JOSEPH
BRODSKY
ELEGÍA A
JOHN DONNE
(Hablar de poesía)
Nota
introductoria sobre la poesía de Brodsky y traducción de la elegía a cargo de
Ernesto Hernández Busto[1]
I
El
4 de junio de 1972, Joseph Brodsky (que era aún Iosif Aleksándrovich Brodski)
salió de la Unión Soviética con un libro de John Donne en el bolsillo. Alguien
empeñado en buscar imágenes que contengan las claves de una vida futura,
esos stills premonitorios de toda existencia concebida
como dramaturgia, empezaría por esta intersección de tiempo y espacio: recién
cumplidos sus 32 años, un poeta cruza –o más bien, es obligado a cruzar– una
frontera no sólo física, para empezar una nueva vida.
A
John Donne había dedicado Brodsky, diez años antes, una elegía que está entre
sus poemas más importantes: el que le ganó la admiración de Anna Ajmátova (“¡no
tienes idea de lo que has escrito!”, se cuenta que le dijo), y el mismo que
devolverá su nombre, muchos años después, tras el eclipse de sus censores, a la
nómina oficial de la poesía rusa.
Atrás
quedaba un Imperio, una familia, un gran amor, amigos, traiciones y, como se ha
dicho demasiadas veces, una lengua. La medida real de esa pérdida (“acto que
iguala a Dios con los humanos”) fue el puente de Brodsky hacia su Nuevo Mundo: al
tener que vivir en otro idioma, también amplió la dimensión de su memoria.
Durante mucho tiempo, sus experiencias poéticas van a girar en torno al pasado
(“la recogida de la cosecha”, como dirá un crítico) y todas las novedades
buscarán acomodarse en una zona dominada por la disgregación, por el fragmento.
Sin embargo, Brodsky acoge estas nuevas circunstancias desde un estado
sentimental que es todo lo opuesto al victimismo: su principal recurso es la
ironía, una exasperada y sonriente autoconciencia del desastre.
(…)
Ajmátova,
toda una encarnación de la sofisticada cultura rusa venida a menos durante el
periodo soviético, siempre consideró a Brodsky como un igual, a pesar de la
diferencia de edad y de estilo. Se conocieron en el verano de 1961, en la dacha de la escritora en Komarovo, lugar al que el
joven poeta regresará muchas veces. Se discute hasta qué punto Ajmátova y su
poesía representaron una influencia decisiva para Brodsky. Como ha dicho él
mismo, “no fue versificación lo que aprendimos con ella”. Compartían, ante
todo, la idea de que el poeta ruso tenía que construir una voz que expresara el
alma de un idioma sin rebajarse a lo popular. Ajmátova también presentó a
Brodsky cierta idea del cristianismo, de sus valores espirituales, y la
concepción de la poesía como un mecanismo similar a la plegaria: el poeta es
alguien que habla siempre a una instancia superior. “Cualquier arte se dirige
al oído del Todopoderoso” –dirá Brodsky años después, incluso después de
aclararnos que nunca fue creyente. Pero toda su poesía, sobre todo al comienzo,
gira sobre ese modelo de religiosidad y trascendencia que acompaña a la lengua rusa
desde sus orígenes.
Diferencias
estilísticas aparte, en el centro de esos diálogos formativos entre Ajmátova y
Brodsky estuvo siempre el valor de la palabra y la moral del poeta. “¿En qué
consiste el Hombre? –escribe la autora del Réquiem en sus
diarios: Tiempo, Alma, Espíritu. Un escritor tiene la misión de recrear al
Hombre en esas tres dimensiones.” Brodsky, a su vez, le enseñó a su magistra algo sobre lo que ella insiste en sus
diarios: “lo principal es la magnitud de la idea”. Sin la ambición de un gran
tema, sin esas mayúsculas explícitas o sobreentendidas, no puede haber gran
poesía. El último gran proyecto poético que emprende Ajmátova, su Poema sin héroe, se debe también a esa certeza.[2]
Ajmátova
vio en Brodsky una reencarnación de Mandelshtam, no sólo por sus versos sino
por su inteligencia y su sensibilidad moral. Lo consideró, también, una especie
de hijo adoptivo, capaz de escapar de la amargura y el rencor que habían
destruido al suyo: Lev Gumiliov. Fue su “descubrimiento” y su discípulo, pero
aprendió de él. Por primera vez en la poesía soviética de los años sesenta, una
voz se atrevía a tratar con los “grandes temas” y a asimilar la herencia de
todos los clásicos rusos, incluyendo los prohibidos. El resultado de esa
especie de milagro estaba, por fuerza, condenado al exilio.
II
En
un hermoso ensayo publicado en The New York Review of Books,
Brodsky rememora sus primeros meses fuera de las fronteras soviéticas, invitado
a un festival de poesía en Londres y acogido por gente como Stephen Spender o
W. H. Auden. Un día recibe una llamada en casa de sus anfitriones: Isaiah
Berlin lo invita a tomar el té en el Athenaeum, un club de caballeros que sigue
todavía en el número 107 de Pall Mall, en la esquina de la plaza Waterloo. El
joven poeta, confundido y avergonzado de su inglés, pide a Natasha Spender que
lo acompañe. “Lo haría con gusto– responde ella con una sonrisa–. Pero no dejan
entrar mujeres”. Así que allá va Brodsky, preguntando por Sir Isaiah ante la
mirada escéptica del portero uniformado, y tras cruzar el umbral vaga como un
visitante de museo entre enormes retratos al óleo de Gladstone, Spencer, Acton
y Darwin hasta que descubre que no es tanto su atuendo lo que le hace parecer
fuera de lugar en ese sitio, sino su edad. Al fin, entra en la biblioteca del
club (“una gigantesca concha de caoba y cuero”), para distinguir a lo lejos la
silueta de su interlocutor, “urogallo trajeado” que se le queja en un ruso
perfecto de que Ajmátova lo comparase con Eneas en un poema.
“Los
viajeros –dice Brodsky– añoran objetos reconocibles, lo mismo da un teléfono
que una estatua”. Ese objeto, en este caso, es un rostro: el de un judío
errante que habla con las suaves inflexiones del idioma peterburgués y un
vocabulario “desprovisto de todas las añadiduras desagradables del periodo
soviético”. Esa cara es también un insondable depósito de memoria: Berlin quiere
saberlo todo sobre todos, así que en esa biblioteca inglesa se entabla una
larga conversación sobre lo que Cioran consideraba las dos cosas más
interesantes del mundo: los chismes y la metafísica.
Arrellanado
en las butacas de cuero verde botella del Athenaeum, el poeta descubre a un
raro intelectual inglés nacido en Riga, cuya obra refleja la capacidad de un
exiliado para cruzar varios mundos sin renunciar a ninguno. Su filósofo, o
mejor, su penseur favorito es ese alter ego de Herzen que no siente necesidad de
separar las categorías: ejemplo de una mente que ha conseguido vencer la
gravedad de lo excéntrico para sumar Este y Oeste. Esa fusión, esa capacidad
para reconciliar y mirar en todas las direcciones es, opina Brodsky, lo que
hace grandiosos los ensayos de Berlin.
