4/2/19


JORGE LIBERATI / especial para elMontevideno


IDEA, FIGURA Y PASIÓN



Había apuntado Alphonse de Lamartine que un verso, para ser verdaderamente poético, debe presentar una idea para la inteligencia, un sentimiento para el corazón, una música para el oído y una imagen para los ojos. Este famoso resumen cuadra perfectamente en la época del siglo XIX en Francia, pero hoy resulta demasiado exigente para poetas que han convertido el verso en un fragmento de prosa y la poesía en páginas de diario personal sin metro ni rima y, aun, sin ritmo. El verdadero poeta no dispone más que de palabras, pero, y como fácilmente se apreciará, hace su juego apelando a lo que está más allá del lenguaje, agazapado en la mente, confundiéndose con los pensamientos o bullendo entre los sentimientos, pero también sonando en lo interior a través de los sonidos del lenguaje e iluminándose como imagen entre las siluetas informes de la imaginación.



Toda creación artística supone algunos requisitos sin los cuales es difícil que cobre los atributos que garantizan la autenticidad y se haga con las cualidades de verdadera obra de arte. Cada artista los satisface a su manera y aun los concibe por distintos y carismáticos procedimientos y técnicas, y hay algunos que parecen presentarse en todos los creadores con muy parecidas o idénticas particularidades, y que simplifican aún más el esquema de Lamartine: en arte debe haber una idea que abarque o trascienda el cuerpo de la obra, una figura o forma que constituya lo principal de ese cuerpo, y un impulso o pasión, alma o espíritu, factor principalísimo en la génesis del arte.



La vida entera de un artista consiste en esa idea, que atesora y promueve y es en definitiva su patrimonio exclusivo. Busca diferentes formas de manifestarse, y la búsqueda constituye lo propio de su profesión. Además, extrae de lo más íntimo de su experiencia y del sentir más profundo una emoción que levanta la espiritualidad de todos los propósitos y pone la obra al servicio de una causa edificante. Esa intimidad auténtica manifiesta a través de una emoción profunda le permite ir más allá del yo y proyectar su arte como un valor con sentido general, quedando la persona superada por el poeta.



Pero, ¿qué significa, por ejemplo, que un pintor deba tener una idea ante el proyecto de realizar un cuadro? Una idea en el sentido del arte no es una idea en el sentido corriente, la de hacer un picnic o salir de compras. Y tampoco el de consagrar un concepto que hay que definir con palabras especializadas. La idea a propósito de la creación es algo que se tiene durante un tiempo, que ronda el pensamiento con pertinacia y pide expresión y materialización. Algo que quiere liberarse del encierro mental y volcarse a la luz de la confrontación al compartirse. La idea del pintor quiere luz: es una condición sin la cual no hay pintura, sea figurativa o no. Es más que querer decir o que desear hacer, más ambicioso de lo concreto y momentáneo que evoluciona a través del tiempo, de los cambios que se experimentan y de los que se confirman en el mundo. Una idea en arte es la que inunda la mente de Leonardo al pintar la “La Virgen, Santa Ana y el Niño”, la de fundir el amor, la ternura y la comprensión del destino humano en la figura y el movimiento del cuerpo. Allí interviene lo inusitado, lo nunca visto y sorprendente.



Colette, una popular novelista francesa de principios del siglo XX, concibe la misión del poeta de otra manera. Para ella consiste en olvidar la realidad, prometer prodigios, cantar victorias y negar la muerte. Estos designios parecen prosaicos, pero en parte podrían coincidir con algunos de la antigua epopeya griega, aunque habría que aclarar los significados “olvidar”, “prometer”, y explicar qué es “victoria” en arte y para un poeta, un pintor o un músico. Colette, sin embargo, podría pasar por estética del siglo XXI. Igualmente, habría que convenir en alguno de los significados de la palabra “muerte”, o qué sentidos adquiere esta palabra en el plano en el que estamos reflexionando. Sea como fuere, todo podría reducirse al concepto que contiene la palabra figura, uno de los más fecundos términos de la estética por encerrar diversos y multifacéticos sentidos, todos de inmensa fertilidad si se desea entrar en el territorio cerril que estamos atravesando, intangible, subjetivo, caprichoso.



Figura es una dimensión entre fronteras, y frontera es aquello que se desea traspasar, dejando atrás lo demás y olvidándolo por real y conocido en busca de lo nuevo o prometiéndose prodigios. Así se gana en cambios, en evolución y triunfos, y se acentúa el valor de la muerte, no como consagración de la desgracia sino como extremo superior de la vida. A todo podría llamarse configuración. ¿Acaso una obra de arte no lo es? Las Variaciones Goldberg, de Bach, ¿no son una configuración? A su conjunto de figuras, a un lazo tan nítido de unión, evolución y superación, cabe más este título que estructura o disposición u organización. Incluso fuera del arte se desearía esto para la vida, como bien fue expresado por José Enrique Rodó: cambio y superación, no continuo, sucesión o serie, no paso infinitesimal de un estadio a otro, que no termina nunca, sino conversión, como la que profesa un monje (esto es espiritual, no técnico ni pedagógico). Los términos que expresan cualidad en arte son preferibles a los que expresan cantidad; éstos acusan paso de tiempo, flujo, sucesión, acumulación. Por momentos, la transición de las Variaciones es muy novedosa, terminante o incluso brusca, como si Bach se hubiera olvidado de algo y hubiera dado un salto. Pues, puede haber olvidado lo innecesario. El novelista inglés Henry Fielding se salteó en su Tom Jones todos los tiempos novelescos que hubieran aburrido al lector, introduciendo una novedad en literatura. No quería continuum sino mutaciones, bocados selectos y suculentos.



Finalmente, la pasión. No hay arte sin pasión, asunto bastante olvidado en la época actual en la que buena parte de las energías gastadas se ha reducido a entretenimiento y decoración. Arte sin pasión no conmueve, sólo llama la atención, una atención que enseguida se dispersa y olvida. La pasión llena el espíritu de todos, no sólo de los artistas, y se ha dicho que una persona puede cambiar en todo, pero nunca cambiar de pasión. Pablo (Guillermo Francella), en El secreto de tus ojos, explica a Benjamín (Ricardo Darin) que se puede cambiar de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios, pero no se puede cambiar de pasión. El arte representa una pasión y es más frecuente que se abandone la abogacía para volverse escritor o la arquitectura para volverse pintor que abandonar la literatura o la pintura para volverse abogado o arquitecto. Es verdad que pasión puede tener muchos significados, pero para el arte es uno solo, el que indica la expansión espiritual y el colmarse emocionalmente. Se parece al de “causa”, “ideal”, “doctrina”, “creencia”, pero, va más allá, todavía, y se traba en el espíritu con una tenacidad capaz de impulsar ese gesto inexplicable por el cual una creación adquiere el misterioso toque del genio. El arte sin pasión no es arte, así como la cultura sin superación no es cultura. Y la pasión, la mayor entre todas las emociones, parece querer desprenderse de su plano habitual y diseminarse en toda obra humana, porque en todo se requiere la chispa que enciende el fuego de la vida, que no es sino un sentido que para cada cual es único.

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