JORGE LIBERATI / especial para elMontevideno
IDEA, FIGURA Y PASIÓN
Había apuntado
Alphonse de Lamartine que un verso, para ser verdaderamente poético, debe
presentar una idea para la
inteligencia, un sentimiento para el
corazón, una música para el oído y
una imagen para los ojos. Este famoso
resumen cuadra perfectamente en la época del siglo XIX en Francia, pero hoy
resulta demasiado exigente para poetas que han convertido el verso en un
fragmento de prosa y la poesía en páginas de diario personal sin metro ni rima
y, aun, sin ritmo. El verdadero poeta no dispone más que de palabras, pero, y como
fácilmente se apreciará, hace su juego apelando a lo que está más allá del
lenguaje, agazapado en la mente, confundiéndose con los pensamientos o bullendo
entre los sentimientos, pero también sonando en lo interior a través de los sonidos
del lenguaje e iluminándose como imagen entre las siluetas informes de la
imaginación.
Toda creación
artística supone algunos requisitos sin los cuales es difícil que cobre los atributos
que garantizan la autenticidad y se haga con las cualidades de verdadera obra
de arte. Cada artista los satisface a su manera y aun los concibe por distintos
y carismáticos procedimientos y técnicas, y hay algunos que parecen presentarse
en todos los creadores con muy parecidas o idénticas particularidades, y que simplifican
aún más el esquema de Lamartine: en arte debe haber una idea que abarque o trascienda el cuerpo de la obra, una figura o forma que constituya lo
principal de ese cuerpo, y un impulso o pasión,
alma o espíritu, factor principalísimo en la génesis del arte.
La vida entera de
un artista consiste en esa idea, que atesora y promueve y es en definitiva su patrimonio
exclusivo. Busca diferentes formas de manifestarse, y la búsqueda constituye lo
propio de su profesión. Además, extrae de lo más íntimo de su experiencia y del
sentir más profundo una emoción que levanta la espiritualidad de todos los
propósitos y pone la obra al servicio de una causa edificante. Esa intimidad
auténtica manifiesta a través de una emoción profunda le permite ir más allá
del yo y proyectar su arte como un valor con sentido general, quedando la
persona superada por el poeta.
Pero, ¿qué
significa, por ejemplo, que un pintor deba tener una idea ante el proyecto de
realizar un cuadro? Una idea en el sentido del arte no es una idea en el
sentido corriente, la de hacer un picnic o salir de compras. Y tampoco el de
consagrar un concepto que hay que definir con palabras especializadas. La idea
a propósito de la creación es algo que se tiene durante un tiempo, que ronda el
pensamiento con pertinacia y pide expresión y materialización. Algo que quiere liberarse
del encierro mental y volcarse a la luz de la confrontación al compartirse. La
idea del pintor quiere luz: es una condición sin la cual no hay pintura, sea
figurativa o no. Es más que querer decir o que desear hacer, más ambicioso de
lo concreto y momentáneo que evoluciona a través del tiempo, de los cambios que
se experimentan y de los que se confirman en el mundo. Una idea en arte es la
que inunda la mente de Leonardo al pintar la “La Virgen, Santa Ana y el Niño”,
la de fundir el amor, la ternura y la comprensión del destino humano en la
figura y el movimiento del cuerpo. Allí interviene lo inusitado, lo nunca visto
y sorprendente.
Colette, una
popular novelista francesa de principios del siglo XX, concibe la misión del
poeta de otra manera. Para ella consiste en olvidar la realidad, prometer prodigios,
cantar victorias y negar la muerte. Estos designios parecen
prosaicos, pero en parte podrían coincidir con algunos de la antigua epopeya griega,
aunque habría que aclarar los significados “olvidar”, “prometer”, y explicar qué
es “victoria” en arte y para un poeta, un pintor o un músico. Colette, sin
embargo, podría pasar por estética del siglo XXI. Igualmente, habría que convenir
en alguno de los significados de la palabra “muerte”, o qué sentidos adquiere esta
palabra en el plano en el que estamos reflexionando. Sea como fuere, todo
podría reducirse al concepto que contiene la palabra figura, uno de los más fecundos términos de la estética por
encerrar diversos y multifacéticos sentidos, todos de inmensa fertilidad si se
desea entrar en el territorio cerril que estamos atravesando, intangible,
subjetivo, caprichoso.
Figura es una dimensión entre
fronteras, y frontera es aquello que se desea traspasar, dejando atrás lo demás
y olvidándolo por real y conocido en busca de lo nuevo o prometiéndose
prodigios. Así se gana en cambios, en evolución y triunfos, y se acentúa el
valor de la muerte, no como consagración de la desgracia sino como extremo
superior de la vida. A todo podría llamarse configuración.
¿Acaso una obra de arte no lo es? Las Variaciones
Goldberg, de Bach, ¿no son una configuración? A su conjunto de figuras, a
un lazo tan nítido de unión, evolución y superación, cabe más este título que
estructura o disposición u organización. Incluso fuera del arte se desearía
esto para la vida, como bien fue expresado por José Enrique Rodó: cambio y
superación, no continuo, sucesión o serie, no paso infinitesimal de un estadio
a otro, que no termina nunca, sino conversión,
como la que profesa un monje (esto es espiritual, no técnico ni pedagógico). Los
términos que expresan cualidad en arte son preferibles a los que expresan cantidad;
éstos acusan paso de tiempo, flujo, sucesión, acumulación. Por momentos, la
transición de las Variaciones es muy
novedosa, terminante o incluso brusca, como si Bach se hubiera olvidado de algo
y hubiera dado un salto. Pues, puede haber olvidado lo innecesario. El
novelista inglés Henry Fielding se salteó en su Tom Jones todos los tiempos novelescos que hubieran aburrido al
lector, introduciendo una novedad en literatura. No quería continuum sino mutaciones, bocados selectos y suculentos.
Finalmente, la pasión. No hay arte sin pasión, asunto bastante
olvidado en la época actual en la que buena parte de las energías gastadas se
ha reducido a entretenimiento y decoración. Arte sin pasión no conmueve, sólo
llama la atención, una atención que enseguida se dispersa y olvida. La pasión
llena el espíritu de todos, no sólo de los artistas, y se ha dicho que una
persona puede cambiar en todo, pero nunca cambiar de pasión. Pablo (Guillermo Francella),
en El secreto de tus ojos, explica a
Benjamín (Ricardo Darin) que se puede
cambiar de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios, pero no se puede
cambiar de pasión. El arte representa una pasión y es más frecuente que se abandone
la abogacía para volverse escritor o la arquitectura para volverse pintor que
abandonar la literatura o la pintura para volverse abogado o arquitecto. Es
verdad que pasión puede tener muchos
significados, pero para el arte es uno solo, el que indica la expansión
espiritual y el colmarse emocionalmente. Se parece al de “causa”, “ideal”,
“doctrina”, “creencia”, pero, va más allá, todavía, y se traba en el espíritu
con una tenacidad capaz de impulsar ese gesto inexplicable por el cual una
creación adquiere el misterioso toque del genio. El arte sin pasión no es arte,
así como la cultura sin superación no es cultura. Y la pasión, la mayor entre
todas las emociones, parece querer desprenderse de su plano habitual y
diseminarse en toda obra humana, porque en todo se requiere la chispa que
enciende el fuego de la vida, que no es sino un sentido que para cada cual es único.
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