Pero
en la poesía, en cambio, el idioma no es un simple vehículo de las ideas. Tal
cosmopolitismo, reflexiona aquel joven, bien podría no representar una ventaja
intelectual sino un lastre, un peligro del cual hay que protegerse. Todas esas
personas ilustres lo han acogido y ayudado como la talentosa víctima de un
sistema totalitario. Pero Brodsky sabe que tales circunstancias son pasajeras y
que su verdadera batalla por el reconocimiento se libra en otro terreno. Si “el
lenguaje es más antiguo, más inevitable y más invencible que cualquier estado”,
la misión del poeta será entonces una suerte de íntima gigantomaquia contra las
fuerzas achatadoras del lenguaje. La poesía representa, sí, una fuerza del
Bien, pero sólo a nivel individual: “el único seguro de que disponemos contra
la vulgaridad del corazón humano”.
Lo
único que tienen en común poesía y política, solía decir Brodsky, son sus
letras iniciales. Las exigencias de cualquier forma de sumisión al Estado
–pensaba– conspiran contra un criterio de excelencia y abren la puerta a un
“envilecimiento del lenguaje y a un descenso del ‘plano de estima’ desde el que
los seres humanos se contemplan a sí mismos y establecen sus valores” (Heaney).
El arte, cuya forma suprema era para Brodsky la literatura, y dentro de ésta,
la poesía, proporcionaba una educación sentimental y moral al ser humano. Se
trataba, por así decirlo, del vehículo de una mejora antropológica, un estadio
avanzado de la evolución.
Y
aunque parece tentadora la idea de Adam Kirsch de incluir a Brodsky (junto con
el propio Heaney y Walkott) entre los grandes “poetas del liberalismo”, todos
inmigrantes y ejemplos de compatibilidad entre sus poéticas libertarias y la
tradición del país que los acogió,[3] la
verdad es que nuestro protagonista siempre estuvo más cerca de un reaccionario
que de un liberal: era un “lobo solitario” convencido de que el talento no está
repartido de manera igualitaria sino por los caprichos de la Madre Naturaleza.[4] “Si
un poeta tiene una obligación respecto a la sociedad, es la de escribir bien.
Al formar parte de la minoría, no tiene otra opción”. Ese talento se sitúa,
casi de manera automática, al margen de la Historia y de cualquier otra forma
de superstición pública. Por eso la ética de Brodsky resulta inseparable del
lenguaje y de cierta filosofía que deduce valores morales del comportamiento
físico del mundo, y mira con ironía todas y cada una de las pretensiones
humanas. Lo que el Tiempo le hace al Hombre se contrarresta con lo que el
Lenguaje le hace al Tiempo, y esta triple secuencia de mayúsculas es su
verdadero sello distintivo.
(…)
Pero
su radical elitismo nunca estuvo reñido con la imaginería y la experiencia del
hombre común: su poesía buscó precisamente la manera de llegar al meollo de eso
que Wallace Stevens define en un poema como “the paisant chronicle“:
una manera de mirar cualquier trozo de realidad a los ojos, sin aires de
superioridad ni estéticas preconcebidas. De alguna manera, desde los veinte
años Brodsky ya había encarnado la paradoja del elitista marginal.
III
Pese
a su explícita distancia de cualquier forma de victimismo, las credenciales
políticas de Brodsky, por llamar de alguna manera a la serie de tribulaciones
que condujeron a su salida de la Unión Soviética, eran impecables. Las detallo
aquí, porque salvo el famoso juicio por “parasitismo social” no se suele hablar
mucho de ellas (el propio poeta lo hizo poquísimo).
Durante
los años 1958-59 un Brodsky de 19 años (hijo de judíos no practicantes pero
igualmente marginados en la URSS por esa condición) fue arrestado varias veces
sin cargos formales. En 1963, cuando ya era el consentido de Ajmátova y en los
corrillos literarios se hablaba de su asombroso talento, un artículo de un
colega envidioso aparecido en la revista Vechernii Leningrad lo
catalogó de “poeta pesimista”, “sin educación” y “decadente”. En un toque de
humor involuntario, de las siete citas ofrecidas como ejemplos de la poesía de
Brodsky, tres eran de Dimitri Bobyshev, su amigo íntimo, aunque por esa época
le había “robado” la novia, una joven pintora llamada Marina Basmanova.
En
diciembre de ese mismo año, el secretariado de la Unión de Escritores decidió
unánimemente juzgarlo por “parásito”. Poco antes de Navidad, una madrugada,
Brodsky caminaba por la calle cuando aparecieron los “hombres grises” del KGB y
lo metieron en la parte trasera de una camioneta. Fue sometido a
interrogatorio, y todos sus libros y papeles fueron confiscados. Es conocido el
juicio que siguió a ese arresto (18 de febrero y 13 de marzo de 1964), y hasta
se han publicados las actas, que incluyen el diálogo de Brodsky con la jueza
encargada, una tal Saveleva. Se le acusó de una docena de cargos, entre los
cuales “parasitismo social” y “tener una visión del mundo dañina para el
Estado”. Cualquiera que se asociara con Brodsky en esos años, incluidos sus
amigos y su novia, quedaba en la mira de la policía política. Fue sentenciado a
cinco años de exilio interno en un sovjoz. Pero antes
estuvo internado en el hospital psiquiátrico de Kaschenko, en otro manicomio
(Priazhka) y en la tenebrosa prisión de Kresty (Las Cruces), que Ajmátova
inmortalizó en su Réquiem. En los psiquiátricos,
mientras esperaba juicio, le obligaban a tomar tranquilizantes y lo despertaban
en mitad de la noche para darle baños helados, después de los cuales lo
envolvían en unas sábana mojada y lo ponían junto a un calefactor para que la
sábana se encogiera y se incrustara en la piel mientras se secaba.
El
25 de marzo de 1964 Brodsky fue enviado como castigo a Norenskaya, un pequeño
pueblo (“de 14 habitantes”, recuerda con sorna en algún poema) en la región de
Arkhángelsk, cerca del Círculo Polar Ártico. Los trabajos que realizó allí fueron
palear estiércol, limpiar establos, cortar madera, picar piedras y cernir
grano. También aprovechó la soledad para leer con cuidado y traducir a John
Donne. Según su propia confesión, esos 18 meses estuvieron entre los mejores de
su vida.
Al
año siguiente, después de una serie de protestas internacionales (una campaña
encabezada por Ajmátova, que se sentía culpable de haber llamado la atención de
la KGB sobre su protegé, y a la que se sumaron
grandes figuras de esa época, como Efim Etkind, Kornei Chukovski y, con ciertas
reservas, Dimitri Shostakovich, la sentencia de Brodsky fue conmutada. En 1966
murió Ajmátova, y Brodsky se quedó sin su gran valedora. Evgueni Evtuchenko, de
quien Brodsky siempre sospechó que había tenido algo que ver con su condena,[5] lo
invitó a leer junto con Bella Ajmadúlina y Bulat Okudzhava para conmemorar el
25 aniversario de la entrada de la URSS en la Segunda Guerra Mundial. Fueron
años de un brevísimo deshielo: algunos poemas de Brodsky aparecieron incluso en
varias antologías de poetas jóvenes.
