vez. Se apretó las narinas con un par de
dedos como arremangando el llanto y se fue. Quién sabe cuándo llegaron esos
inútiles funcionarios del cementerio. Capaz que nunca fueron y el piso de su
casa quedó como tumba. Suerte que arriba de la mesa hay una taza que le
regalamos en el cuerpo policial para uno de sus cumpleaños que es gris y tiene
su nombre: eso le va a servir de lápida.
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