En
1969, recién publicado su primer libro de poemas en inglés, Robert Lowell lo
invitó a participar en un festival de poesía en Londres, pero la policía le
negó el permiso de viaje. “Las autoridades no podían sino sentirse ofendidas
por todo lo que hacía,” recuerda su amigo Andréi Sergueiev. “Si trabajaba, si no
trabajaba, si se paseaba, si estaba de pie, si se sentaba en una mesa, o se
tendía para dormir.” Brodsky continuó intentando publicar sus poemas, sin
éxito. En cierto momento, unos agentes de la KGB le prometieron editar un libro
de sus poemas en papel finlandés de alta calidad si escribía algún informe
ocasional sobre sus amigos extranjeros. Tampoco había lugar para Brodsky en el
creciente movimiento disidente por los derechos humanos que su propio juicio
había ayudado a catalizar. “Su relación con los disidentes –dice Keith Gessen–
de alguna manera era parecida a la Bob Dylan con el movimiento estudiantil
norteamericanos de finales de los sesenta: comprensiva pero distante”.[6]
A
partir de 1971, dos jóvenes amigos y admiradores de Brodsky, Vladimir Maramzin
y Mijaíl Zheifetz, empezaron a compilar en samizdat una
antología de su poesía, con prólogo del segundo, que les llevaría tres años.
El
31 de diciembre de 1971, Brodsky recibió una carta “oficial”, no solicitada,
firmada por un desconocido que se hacía llamar Yivrii
Yakov (Jacob, el judío) desde Rejovot, Israel: se le invitaba
explícitamente a emigrar. El 10 de mayo de 1972 le llegó una citación de la
Oficina de Visas y Extranjería. Las autoridades le notificaron que ya estaba
lista su visa de emigrado a Israel. Brodsky replicó que él no había solicitado
viajar y que no quería abandonar su país (entre otras cosas porque debía cuidar
de sus padres, mayores y enfermos[7]).
La policía política pasó del “usted” al “tú” y le advirtió que, si no se iba,
su próximo invierno sería “muy frío”. Brodsky se puso de acuerdo con un amigo
que era profesor en Estados Unidos, Carl Proffer, y al final consiguió una visa
del Departamento de Estado norteamericano para enseñar poesía en Ann Arbor,
Michigan. La expulsión tuvo lugar al mes siguiente, a través de Viena.
Lo
que poca gente sabe es que dos años después, en abril de 1974, cuando Brodsky
ya estaba fuera de la URSS y era reconocido por los más célebres intelectuales
de Occidente, la KGB, incansable, apareció en las casas de Maramzin y Zheifetz
en busca de manuscritos y samizdats, incluido
aquel volumen que habían dedicado a Brodsky. Fueron juzgados en la Corte de
Leningrado, acusados de agitación y propaganda anti-soviética. Maramzin fue
sentenciado a cinco años en un campo de trabajos forzados, aunque su sentencia
se conmutó un año y unos meses después para “permitirle” emigrar. Zheifetz, que
había escrito el prólogo de aquel libro mecanografiado, un texto no muy largo
titulado “Joseph Brodsky y nuestra generación”, tuvo menos suerte: cumplió
cuatro años de trabajos forzados en un lager y dos
años más del llamado “exilio interno” (una suerte de prisión domiciliaria en un
pueblo de Siberia).
Hasta
1987, fecha en que su Premio Nobel coincidió con las llamadas perestroika y glásnost, ningún
texto de Brodsky será publicado en la Unión Soviética.
IV
Pocas
opiniones resumen mejor la novedad que fue Brodsky para el mundo soviético que
las palabras con que Lev Losev describe la profunda impresión que sintió al
escuchar al poeta leer en un departamento leningradense su balada “Colinas”:
“Me di cuenta de que al fin habían poemas como los que yo había soñado, incluso
sin conocerlos… Era como si se hubiera abierto una puerta a un espacio abierto
que no conocíamos y del que no habíamos oído hablar. No sabíamos que la poesía
rusa, la lengua rusa, la conciencia rusa, pudiera contener esos espacios”.
A
mediados de los años 70, la poesía de Brodsky toma distancia de los credos de
la lírica rusa clásica. Su vocabulario se amplía (incluyendo registros
voluntariamente “anti-poéticos”) y su sintaxis se vuelve más flexible.
Sinuosos enjambements facilitan una suerte de progresión
litúrgica, que se aprecia mejor si escuchamos los poemas en la voz de su autor.
En
ese libro casi perfecto que es Часть речи, Parte de la oración, donde se recogen algunos de sus
poemas más conocidos, hay también muchos momentos de calembour que conviven con otros de tono elegíaco.
El lenguaje es el absoluto protagonista: Brodsky parece haber encontrado una
manera de escapar a la maldición histórica del poeta ruso, incapaz de florecer
lejos de su tierra natal. Sin embargo, la concisión y elegancia de ese libro no
puede apreciarse del todo en la versión al inglés, supervisada por el autor. Es
una idea muy extendida, que se resume en una frase de Robert Hass, cuando dijo
que al leer a Brodsky en inglés tenía la sensación de “caminar entre las ruinas
de lo que alguna vez fue un noble edificio”. Charles Simic opina que Brodsky
hizo mal al mantener rima y métrica en las versiones al inglés. Y John Bayley
cree que esa insistencia fue lo que convirtió a un poeta de primera (Brodsky en
ruso) en un poema de segunda (Brodsky en inglés). La realidad es un poco más
complicada. En el trayecto que va desde los Selected Poems traducidos
por George L. Kline y editados en 1973, y A Part of Speech (1980),
donde se incluye el trabajo de hasta diez traductores, incluido el propio
autor, pueden rastrearse las huellas de un nuevo trabajo poético que, aunque
tiene el ruso como idioma central, está marcado por su experiencia de una nueva
lengua y una nueva vida. Brodsky traduce sus antiguos textos, corrige las
traducciones de otros, escribe sus primeros poemas en inglés e instaura eso que
un crítico llama “efecto doppler” lingüístico entre las experiencias pasadas y
las exigencias del presente. El procedimiento se completa en A Urania (1988), tal vez el libro más
“representativo” de ese proceso de revisión. Sin embargo, no se trató de una
actitud deliberada. El propio poeta ha reconocido que estaba más interesado en
el proceso de creación durante la
composición del poema que en “la vida del producto” (organizar sus resultados
en forma de libro). Esta indiferencia organizativa, digamos, “empeora” en las
versiones al inglés de sus libros, donde, según su propia confesión, “uno
básicamente incluye los poemas que en determinado momento han sido traducidos
de manera más o menos civilizada”.
Por
eso para rastrear el trayecto estético de Brodsky es mejor atenerse a sus
ediciones en ruso. Lo esencial de su obra poética está en cuatro libros: Конец прекрасной эпохи (Fin de la
bella época), que incluye poemas fechados entre 1964 y 1971; Часть речи (Parte de la oración),
que abarca desde 1972 a 1976; Урания (Urania) (con
ediciones en 1987 y 1989) y Пейзаж с наводнением (Paisaje con inundación), de 1996; recombinados luego en
diversas recopilaciones. La fecha de su exilio funciona aquí como una especie
de marcador psicológico, aunque el propio Brodsky insistió en que no veía una
diferencia esencial en su poética al menos hasta 1974. Como sucedía en la
propia vida, le era difícil salir del proceso para observar los cambios. Pero a
partir de 1974, el discurso, digamos metafísico, con que la poesía de Brodsky
muestra las preocupaciones esenciales del individuo, empieza a cambiar.
(…)
Se
trata, también, de una máscara irónica. El vate omnipotente ha desaparecido.
Aquel ser capaz de nombrar todas las cosas se disuelve en un tropel de
sensaciones: el hombre queda reducido a un cuerpo, y la mente a una voz. Las
maneras en que el poeta se refiere a sí mismo son las de un hombre ordinario: un
cuerpo en prematura decadencia (piel flácida, dientes cariados, calvicie
incipiente…) analizado desde su mero lugar en el espacio. Así, también la voz
poética participa de cierta solidaridad con aquello que ha sido destruido por
la rabia del tiempo. El único consuelo parece ser la certeza de una vida
orgánica que continúa después de la desaparición de lo humano: esa termita que
cierra “El busto de Tiberio” (o el ratón de “Torso”, o los moluscos al final de
“Una segunda Navidad a orillas…” y de “Observaciones varias. Calor en el
rincón…”) son un recordatorio de que toda gloria, e incluso la historia, acaba
siempre en ruina y alimento para los gusanos.
Los
escenarios de esa voz desencantada también se multiplican: Inglaterra, Venecia,
Roma, México, Lisboa… Y aunque Rusia queda lejos hay un sustituto inmejorable,
omnipresente, más concentrado y mejor que el viejo Imperio: un idioma cuyo
nivel de pureza consigue escapar de los constreñimientos de la realidad. El
resultado es una poesía en la que escasea lo banal, donde cada línea es una
respuesta nueva, el fruto de una actividad cerebral constante. Inmerso en esa
lengua que recrea sin cesar, Brodsky –según ha dicho la poeta Bella Ajmadulina–
fue al mismo tiempo “el jardín y el jardinero”. Su relación poética con la
lengua rusa está resumida en un pasaje de Herodoto que él mismo recordó en una
entrevista. En el cuarto libro de sus Historias, Herodoto
alude a los escitas, “tribu que vivía al norte de Thanais”, con el extraño
nombre de budini. Esos budini son descritos en términos muy generales:
construían botes, casas y templos de madera. Pero sobre todo –y Brodsky dice
haber comprobado, estupefacto, la cita en el original griego– “estaban
completamente asombrados de su propio lenguaje”.
Para
dar forma a ese “extrañamiento”, a ese asombro de la propia lengua, Brodsky se
valió de una estructura poco habitual en la tradición rusa: la “carcasa” de los
poemas extensos, tanto en la tradición narrativa de Kantemir, Derzhavin y
Baratinsky, como en la más lírica de los poemas extensos de Tsvietáieva. Los
poemas largos no eran muy comunes en la tradición rusa del siglo XIX y
principios del XX. Brodsky opinaba que la poética rusa había impedido el
desarrollo de un pensamiento, y que la lírica había centrado sus logros en la
“pequeña escala”. Su poesía, en cambio, quiso cambiar de formato: adaptar el
molde de las estrofas largas a la naturaleza de otros temas que no figuraban en
la poesía narrativa del XVIII. Su amigo, el también poeta Evgueni Rein, opina
que las cualidades innovadoras de Brodsky tienen que ver con ese prosaísmo
esencial, con ese talento prosaico, que le permitió conservar ciertas
estructuras métricas y, al mismo tiempo, suplantar una poética convencional.
“Forma romántica + contenido moderno”, predicó Brodsky más de una vez.
La
métrica y la rima siguieron jugando un papel esencial porque para Brodsky el
verso era una reencarnación del tiempo: debía imitar sus movimientos y aspirar
a una suerte de lento y mesurado oleaje, ni demasiado emocional ni demasiado brillante.
“Lo que llamamos música del poema –escribió– es en esencia tiempo
reestructurado de tal manera que concentra el contenido en un foco
lingüísticamente inevitable, memorable”. Pero en cierto momento, Brodsky
decidió prescindir de recursos líricos característicos y conocidos (el
tetrámetro, las estrofas pequeñas, el uso copulativo del que para acompañar las subordinadas) y jugar con
tropos más propios de la tradición metafísica o barroca, incluso del
conceptismo, traspasados a un formato extenso, que tiene algo –se diría– de
salmodia cinematográfica. Cada verso de esos nuevos poemas, se ha dicho, es una
especie de pensamiento acelerado, recreado en un nuevo vocabulario y con una
sintaxis poco habitual. Llegado a ese punto, Brodsky era ya un buen ejemplo de
una paradoja moderna: la “tradición de la ruptura”.
Algo
–o mucho– tuvo esto que ver con la poesía anglosajona, que Brodsky descubrió
desde los comienzos de su carrera. En el pasado, la poesía rusa se había aliado
con el francés y la tradición latina para ignorar la tradición
anglo-norteamericana (a pesar de la gran influencia de Byron, que hizo del
poeta ruso un héroe por obligación). A Brodsky en cambio, la poesía metafísica
inglesa (Donne y Herbert, sobre todo) le reveló una nueva retórica lírica, que
es la que aparece en sus mejores poemas de los años 1973-1980: “El grito del
halcón en el otoño”, “Quinto aniversario”, “Canción de cuna de Cape Cod”…
La
distancia aportada por el exilio también propició que la poesía de Brodsky
consiguiera hablar de la historia y la política con un tono inédito en la tradición
rusa: cierta neutralidad anti-propagandística, que supera incluso las lecciones
de sus maestros anglosajones: Lowell, Spender y Auden.
(…)
Pero
Brodsky nunca llega a ser un “poeta político”, ni siquiera un “poeta civil”. La
política le parece una especie de ruido. A veces queda registrado y forma parte
del material poético, pero más a menudo el poeta prefiere arrancar con una
serie de meditaciones laterales al asunto tratado. Sus poemas “comienzan con
una especie de zumbido” (Losev), que se amplifica luego en un crescendo de imágenes sorprendentes. Esa mezcla
originalísima de ideas y sensaciones es su única ideología, y por eso acude
muchas veces a metáforas científicas o sacadas del discurso específico,
neutral. La política, aquí, no debe nunca trascender lo anecdótico pues
envilecería el nivel del discurso.
“Creo
que crecí –confiesa en una entrevista– en un tipo de ambiente cultural que
siempre consideró las conversaciones sobre política como algo muy bajo: el
gobierno, el Estado, eran sólo objetos de broma y no de consideraciones serias.
No podía tomármelos en serio”. Un ejemplo de lo anterior: él y Ajmátova se
referían a Stalin o a las sucesivas encarnaciones del poder soviético con el
sobrenombre de Barmalei, el ogro, tan cómico como terrible, de un conocido
relato infantil de Kornei Chukovski.[8] Para
su amigo Dovlátov, por esos años “Brodsky no vivía en un estado proletario,
sino en el monasterio de su propio espíritu. No luchó contra el régimen.
Simplemente lo ignoró”. “La verdadera libertad –dice en uno de sus poemas más
célebres– es cuando ya no recuerdas el nombre del tirano”.
(…)
V
Parte
del discurso muestra todavía cierto equilibrio, resultado
de la voluntad crítica de una conciencia insatisfecha que procede más por
refinamiento que por ruptura, trazos evolutivos en vez de un cambio brusco de
registro. El tema de esa serie de poemas que da título al libro no es otro que
el lenguaje, la obsesión por el idioma permeando todas las otras cuestiones que
podrían llamarse “personales”. Esos poemas anuncian la primera parte de un
proceso imparable en la poesía de Brodsky: la separación entre (el) sujeto y
(lo) predicado, la descolocación verbal que acompaña la progresiva
insignificancia social del rol del poeta.
El
discurso con que recibió el Nobel en 1987 resume con elegancia esta fe
negativa: la intrascendencia espacial de lo humano, su radical transitoriedad
que lo obliga al consuelo temporal de una palabra poética a imagen y semejanza
del más natural de todos los elementos: el agua. En ese sentido, a diferencia
de su querido Donne y su andamiaje metafísico, Brodsky es un poeta
eminentemente físico, cuyo tema fundamental es la
encrucijada entre el espacio, el tiempo y los sentidos. Hay una especie de
descolocación o condición irreconciliable entre estas piezas que obsesiona al
poeta: “el espacio es ausencia de cuerpo en cada punto”, “sólo para el sonido
el espacio es estorbo/ el ojo no se lamenta por la falta de eco”. Ningún otro
poeta contemporáneo habla tanto de la intemperie. Su musa no es Calíope, ni
Tersícore, ninguna de sus artísticas hermanas asociadas con emociones y
sentidos, sino Urania, musa de la astronomía, “más vieja que Clío”, matrona del
conocimiento estelar, del espacio puro, de esas extensiones heladas en medio de
las cuales el hombre es tan accidente como una morrena, el derrubio lodoso
formado por las piedras y el barro que arrastra un glaciar. (A Urania dedicó
Brodsky un poema que comienza como epitafio irónico: “Tiene un límite todo,
incluso la tristeza…”).
Poco
a poco, Brodsky consigue desgarrar ese abanico analógico que es la prosa del
mundo para entrar en el reino de lo bizarro. Alguna vez definió uno de sus
poemas como “una mezcla de Mozart y de Beckett”. Es una boutade que hace pensar. Muchos de sus poemas
abandonaron el imperativo musical para dejar lugar a la ironía: cada vez menos
Mozart y cada vez más Beckett. Al desertar del monolingüismo, también se empezó
a alejar de una idea de perfección formal que funcionaba como principio
constructivo. Sus últimos poemas, los recogidos en So Forth, pueden leerse como evidencias de un doble
proceso: el fin de un mundo y el comienzo de otro. Muchos fueron escritos
directamente en inglés –un inglés con limitaciones– y a menudo vuelven sobre
temas ya tratados en libros anteriores. Algunos críticos se quejan de errores
de construcción sintáctica y deslices verbales, cierta puerilidad en las rimas
o a una mayor cuota de frivolidad. Su capacidad metafórica para llevar el
lenguaje más allá de lo previsible parece haber empezado a debilitarse. Y
aunque su muerte fue, sin duda, prematura, al leer en orden cronológico la
poesía de Brodsky uno tiene la impresión de un ciclo cerrado, de haber llegado
a la estación final de un trayecto. Hay grandes poemas en ese libro final, pero
el conjunto ha perdido la fuerza de libros anteriores.
Incluso
a esas alturas de su exitoso exilio, Brodsky seguía siendo un poeta ruso (no
está de más recordar que sólo un tercio de sus poemas escritos en esa lengua
fueron traducidos mientras él vivió). Al intentar pasarse al inglés dejó atrás
la versatilidad de un sistema acentual y las variedades morfológicas derivadas
de las declinaciones, que permitían varias terminaciones en las mismas
palabras. Así, mientras buscaba mantener la métrica y la rima del original, en
realidad se desplazaba de un sistema de armonía cerrada a otro en el que eran
casi imposibles varios de sus giros distintivos.
Al
explicar la impresión que le causó su primera lectura de Mandelshtam, Brodsky
habla de esa “inexorabilidad lingüística” que trasmite todo gran poeta: la
sensación de que algo sólo puede ser dicho como aparece en ciertos versos. “Eso
es lo que distingue con toda certeza a un gran poeta. Después de esto, hablas
ya en otra lengua”. Se trata, por supuesto, de un ars poetica poco compatible con la traducción.
Sin
embargo, Brodsky supo, como se dice, “hacer de la necesidad virtud”. De la
misma manera que su resumen evolutivo de la historia humana incluye un pez
boqueando en la arena, que acaba por convertirse en otra especie, y esa, a su
vez, en otra, hasta llegar a nuestros antepasados más cercanos, la evolución
poética de Brodsky pasó por el abandono del monolingüismo.
(…)
Ya
casi no traduzco del ruso. Me cuesta mucho, por la falta de práctica, y porque
ya he perdido el oído en ese idioma. Cuando se está inmerso en un medio
lingüístico tan singular como el ruso, uno “respira” de manera diferente la
música del verso. Fuera, todo es más complicado y frustrante: un pez boqueando
en la arena. Sin embargo, con Brodsky siempre estoy tentado de hacer versiones,
tal vez porque en su poesía hay también un esfuerzo por comunicar cierta
universalidad, cierta trascendencia. Ojalá algo de ese empeño llegue al lector
de las páginas que siguen.
***
ELEGÍA
MAYOR A JOHN DONNE
John Donne está dormido. Y todo alrededor.
Duerme el piso, la cama, los cuadros, las paredes,
la mesa, las alfombras, el cerrojo y la aldaba,
la cómoda, el ropero, la vela, las cortinas.
Dormidos la botella, el vaso, las jofainas,
el pan y su cuchillo, porcelana y cristal,
la vajilla, el reloj, la lámpara pequeña,
ropa blanca y armarios, los frascos, la escalera
y las puertas, dormidas. En todo está la noche.
Y la noche está en todo: late en cada rincón,
en los ojos, las sábanas, los papeles, la mesa,
en el discurso a punto y en todas sus palabras,
en el montón de leña del hogar aterido,
en las grandes tenazas, la ceniza, el carbón.
En chaquetas y botas, las medias y las sombras
del espejo y la alcoba, la silla y su espaldar,
de nuevo la jofaina, sábanas, crucifijo,
la escoba de la entrada, pantuflas y sillón.
Se durmió la ventana, la nieve en la ventana,
el blanquísimo alero del tejado vecino
que termina en mantel. Y el barrio en ese marco.
Se han dormido los arcos, los muros, las ventanas,
adoquines, fachadas, rejas, mazos de flores,
(no rechina una rueda ni se enciende una luz),
las verjas, su ornamento, las cadenas, los postes.
Dormidos los portones, los ganchos, las manijas,
cerrojos, picaportes, pestillos y balcón.
No se oye ningún ruido, ni un susurro, ni un golpe.
Sólo la nieve cruje. Todo duerme. Y aún falta
para el amanecer. Castillos y prisiones.
Balanzas de pescado, los cerdos en canal,
las casas, los traspatios. Y los perros de presa.
Y en los sótanos, gatos con orejas enhiestas.
Los ratones, la gente. Todo Londres ya duerme
con un sueño profundo. El velero en el puerto.
Bajo su casco, el agua nevada balbucea
en su sueño y se funde con el cielo dormido.
John Donne está dormido. Y el mar junto con él.
Y la costa, tan blanca como cal, junto al mar.
La isla entera sumida en un único sueño.
Y hay justo tres candados para cada jardín.
Duermen arces y pinos, olmos, cedros y abetos,
laderas de montaña, arroyuelos y sendas.
Duerme el lobo y las zorras. Y el oso en su guarida.
La nieve ya ha cegado todas las madrigueras.
También duermen los pájaros. No se escucha su canto.
Ni siquiera en la noche el graznido del cuervo,
la lechuza y su risa. Calla la inmensa Albión.
Una estrella titila. Corre un ratón, furtivo.
Todo duerme. Reposan en paz todos los muertos
en sus féretros. Mientras, en sus lechos, los vivos
duermen en camisones tan anchos como mares.
Solos. Profundamente. Algunos, abrazados.
Todo duerme. Los ríos, las montañas, el bosque,
las fieras y las aves, el mundo muerto, el vivo;
sólo hay nieve cayendo de este cielo nocturno.
Pero también encima, sobre nuestras cabezas,
todos duermen. Los ángeles se olvidaron del mundo
azaroso y los santos duermen en su vergüenza
santa. Gehena duerme, y el bello Paraíso.
A esta hora no hay nadie que se atreva a salir.
El Señor se ha dormido. La tierra le es ajena.
Los ojos no ven nada, nada capta el oído.
También el diablo duerme. Y a su lado, dormida,
reposa la discordia sobre los blancos prados
de la campiña inglesa. Los jinetes ya duermen.
Y duerme la trompeta divina del arcángel.
Los caballos, dormidos, se mecen en el sueño.
Los querubines duermen juntos bajo la cúpula
de la iglesia de Pablo: sin ninguna canción.
John Donne está dormido. Se han dormido sus versos.
Imágenes y ritmos. El hallazgo feliz
junto a la rima floja. Vicio, angustia y pecados
callados por igual, reposan en sus sílabas.
Cada verso le dice al vecino de al lado
“por favor, hazme sitio”. Pero ya están tan lejos
de las puertas del Cielo, son tan pobres y densos
y puros que parecen encarnar la unidad.
Todas las líneas duermen. Y duerme la severa
cúpula de los yambos. Los córeos, a ambos lados,
son como centinelas que también se han dormido.
Y duerme la visión en aguas del Leteo.
Hay algo más: la Fama duerme profundamente.
Las desgracias, dormidas. El sufrimiento duerme.
Y a su lado, los vicios. El Mal abraza al Bien.
Los profetas ya duermen. Una blanca nevada
se afana en el espacio buscando manchas negras.
Todo, por fin, dormido. Los libros, apilados,
los ríos de palabras, cubiertos por el hielo
del sucesivo olvido. Y duermen los discursos,
con todas sus verdades, las cadenas de ideas
sueltan gemidos sordos desde cada eslabón.
Todo ha sido cubierto por un profundo sueño.
Los santos, el Demonio, sus pérfidos sirvientes.
Sus hijos, sus amigos. Sólo se oye el susurro
de la nieve cubriendo los oscuros senderos
en todas las esquinas de esta inmensa región.
Duerme el piso, la cama, los cuadros, las paredes,
la mesa, las alfombras, el cerrojo y la aldaba,
la cómoda, el ropero, la vela, las cortinas.
Dormidos la botella, el vaso, las jofainas,
el pan y su cuchillo, porcelana y cristal,
la vajilla, el reloj, la lámpara pequeña,
ropa blanca y armarios, los frascos, la escalera
y las puertas, dormidas. En todo está la noche.
Y la noche está en todo: late en cada rincón,
en los ojos, las sábanas, los papeles, la mesa,
en el discurso a punto y en todas sus palabras,
en el montón de leña del hogar aterido,
en las grandes tenazas, la ceniza, el carbón.
En chaquetas y botas, las medias y las sombras
del espejo y la alcoba, la silla y su espaldar,
de nuevo la jofaina, sábanas, crucifijo,
la escoba de la entrada, pantuflas y sillón.
Se durmió la ventana, la nieve en la ventana,
el blanquísimo alero del tejado vecino
que termina en mantel. Y el barrio en ese marco.
Se han dormido los arcos, los muros, las ventanas,
adoquines, fachadas, rejas, mazos de flores,
(no rechina una rueda ni se enciende una luz),
las verjas, su ornamento, las cadenas, los postes.
Dormidos los portones, los ganchos, las manijas,
cerrojos, picaportes, pestillos y balcón.
No se oye ningún ruido, ni un susurro, ni un golpe.
Sólo la nieve cruje. Todo duerme. Y aún falta
para el amanecer. Castillos y prisiones.
Balanzas de pescado, los cerdos en canal,
las casas, los traspatios. Y los perros de presa.
Y en los sótanos, gatos con orejas enhiestas.
Los ratones, la gente. Todo Londres ya duerme
con un sueño profundo. El velero en el puerto.
Bajo su casco, el agua nevada balbucea
en su sueño y se funde con el cielo dormido.
John Donne está dormido. Y el mar junto con él.
Y la costa, tan blanca como cal, junto al mar.
La isla entera sumida en un único sueño.
Y hay justo tres candados para cada jardín.
Duermen arces y pinos, olmos, cedros y abetos,
laderas de montaña, arroyuelos y sendas.
Duerme el lobo y las zorras. Y el oso en su guarida.
La nieve ya ha cegado todas las madrigueras.
También duermen los pájaros. No se escucha su canto.
Ni siquiera en la noche el graznido del cuervo,
la lechuza y su risa. Calla la inmensa Albión.
Una estrella titila. Corre un ratón, furtivo.
Todo duerme. Reposan en paz todos los muertos
en sus féretros. Mientras, en sus lechos, los vivos
duermen en camisones tan anchos como mares.
Solos. Profundamente. Algunos, abrazados.
Todo duerme. Los ríos, las montañas, el bosque,
las fieras y las aves, el mundo muerto, el vivo;
sólo hay nieve cayendo de este cielo nocturno.
Pero también encima, sobre nuestras cabezas,
todos duermen. Los ángeles se olvidaron del mundo
azaroso y los santos duermen en su vergüenza
santa. Gehena duerme, y el bello Paraíso.
A esta hora no hay nadie que se atreva a salir.
El Señor se ha dormido. La tierra le es ajena.
Los ojos no ven nada, nada capta el oído.
También el diablo duerme. Y a su lado, dormida,
reposa la discordia sobre los blancos prados
de la campiña inglesa. Los jinetes ya duermen.
Y duerme la trompeta divina del arcángel.
Los caballos, dormidos, se mecen en el sueño.
Los querubines duermen juntos bajo la cúpula
de la iglesia de Pablo: sin ninguna canción.
John Donne está dormido. Se han dormido sus versos.
Imágenes y ritmos. El hallazgo feliz
junto a la rima floja. Vicio, angustia y pecados
callados por igual, reposan en sus sílabas.
Cada verso le dice al vecino de al lado
“por favor, hazme sitio”. Pero ya están tan lejos
de las puertas del Cielo, son tan pobres y densos
y puros que parecen encarnar la unidad.
Todas las líneas duermen. Y duerme la severa
cúpula de los yambos. Los córeos, a ambos lados,
son como centinelas que también se han dormido.
Y duerme la visión en aguas del Leteo.
Hay algo más: la Fama duerme profundamente.
Las desgracias, dormidas. El sufrimiento duerme.
Y a su lado, los vicios. El Mal abraza al Bien.
Los profetas ya duermen. Una blanca nevada
se afana en el espacio buscando manchas negras.
Todo, por fin, dormido. Los libros, apilados,
los ríos de palabras, cubiertos por el hielo
del sucesivo olvido. Y duermen los discursos,
con todas sus verdades, las cadenas de ideas
sueltan gemidos sordos desde cada eslabón.
Todo ha sido cubierto por un profundo sueño.
Los santos, el Demonio, sus pérfidos sirvientes.
Sus hijos, sus amigos. Sólo se oye el susurro
de la nieve cubriendo los oscuros senderos
en todas las esquinas de esta inmensa región.
Pero, escucha, allá lejos, entre heladas tinieblas
alguien llora y susurra, como atemorizado.
Alguien allá se encuentra a merced del invierno.
Y gime, entre las sombras. ¡Es tan fina su voz!
Fina como una aguja. Pero sin hilo alguno.
Y boga entre la nieve. Solitaria, zurciendo
la tela de la noche con el amanecer.
En torno, sólo el frío. ¡Qué tono tan agudo!
“¿Quién llora allí, quién gime? ¿Acaso tú, mi ángel,
que aguardas en la nieve como aquellos que esperan
la vuelta del verano, o un amor que regrese
entre sombras, a casa? ¿Eres ese que grita
entre la oscuridad?”. Pero nadie responde.
“¿O acaso son ustedes, divinos querubines?
El sonido del llanto recuerda un coro triste.
¿No se habrán decidido a abandonar de pronto
mi catedral dormida? ¿Son ustedes, tal vez?”
Silencio. “¿Eres tú, Pablo?” Pero no, no lo creo,
pues tu voz se ha cascado con severos discursos.
“¿Serás tú, cabizbajo y canoso, quien llora?”
Pero sólo el silencio llega como respuesta.
“¿Me habrá dejado ciego la mano que aquí abajo
se encuentra por doquier? ¿Acaso serás tú,
mi divino Señor? Disculpa si mi idea,
te parece algo absurda, pero ¡suena tan alta
esa voz que solloza! Silencio. ¿Quizás tú
Gabriel, fue quien sopló la divina trompeta
y alguien ladra a tu lado? Abro apenas los ojos
y todos los jinetes ensillan sus caballos.
Sigue todo en reposo. En brazos de la sombra.
Los galgos abandonan los cielos en tropel.
“¿No serás tú, Gabriel, ese que en pleno invierno,
solo con su trompeta, libera la emoción?”
alguien llora y susurra, como atemorizado.
Alguien allá se encuentra a merced del invierno.
Y gime, entre las sombras. ¡Es tan fina su voz!
Fina como una aguja. Pero sin hilo alguno.
Y boga entre la nieve. Solitaria, zurciendo
la tela de la noche con el amanecer.
En torno, sólo el frío. ¡Qué tono tan agudo!
“¿Quién llora allí, quién gime? ¿Acaso tú, mi ángel,
que aguardas en la nieve como aquellos que esperan
la vuelta del verano, o un amor que regrese
entre sombras, a casa? ¿Eres ese que grita
entre la oscuridad?”. Pero nadie responde.
“¿O acaso son ustedes, divinos querubines?
El sonido del llanto recuerda un coro triste.
¿No se habrán decidido a abandonar de pronto
mi catedral dormida? ¿Son ustedes, tal vez?”
Silencio. “¿Eres tú, Pablo?” Pero no, no lo creo,
pues tu voz se ha cascado con severos discursos.
“¿Serás tú, cabizbajo y canoso, quien llora?”
Pero sólo el silencio llega como respuesta.
“¿Me habrá dejado ciego la mano que aquí abajo
se encuentra por doquier? ¿Acaso serás tú,
mi divino Señor? Disculpa si mi idea,
te parece algo absurda, pero ¡suena tan alta
esa voz que solloza! Silencio. ¿Quizás tú
Gabriel, fue quien sopló la divina trompeta
y alguien ladra a tu lado? Abro apenas los ojos
y todos los jinetes ensillan sus caballos.
Sigue todo en reposo. En brazos de la sombra.
Los galgos abandonan los cielos en tropel.
“¿No serás tú, Gabriel, ese que en pleno invierno,
solo con su trompeta, libera la emoción?”
“No, John Donne, soy tu alma”. Que a solas,
afligida,
me lamento en el Cielo. Por haber dado a luz
con mi propio trabajo todas esas ideas:
pesan como cadenas. Pero con esa carga
te alzaste entre pasiones y pecados, más alto.
Y fuiste como un pájaro que voló sobre el pueblo,
los tejados, los mares y el lejano confín.
Descubriste el Infierno, el que habita en nosotros,
y ese que nos aguarda, atento, en las afueras.
Pero viste también la luz del Paraíso,
que circundan a coro las pasiones más tristes.
Y te fue dado verlo: la vida es como tu isla.
En medio del océano, de pronto te encontraste
cubierto solamente de tinieblas y truenos.
Sobrevolaste a Dios y apuraste el regreso.
Pero tienes un lastre que te impide elevarte
hasta allí donde el mundo son apenas cien torres
y las cintas de ríos; donde, si contemplamos
desde tan alto el Juicio Final no nos da miedo.
Un país donde el clima es siempre inalterable,
y todo nos parece el sueño de un enfermo:
el Señor, desde allí, es esa luz lejana
que brilla en la ventana una noche sombría.
Hay campos que el arado no ha mordido hace siglos.
Sólo el bosque levanta muros en derredor,
sólo la lluvia danza sobre las altas hierbas.
Y el primer leñador que esos predios cabalgue
con miedo en la espesura subirá al alto pino
por si divisa un fuego en el medio del valle.
Todo son lejanías y confines inciertos.
La mirada resbala despacio en los tejados.
Hay demasiada luz. No han ladrado los perros.
Y tampoco se escuchan repiques de campanas.
De pronto advertirá que todo está muy lejos.
Tirará de las bridas, se adentrará en el bosque.
Y al instante las bridas, el caballo, el trineo,
y hasta él mismo se vuelven algún bíblico sueño.
Y me lamento, y lloro. Porque ya no hay salida.
Está escrito que debo regresar a esas piedras.
Nunca podré alcanzarlo habitando esta carne.
Sólo con ella muerta podré volver allí.
Sí, sí, me quedo sola. Te dejo para siempre,
enterrada mi luz, para siempre olvidado.
¡Y cuánto me tortura el estéril deseo
de seguirte y zurcir esta separación!
Mas ¡silencio! Mi llanto altera tu reposo,
sin fundirse la nieve se agita entre tinieblas,
va zurciendo lo roto, aguja que va y viene.
No soy yo la que llora, John Donne, son tus lamentos,
yaces en soledad y tu vajilla duerme
en las estanterías mientras la nieve vuela
desde el oscuro cielo; mientras la nieve vuela
sobre tu casa en sueños: rara revelación.”
me lamento en el Cielo. Por haber dado a luz
con mi propio trabajo todas esas ideas:
pesan como cadenas. Pero con esa carga
te alzaste entre pasiones y pecados, más alto.
Y fuiste como un pájaro que voló sobre el pueblo,
los tejados, los mares y el lejano confín.
Descubriste el Infierno, el que habita en nosotros,
y ese que nos aguarda, atento, en las afueras.
Pero viste también la luz del Paraíso,
que circundan a coro las pasiones más tristes.
Y te fue dado verlo: la vida es como tu isla.
En medio del océano, de pronto te encontraste
cubierto solamente de tinieblas y truenos.
Sobrevolaste a Dios y apuraste el regreso.
Pero tienes un lastre que te impide elevarte
hasta allí donde el mundo son apenas cien torres
y las cintas de ríos; donde, si contemplamos
desde tan alto el Juicio Final no nos da miedo.
Un país donde el clima es siempre inalterable,
y todo nos parece el sueño de un enfermo:
el Señor, desde allí, es esa luz lejana
que brilla en la ventana una noche sombría.
Hay campos que el arado no ha mordido hace siglos.
Sólo el bosque levanta muros en derredor,
sólo la lluvia danza sobre las altas hierbas.
Y el primer leñador que esos predios cabalgue
con miedo en la espesura subirá al alto pino
por si divisa un fuego en el medio del valle.
Todo son lejanías y confines inciertos.
La mirada resbala despacio en los tejados.
Hay demasiada luz. No han ladrado los perros.
Y tampoco se escuchan repiques de campanas.
De pronto advertirá que todo está muy lejos.
Tirará de las bridas, se adentrará en el bosque.
Y al instante las bridas, el caballo, el trineo,
y hasta él mismo se vuelven algún bíblico sueño.
Y me lamento, y lloro. Porque ya no hay salida.
Está escrito que debo regresar a esas piedras.
Nunca podré alcanzarlo habitando esta carne.
Sólo con ella muerta podré volver allí.
Sí, sí, me quedo sola. Te dejo para siempre,
enterrada mi luz, para siempre olvidado.
¡Y cuánto me tortura el estéril deseo
de seguirte y zurcir esta separación!
Mas ¡silencio! Mi llanto altera tu reposo,
sin fundirse la nieve se agita entre tinieblas,
va zurciendo lo roto, aguja que va y viene.
No soy yo la que llora, John Donne, son tus lamentos,
yaces en soledad y tu vajilla duerme
en las estanterías mientras la nieve vuela
desde el oscuro cielo; mientras la nieve vuela
sobre tu casa en sueños: rara revelación.”
Como si fuera un pájaro, que reposa en su nido:
le confiesa a una estrella —oculta entre las nubes—
de una vez y por todas sus ganas de pureza:
una senda intachable, ansias de mejor vida.
Semejante a los pájaros, tiene un alma inocente:
su senda terrenal, que atraviesa el pecado,
luce más natural que un nido de corneja
sobre los nidos grises de los estorninos.
Como si fuera un pájaro, despertará mañana
Reposa ahora debajo de ese blanco edredón
que ha zurcido la nieve al enhebrar con sueños
el espacio entre su alma y su cuerpo dormido.
Todo duerme. Ya esperan su final unos versos
que han abierto sus bocas con dientes disparejos,
dejémosle el amor terrenal a los vates
y el otro, espiritual, que sea carne de fraile.
Da igual sobre qué rueda vertamos estas aguas
pues seguirán moliendo el pan de cada día:
es cierto que podemos compartir nuestra vida,
mas ¿quién compartirá con nosotros la muerte?
Raída está esa tela; quien se esfuerza, la rompe.
Desde cualquier extremo. Se va, vuelve otra vez,
más tarde sufrirá con un nuevo tirón.
Pues sólo el firmamento celeste entre tinieblas
puede empuñar a veces la aguja de los sastres.
¡Duerme, duerme, John Donne! Duerme, y no te atormentes.
He descubierto muchos huecos en tu casaca.
Ahora, colgada y triste. Quizá asome, entre nubes,
la estrella que tu mundo conservó tantos años.
le confiesa a una estrella —oculta entre las nubes—
de una vez y por todas sus ganas de pureza:
una senda intachable, ansias de mejor vida.
Semejante a los pájaros, tiene un alma inocente:
su senda terrenal, que atraviesa el pecado,
luce más natural que un nido de corneja
sobre los nidos grises de los estorninos.
Como si fuera un pájaro, despertará mañana
Reposa ahora debajo de ese blanco edredón
que ha zurcido la nieve al enhebrar con sueños
el espacio entre su alma y su cuerpo dormido.
Todo duerme. Ya esperan su final unos versos
que han abierto sus bocas con dientes disparejos,
dejémosle el amor terrenal a los vates
y el otro, espiritual, que sea carne de fraile.
Da igual sobre qué rueda vertamos estas aguas
pues seguirán moliendo el pan de cada día:
es cierto que podemos compartir nuestra vida,
mas ¿quién compartirá con nosotros la muerte?
Raída está esa tela; quien se esfuerza, la rompe.
Desde cualquier extremo. Se va, vuelve otra vez,
más tarde sufrirá con un nuevo tirón.
Pues sólo el firmamento celeste entre tinieblas
puede empuñar a veces la aguja de los sastres.
¡Duerme, duerme, John Donne! Duerme, y no te atormentes.
He descubierto muchos huecos en tu casaca.
Ahora, colgada y triste. Quizá asome, entre nubes,
la estrella que tu mundo conservó tantos años.
Notas
[1] Ernesto Hernández Busto nació en Cuba en
1968. Estudió Matemáticas en Rusia, y luego Literatura en su tierra natal. En
1991 se instaló en México, y desde 1999 reside en Barcelona. Es poeta y
traductor, en particular de poesía rusa, japonesa, latina, inglesa e italiana.
La
introducción (que este artículo reproduce parcialmente, con la inevitable
pérdida de su original organicidad) y el poema son parte de un libro excelente
que aprovechamos para recomendar: Brodsky, Joseph, El explorador polar
-antología poética bilingüe (traducciones de Ernesto Hernández
Busto y Ezequiel Zaidenwerg). Killer71ediciones, España, 2018.
[2] Muchos años después, en 1976,
Susan Sontag también quedará fascinada por la manera en que Brodsky no tenía
miedo de abordar los “grandes temas” y dejará en sus diarios una anotación en
la que reprocha a la poesía norteamericana ser “anti-intelectual”: “la gran
poesía tiene ideas”.
[3] Adam Kirsch, “Derek
Walcott and the Poetry of Liberalism”, The New York Times, 20 de
marzo de 2017.
[4] “Ustedes, los liberals,
escribió alguna vez, deberían tratar de resolver un problema en vez de difundir
su energía por todo el mundo”.
[5] A las intrigas de éste atribuye
que, entre los escritores rusos se difundiera primero el rumor de que su salida
de Rusia había sido voluntaria. Y aunque Evtushenko lo negó, Brodsky se fue a
la tumba con la certeza de que aquél había servido como “consultor literario”
de la KGB para su “caso”. En 1987, luego de haber recibido el Nobel, Brodsky
incluso presentó su renuncia a la Academia Norteamericana de Artes y Letras,
porque esta le había concedido a Evtuchenko una membresía honoraria. En Не
только Бродский (No sólo Brodsky), libro de recuerdos y misceláneas escrito
por su amigo Serguei Dovlátov hay numerosas anécdotas sobre este odio cultivado
entre los dos poetas. Una de las más simpáticas, cuenta que Dovlátov lo va a
visitar al hospital y le dice, en broma: “Te enfermas ahora, que Evtuchenko
acaba de hacer una intervención contra los koljoses en el Congreso de
Escritores”. A lo que Brodsky respondió: “Si Evtuchenko está contra los
koljoses, yo estoy a favor”.
[6] Keith Gessen: “The
Gift. Joseph Brodsky and the fortunes of misfortune. The
New Yorker, 23 de mayo de 2011.
[7] Ya en el extranjero, trató en
vano de que sus padres le visitaran. Doce veces hizo los trámites de invitación
y otras tantas les fue denegado el permiso de viaje, con todo tipo de excusas
–o sin ellas. El padre y la madre murieron en 1983 y 1984 sin haber podido
reencontrarse con su único hijo.
1 comentario:
Muy buena nota y excelente poema de Brodsky.
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